Haydée Sessarego
A finales del siglo
XIX, dos jóvenes llegaban a Argentina, desde el antiguo Imperio Ruso.
Ella, Berta Perenstein,
oriunda de Rusia y él, León Sinay, nacido en Lituania. Esta pareja tomó la
opción de emigrar por dos razones: por un lado, los zares ya habían comenzado a
perseguir a la población judía mediante los llamados “progroms”. Por otra parte,
los padres de Berta adinerados, dueños de un circo, se oponían al casamiento de
ella con León. Para las pretensiones que tenían para su hija, León era pobre.
Berta y León
trasgredieron los mandatos de la familia de ella y sin casarse, se escaparon
hacia Lituania. Allí, fueron padres de su primogénito: Félix. Pocos años más
tarde emigrarían a nuestro país.
Cuando llegaron desde
tierras muy heladas, se radicaron en Vera, norte de la provincia de Santa Fe.
Allí, el calor se hacía sentir con todo su rigor. León puso una carbonería y
con ese negocio pudieron comenzar a planificar, aquí, su futuro que resultó,
nada próspero. Su prole aumentó y no se sabe con certeza si antes ya habían
contraído matrimonio, o entre algunos de estos “críos” o luego de tener a
todos, cinco varones y tres mujeres.
Años más tarde, se
trasladaron a Rosario viviendo en el barrio de Empalme Graneros. En el mismo
vivieron como caseros de una escuela pública, que subsiste reciclada hasta hoy.
Contaba mi suegro que en la escuela donde vivía su abuelo León todos los
domingos se juntaba la familia completa con hijos, nietos y vecinos, que
siempre eran bienvenidos.
De esos hijos, solo dos
acataron el mandato familiar, en este caso, formar pareja con personas de la
misma religión. Los otros seis se casaron, con gois, como se les llamaba a los no judíos.
Entre las
transgresoras, estaba la nona Angelita, abuela paterna de mi marido, Juan.
Angelita se conoció con
Juan Vicente Palombo (abuelo paterno de mi esposo), hijo de italianos, sobre
fines de la primera década del siglo XX. Él era un joven muy apuesto que la
enamoró a primera vista. Ella no era linda, pero lo que le faltaba en belleza
física le sobraba en un eterno buen humor y predisposición para sortear
obstáculos y disfrutar de la vida.
Se escaparon juntos sin
casarse antes, embaraza ella de una nena que lamentablemente murió a los seis
meses. Ninguno de los descendientes recuerda de qué. Sospecho que fue un
secreto muy guardado por mi suegro y su hermano menor que fueron muy
conservadores, totalmente opuestos a sus padres. Conocí a la nona “Petiza”,
como cariñosamente le decían a Angelita, muy bien. Delante de su hijo mayor, mi
suegro, en cuya casa vivió hasta que falleció en 1971, nunca tocó ese tema.
Fue una abuela muy
adelantada para esos tiempos. Siempre dispuesta, solidaria, plena de cualidades
destacables. Mucho de lo que sabemos hoy de esta historia nos fue relatado por
mi suegra, su nuera y por ella. De todas maneras, fue acorde a los tiempos de “de
eso no se hablaba mucho o nada”.
Angelita persistió en
su rebeldía contra una sociedad pacata. Cuando sus dos hijos varones, tenían ocho
y seis años, los dejó con dos tías, hermanas de ella y partió a Tucumán como
enfermera capacitada de un médico. Según las malas lenguas fue su amante y
quizás el gran amor maduro de la nona, de cómo mucho, 40 años. Mi suegro, su
hijo mayor, a punto de casarse la intimó del siguiente modo: “Me voy a casar.
Te volvés o te olvidás de que tenés dos hijos”. Angelita no tuvo alternativas y
a su pesar, dejando a ese hombre que significó mucho en su vida, regresó a
Rosario para no perder a sus únicos hijos a los que quiso como se ama a los
hijos, hasta su último día de existencia.
En mi familia política,
hubo varias de esas transgresiones a mandatos marcados para esos tiempos, pese
a ser varios de sus miembros de las posteriores generaciones muy “chapados a la
antigua”.
Dentro de la misma
familia judía llegada de Rusia, la tía abuela Elisa se casó con su primo
hermano, Levi. Tuvieron una única hija con discapacidades intelectuales y
físicas, que se atribuían a ese parentesco consanguíneo.
Como síntesis de esta
pintura particular de una mitad de la familia de mi esposo, la que descendía de
la nona “Petiza”, puedo decir porque tuve la dicha de conocer a casi todos que
fueron gente maravillosa, súper abiertos, generosos, familieros. Incluyo entre ellos, al hasta hoy inolvidable tío abuelo
Abraham, casado con Rosita, judía como él (ellos no rompieron esos mandatos).
Su personalidad era muy parecida a la su hermana, Angelita. Era admirable por
su comprensión hacia los jóvenes, siendo compinche pero nunca perdiendo su
condición de mayor, que era escuchado con respeto y admiración. Vivía en Buenos
Aires en el barrio de Once. Allí, nos alojamos en varias oportunidades Juan y
yo siendo novios. Fueron estadías hermosas, porque el matrimonio siempre nos
agasajaba con deliciosas comidas y con inmenso cariño. Eran dulces entre ellos,
se amaron mucho a tal punto que, al morir Rosita en el 75, Abraham se enfermó y
falleció en marzo del 78.
