José
Mario Lombardo
Es indudable que con este asunto de
nuestro curso de “contar historias”, nos la pasamos buscando precisamente esas
historias. A veces, uno las encuentra de repente porque algún suceso nos lleva
a recordar. Ahora, ocurre en otras oportunidades que teniendo la historia
delante de los ojos no la vemos, acaso por cotidiana o porque al convivir con
ella uno no percibe que está metido en la historia esencial, la que debería
haber contado desde el principio y que por obvia, ignoraba.
Y a mí me ocurrió. Y ahora que la veo,
que la tengo conmigo, no voy a perder la oportunidad.
Gabriel nació en junio del 70. El
primogénito, el preferido. Alzado, abrigado y protegido por cuanta tía, abuela
o vecina se le atravesase por el camino. Pero poco le duró porque en julio del
72 llegó Federico, un rubio con cara de gringo de una flacura devastadora
insuperable. Cómo habrá sido, que el médico, luego de varios intentos de
engorde se dio por vencido y dijo con resignación que evidentemente era así
nomás y había que dejarlo. Para completar el trío, Ernesto nació en agosto del
74, en plena mudanza, pues salimos para el Policlínico Italiano desde Rioja y
Santiago, donde teníamos un departamento que habíamos vendido, y regresamos con
el nuevo hermanito a una casa prestada por uno días hasta que nos entregaran la
nuestra.
¡Tres varones!, la alegría del hogar,
uno dormía en un moisés que parecía una canasta, otro gateaba por todos lados y
el primogénito ya había comenzado a inspeccionar cuanto mecanismo existiese a
su alrededor.
Y cuando todo parecía encaminado hacia
la normalidad: ¡llegó la Jochi!. En pleno Mundial 78. En junio de ese año,
nació María José. Algunos decían que le habíamos puesto dos nombres como
cábala. Otros que le habían puesto mi nombre a propósito para asegurar la
interrupción del proceso de crecimiento del grupo familiar y, por fin, Federico
se lamentó, porque “ahora ya ni siquiera era el del medio”.
Todos hicieron la primaria en “la
Mariano Moreno” de calle Paraguay. Después, Gabriel prefirió “el San José” y
allá se fue a estudiar electrónica. Los otros tres terminaron la secundaria en
“el Superior de Comercio”.
Gabriel, siempre tuvo inclinación por la
mecánica y demás cuestiones técnicas y desde muy chico comenzó a hacer electricidad
del automotor. Cuando se recibió de ingeniero mecánico dejó el taller, pero se
fue a hacer cosas parecidas en una fábrica de aceite de soja en Puerto San
Martín.
Federico estudió guitarra con varios
profesores, pero algo alejado de la música, hoy es contador público y un
excelente profesor en la Facultad de Ciencias Económicas. Siempre organizó los
viajes, las reuniones y las comidas con sus amigos y me parece que esa es su
verdadera vocación.
Ernesto también pintaba para buen músico
y buen cantor y es un buen jugador de fútbol, pero en realidad se dedica a
reparar caderas, columnas e insertar clavos de platino en los lugares
indispensables. Siempre nos desconcertó, estudió un secundario comercial y
cuando terminó dijo que quería ser médico. Y es médico.
Y a Jochi le hicimos hacer de todo.
Tenía que ser la niña de la casa: diez años en la escuela de danzas y todos los
cursos de inglés que existían en “la Cultural”. Cuando creció, estudió un
profesorado de historia, pero su vocación la llevó a ser maestra. Es maestra
hasta el final. Para mejor ahora usa unos anteojos enormes que le dan un aire a
maestra que mata.
Y estos cuatro seres heterogéneos,
amigueros, tan distintos y tan iguales, conforman nuestro mundo. Le han dado
forma a nuestra vida desde hace ya más de cuarenta años. ¿Cómo no me había dado
cuenta antes?: tenía la historia principal delante de la nariz y no la veía.
¡Se confundían con el paisaje!
Pero esto no hubiera sido posible sin el
centro generador. Siempre es necesario para que ocurra un suceso que algo lo
desencadene. Algo que lo ponga en movimiento. Y ese centro, ese punto de
energía que disparó nuestro pequeño universo en expansión, está a mi lado desde
hace casi cincuenta años: los cobijó desde antes de nacer, los crió, los vistió,
los cuidó, les hizo las tortas de cumpleaños, las empanadas, los “lemon pie”, y
continúa aún cuidando lo que sigue: los nietos que han llegado para repetir la
vida.
Casi todos los domingos nos reunimos a comer. Es una
mesa ruidosa, llena de chicos que piden “agua por favor” y grandes que cocinan,
discuten, cantan, lavan platos (a veces) y yo los miro y no me doy cuenta que
son mi historia necesaria.
José muy interesante tu historia. Nosotros tuvimos cinco hijos, por eso te comprendo tanto. Cuán llena de historias está nuestras vidas. Gracias por compartir.Noemí Peralta.
ResponderEliminarMuy linda tu historia. También nosotros con cinco tenemos muchas historias, tu descripción es buenísima! Victoria
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