sábado, 30 de junio de 2018

El lechero

María Luisa Demasi

Y, mientras mis flamantes compañeros charlaban y el profe explicaba y se presentaba el curso “Contame una historia”, fue cuando vino, vívido, el recuerdo y eso pasó fugazmente. Pero… ya de vuelta a casa lo plasmé en el papel tal como venía a borbotones y… he aquí.
Era un día de carnaval de 1960, o 61 y yo tenía doce o trece años; ya era cerca de las once de la mañana y debía esperar en la puerta de casa con una lecherita de aluminio de un litro a quien traería el alimento.
Vivía en calle Entre Ríos treinta ochenta y nueve, casi en la ochava con Gaboto. Mi casa tenía la puerta muy alta con un umbral de unos treinta centímetros, su construcción era de las primeras décadas del siglo. Me hallaba sentada en el umbral con jarra en mano. Y, aburrida refunfuñaba: “Si yo no empiezo a jugar a carnaval, nadie sale”. Olvidé decir que el recipiente que tenía en la mano estaba lleno de agua, por si pasaba algún incauto, vecinito mío. Podían ser Rubén o Carlitos, ellos siempre caían.
Me quejaba en voz baja: “¡Cómo se demora!” Porque Hugo, el lechero, se detenía dos o tres veces en la cuadra, y corría de casa en casa y cruzando la vereda de pares a impares. En eso, pasó Oscar, vecino mío de dieciocho años, pero desde que comenzó a estudiar Contaduría parecía que se desayunaba con vinagre. Iba por la vereda y se acercaba a cada tramo al cordón, como si esperaba el tranvía. Me miraba como intimidándome y… lo logró, porque no me animé ni en broma a amagarle con la jarrita.
Uh ¡por fin!, ya se acercaba Huguito, el lechero. Venía despacito, porque pasaba el tranvía (por Entre Ríos circulaban tres líneas el 7,8, y 18).
Pobre Hugo, le tenía tanta lástima. Tenía unos 24 o 25 años, estaba siempre alegre, haciendo siempre los mismos chistes tontos y medio cantando, y medio gritando: “¡Traigo leche 99 por ciento!”. Y detenía la oración para que algún cliente le preguntara: “¿Noventa y nueve por ciento de leche?”. Y él respondía: “No, 99% de agua”. Y se reían Hugo y el cliente como dos zonzos.
Me decía para mis adentros, y lo creía con sinceridad, y con gran dolor: “Nadie lo va a querer, nunca se va a casar. Es muy chiquilín. Es lindo; pero, pobre. Nunca se va a casar”.
Detuvo la jardinera, porque la leche y el pan se solía repartir a domicilio, sería como un delivery de los 60, y mientras le cantaba a su caballo “doce cascabeles tiene mi caballo”, gritó en verso: “¡Luisita, cara de risita! ¿Cuánto querés?”. “Un litro”, respondí y aun tenía el agua en la jarra, y estuve a punto de vaciarla en el plátano que estaba en la vereda; pero dejé pasar ese instante; y Hugo viene como jugando a los saltos y canturreando; luego, pone el enorme tarro en su pantorrilla izquierda para servirme la leche y, ahí, repentinamente me vino una gran idea y sin mediar más, le tiro toda el agua en la cara y me río a carcajadas; quiero meterme a mi casa y alguien se olvidó de que yo estaba afuera y cerró la puerta con llave. Por instinto, comienzo a correr, no muy rápido porque se me debilitaban las piernas por la risa y, de reojo, veo como él tuvo que subir a la jardinera. Casi como a mitad de cuadra, giro la cabeza y veo que me viene corriendo, trato de retomar impulso en mi carrera; pero en Entre Ríos y Amenábar siento que me estampa contra la pared la fuerza del agua, casi no podía respirar, no me dejaba mover y sentía que me ahogaba; era con un matafuego grande, recuerdo como se reía, a morir y también se reían unos pajarones grandotes que estaban en la esquina.
“¡Qué animal! ¡Cómo me va a tirar agua con un matafuego!”. Me sentí humillada, como desnudada en público; el pelo largo hasta la cintura se me había soltado al salir corriendo y al estar empapada se me pegó a la ropa, no quería detenerme para nada, ni siquiera para escurrirlo, por la bronca y la vergüenza. Nunca lloraba, pero… tenía unas ganas de llorar, pero aun así no lo iba a hacer, porque se reirían el doble.
Desde ese hecho, a Hugo lo vi como un adulto, nunca más me dio lástima. No era tan tonto como yo lo veía a mis doce años. “¡Bah! A fin de cuenta fue mas vivo que yo. Quizás nunca esperé esa reacción. Tantos pensamientos pasaron por mi cabeza, que hasta me atreví a creer que quizás… hasta se llegaría a casar.

Años después, supe que el matafuego estaba destinado a chicas más grandes y por eso lo llevaba ese día de carnaval. 
Con los años me enteré también que Hugo se casó. Luego, conocí a su preciosa mujer y sus cuatro hijos.

2 comentarios:

  1. Todas hemos hecho esas travesuras. Hermoso relato de una vida que nos deja tantos recuerdos. Me gustó mucho. Gracias por compartirlo.

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  2. El tiempo ha pasado, solo queda el recuerdo de un tiempo ido y feliz, donde la maldad era fruto de la inocencia.
    Hermoso recuerdo. Un abrazo y gracias por compartirlo.

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