Alicia Del Valle
Las mujeres de mi familia, por vía materna, eran mayoría, me
refiero a mis tías, hermanas de mi madre, que una vez casadas siguieron
pariendo más mujeres que varones.
Mi mirada es de un lugar temporal lejano, generacionalmente,
ya que mi madre, la más chica de sus hermanos, después de once años del
nacimiento de su único hijo, Manolo, llegué yo.
En mi infancia, las miraba con admiración, eran mis tías y
primas que iban y venían, dirigían con una desenvoltura y gracia espectacular.
Tengo imágenes muy nítidas de situaciones puntuales y
diarias, porque si bien cada una tenía su casa, vivíamos en el mismo barrio, a
la vuelta o a una cuadra de distancia las unas de las otras.
Éramos familias muy unidas.
Recuerdo discusiones de política en las reuniones que se
celebraban casi todos los sábados, por la noche.
Dos de mis tíos se decían comunistas, muy en secreto, pero a
la distancia los rememoro más bien burgueses, sobre todo sus mujeres (mis
tías). Cuando la cosa se ponía de “tono alto” los hacían callar con el lema “en
familias como la nuestra, no se pelea por política ni por nada”, a lo que todos
obedecían y se jugaba a continuación, alegremente a la tómbola (bingo).
El tío más peleador era el que dulcemente decía “los dos
patitos” por el veintidós o “la niña bonita” por el quince, cuando le llegaba
el turno de cantar la lotería.
Eran hermosas mujeres en conjunto e individualmente. De
carácter fuerte, intensas, generosas.
Crearon una estructura en base a ese valor de la generosidad.
Eran realmente seres generosos. Lo demostraban siempre y ese armado que usaron
les permitía salir de sus casas y arreglarse. La presencia y el acicalarse era
desde ya otro valor.
En esa época, década del cincuenta al sesenta, no sé si
estaría bien visto que las mujeres salieran, pero ellas se las arreglaron para
sortear ese prejuicio o mandato social.
Sus salidas consistían en visitar enfermos (privilegiando
los internados) y los velatorios.
Una vez cumplida la misión de asistir al destinatario y “sufrir”
por la eventualidad del caso, aprovechaban la ocasión para hacer compras en el
centro de la ciudad y comer algo en “Granja Royal”, confitería emblemática de
esa época en Rosario.
Estas maravillosas mujeres han sufrido con vehemencia las
desgracias e infortunio de los vecinos en un radio de cien metros a la redonda,
como solía decirse.
Mi madre, confinada en un sillón por un asma incurable,
zafaba de esas invitaciones la mayoría de las veces. La excusa de siempre: su
enfermedad, el asma. Cuidaron y mimaron a mi madre y en consecuencia a todos
nosotros.
Mamá era la menor, la de avanzada. Su enfermedad la
convirtió en una voraz lectora, se actualizó culturalmente y en ese aspecto sus
hermanas quedaron rezagadas. Ella las adivinaba y pensaba en voz alta: “Estas
exageradas son capaces de llorar hasta por don Morrone”.
Don Morrone era un vecino, ya mayor, que se anunciaba de
lejos por unos apestosos toscanos que fumaba y se despedía dejando una estela
irrespirable. La paradoja estaba en su anuncio y despedida sin pronunciar una
palabra.
La tía Maruca era el pilar de la familia. Por su casa
desfilábamos todos, era la casa grande que cobijaba y centro de reunión de los
sábados. Nos mimaba con las mejores recetas y sorprendía al tío Cataldo, único
hermano varón, con “liebre cocida al chocolate”, “fideos a la milanesa”, “conejo
en no sé qué”. Los más chicos nos mirábamos asqueados y recibíamos el consabido
“¡no saben lo que se pierden!”.
Maruca, Antonia, Cata y Santa (mi madre) fueron seres
excepcionales, dirigentes familiares natas, jerarquizaron problemas,
compartieron penurias, asistieron a los enfermos, cosieron nuestra ropa,
asearon nuestras miserias y siempre tenían una máxima para cada circunstancia:
“ A los problemas no se les busca culpables, se encuentran soluciones”.
Todos, esposos, hijos, cuñados se sintieron amparados por
esas mujeres luchadoras, hermosas por dentro y por fuera, que supieron avanzar
en una sociedad no muy abierta al género femenino. Fue un perfecto matriarcado.
Qué capacidad saludable tenemos los humanos de seleccionar
los más caros recuerdos y evocar los momentos en que fuimos felices.
Resuena, a lo lejos, en el tiempo, la voz de mi madre: “Si
no estoy yo, están las tías, sábelo”.
Sentencia casi premonitoria, todas ellas fueron longevas a
excepción de mi madre, que partió relativamente joven.
Alicia, me encantó tu historia y el temple de esas mujeres, que con seguridad habrás heredado. Felicitaciones.
ResponderEliminarAlicia, me encantó tu historia y el temple de esas mujeres, que con seguridad habrás heredado. Felicitaciones.
ResponderEliminarQué bien arrogas la templanza de esas mujeres.El matriarcado que otrora fuera eje de las familias.
ResponderEliminarUn brazo.
Yo también tuve tías fuertes, emprendedoras, hermosas. Marcaron mi vida muy profundamente. Hermoso tu relato y me toca de muy cerca. Felicitaciones. Susana Olivera
ResponderEliminar