Dentro de la familia de
mi suegra, todos descendientes de italianos, los mandatos no se sortearon tan
marcadamente. De todos modos Aída, mi suegra, se casó, pese a las “habladurías”
del vecindario del barrio de “Pichincha” en donde moraba su familia, con
Vicente, mi suegro. El hijo de “la rusa”, como la llamaban despectivamente a la
nona Angelita ya viuda antes de sus 30 años. El abuelo Palombo murió de
tuberculosis a los 33 años Pensándolo mejor, otro combo de prejuicios para
sortear.
Si se me permite la
digresión, le digo frecuentemente a mi marido, que en él está representada, por
sus rasgos y mezclas étnicas, la feria de las colectividades. En mis hijos y
nietitas: ¡ni hablar! Son un gran mosaico de entrecruzamientos valiosos, porque
demuestra que no hay barreras cuando los seres humanos las levantan.
Continúo con la familia de mi suegra. Hubo
tías abuelas maternas que fueron casadas con hombres mayores, casi sin mediar
palabra ni acercamiento, por disposición de su padre. Las sentaban en el
comedor o recibidor de la casa y les decían que ese señor sería su marido.
Creo que el mandato más
fuerte fue roto por familiares más lejanos de mi suegra. Después de muchos años
les contaron a sus hijos la siguiente historia. Dos hermanas convivían con el
esposo de una de ellas. Luego de unos años una tuvo un varón y la otra una
nena. Esos primos se criaron juntos. Llegada la adolescencia, se enamoraron y
cuando confesaron su amor a sus madres, saltó el secreto mejor guardado. No solo
eran primos por parte de madre, sino hermanos porque ambos eran hijos del mismo
padre. A esa altura la hermana casada, ya se había separado. ¿El motivo? La
hermana soltera fue violada por su cuñado, cuando ella tenía 16 años.
Los enamorados no lo
dudaron, persistieron en su decisión y se casaron. Al tiempo tuvieron un hijo
absolutamente normal. Lo conocí en una fiesta familiar. Un hombre alto, ya
casado en ese momento, que era ingeniero. Supongo, no lo sé con certeza, que también
a él, sus padres le habrán contado su origen.
Pasando a algunas”
travesuras” de ese tipo en mi familia de origen, mi abuela María, mamá de mi
padre, desdeñó a varios “candidatos” que le querían imponer en su hogar paterno
y se casó con el amor de su vida, que fue mi abuelo: Juan Constante Sessarego,
italiano nacido en el pueblo homónimo, que está colgado de los Alpes arriba de
Nervi en la región de la Liguria cuyo centro portuario y comercial es Génova.
La familia de mi abuelo tampoco quería a María Angélica Borghi, ya que sus
padres eran de origen milanés y dueños de media Villa María, provincia de
Córdoba, donde residían ambas familias. Los Borghi consideraban que los
Sessarego no pertenecían a su “condición”. La familia de mi abuelo paterno era
propietaria de una marmolería que llegó a ser muy importante, tiempo después,
en esa ciudad cordobesa. Esa transgresión tuvo su costo. De algún modo, ambos
fueron repudiados por sus respectivas familias y se alejaron de ambas,
recuperando más tarde a sus hermanos. Hace tres años tuve la dicha de conocer a
primos hermanos de mi papá, que son muchos más jóvenes que lo que hoy sería mi
padre. Ellos eran a su vez hijos de hermanos mucho menores que mi abuelo.
Actualmente, todos sentimos mucha felicidad al estar conectados por nuestros
lazos de sangre y de relacionarnos, hoy, con inmenso cariño.
De parte de mi familia
materna también hubo ese tipo de desafíos. Mi bisabuela, Catalina Bataglia,
“sacó carpiendo”, palabras textuales de mi madre, con su fuerte temperamento a
varios hombres mayores que su padre deseaba que fuesen su marido. Entre ellos
un hombre de ¡ 50 años!, con ella de solo 14.
Cata se había enamorado
de Juan Manuel Mallada, un muy buen músico y muy bohemio. Con él se casó contra
viento y marea y tuvieron cuatro hijos, entre ellos a su única hija mujer,
Haydée Mallada, mi abuela materna, por la que llevo su nombre.
Entre mis tíos abuelos
maternos, Andrés hermano de mi abuela Haydée y tío preferido y amado por mi
madre, decidió separarse de su primera mujer con la que había tenido, tres
hijos. Se enamoró ya maduro y se casó o convivió con una mujer divorciada sin
hijos, de nacionalidad francesa, Jeanette, a la que conoció en el casino de Mar
del Plata. Tío Andrés era escribano, pero además era muy jugador, como muchos
de la familia Mallada. Con Jeanette fueron muy felices hasta la muerte de
Andrés a los creo que 55 años. Lo cuento como algo que no fue usual para las
costumbres de las décadas del 40 y 50. Lo que dictaba la “moral y buenas
costumbres” de ese entonces era convivir con la legítima mujer y tener la
amante afuera de casa.
Estos son retazos de historias familiares con
secretos y mentiras ocultos y no tanto. En esta oportunidad, cuento algunos de
los que me relataron en mi familia y la de mi marido.
En la juventud de nuestros bisabuelos y
abuelos, las costumbres dictaban que las parejas casaderas las formaran y arreglaran los padres, sin consentimiento,
especialmente de las mujeres, como “matrimonios por conveniencia”.
Por
suerte, hubo siempre quiénes se rebelaron contra las normas de su época para
ser felices y seguir lo que sus sentimientos movilizaban. Sospecho que en
muchas familias de antaño, hubo circunstancias similares.
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