Haydée Sessarego
Fue una tarde de agosto
frío, como solían ser siempre los inviernos de nuestra infancia. Me veo sentada
en la mesa del comedor diario, leyendo un cuento y al rato diciéndole a mamá,
que volvía de una reunión de profesores, “me duele mucho la cabeza”. Hacía unos
días me había “curado” de varicela o “viruela boba”, como se la llamaba para
diferenciarla de la temible viruela negra que hacía estragos con sus epidemias.
Ya en esta época se había inventado la vacuna contra la misma.
Todas las infectocontagiosas,
¡todas! Sí, no me salvé ni de una solita; y en todas y cada una manifestaba
mucha fiebre y vómitos, que según los saberes de ese entonces los ocasionaba la
“acetona”. En esos años de mi niñez no existía ninguna vacuna que las previniese.
Solo otras más graves como la de la polio desde el 56 y algunas más, desde
antes.
Pero la varicela caló
hondamente en mí, siendo una nena.
Esa tarde, Mamá, como
nos jactamos todas las madres, tuvo ese sexto sentido que permite presentir,
ver un poco más allá de lo visible. Algo le decía que no se quedara tranquila.
En la siguiente mañana
al levantarme al baño, no tenía aún el alta para asistir a clases, digo “papi,
estoy muy mareada, parezco una borracha”. Mi papá me dijo que no era más que un
mareíto, siguiendo el siempre vigente refrán “en casa de herrero, cuchillo de
palo”.
Más tarde me sentía muy
decaída. Levanté unas líneas de fiebre, no tenía ganas de salir de la cama.
Mamá me trajo el desayuno. Luego de un rato, se puso a jugar conmigo a la
escoba de quince. No sé si me di cuenta de que su cara iba mutando hacia la
preocupación. Recuerdo, sí, que me comentó “lo tengo que llamar a papi al
consultorio de ‘La Fraternal’”. Al rato, llegó papá y me pidió que caminara. Se
entendieron con la mirada que denotaba inquietud. Papá hizo un llamado
telefónico y luego comenzó a caminar de punta a punta por nuestra casa como lo
hizo siempre que la ansiedad le ganaba.
Por la tarde-noche,
estando yo dormida, me despertaron porque me quería revisar el doctor Invaldi a
quien toda la familia conocía porque era amigo de mi padre y uno, sino el
mejor, especialista en infecciosas con reconocimiento internacional. Compartían
uno de los lugares en donde ambos ejercían la profesión. El doctor me indicó
que caminara, que mirara y tocara diferentes objetos que hoy no recuerdo, que
pusiese mis brazos estirados, parada derecha, etcétera.
Se fueron los tres
adultos al comedor y, ya de noche, escuché enseguida el llanto de mi padre y
las palabras de mi mamá tratando de mantener la calma y el control como lo hizo
siempre ante situaciones angustiantes.
Supe inmediatamente que
me pasaba algo grave, aunque no comprendía de qué se trataba. Eso sí, me largué
a llorar cuando escuché que tenían que ponerme inyecciones.
Para poner humor en
este relato, tengo grabado que llorando le dije a mi pobre papá que no quería
que él me pusiese las inyecciones, porque no quería que me viese la cola. Papá
me miraba muy triste y me decía que ya en otras oportunidades me había tenido
que inyectar. No hubo caso, no acepté ningún argumento. Mamá tomó la posta con
el aplomo que la caracterizó siempre y dijo “yo me animo”. Así lo hizo
aprendiendo, rápidamente, a inyectarme. Ella fue ella mi “enfermera de
urgencia” durante creo que cerca de diez días o quizás más.
Mi cabecita de siete
años cavilaba ¿será la que “se cura con la bolsita de alcanfor y pintando los
árboles y cordones de las veredas con cal, bien blancos”? ¿Esa que vi en Buenos
Aires cuando fuimos en vacaciones de invierno, que deja a los chicos en sillas
de ruedas o los ponen en ese tubo que me dijeron que se llama pulmotor y que me
impresiona mucho?
Supe de mucho más
grande que el diagnóstico era “encefalitis”. También me explicó mi padre que
fue una reacción alérgica al virus de la varicela y que es una de las posibles
complicaciones de la misma.
Mis hermanos se
contagiaron como fue y es siempre, a los quince días exactos. Se brotaron mucho
más que yo y ni hablar de cómo dolía y picaban esas ampollitas o herpes.
En esos días yo no caminaba bien, me afectó el
equilibrio, el pulso, el habla y veía doble que es lo que notó mamá cuando
desayuné y jugué a las barajas. Sé que estaba inflamado el cerebelo, que es
donde se ubican varios sentidos.
De todos modos me re-enojaba cuando querían llevarme alzada al baño porque podía
caerme. Lo hacía solita y lo lograba yendo despacio y tomándome de las paredes
y puertas. No quería ayudas, ni sentir que despertaba pena en las numerosas
visitas de familiares y amiguitos que recibí.
En esos días me hacían
todas las comidas que caprichosamente pedía, porque en no tenía dieta especial.
Estoy sintiendo el perfume del ajito y perejil para una salsa blanca que era la
que aderezaba a unos tallarines caseros. También el aroma a pescado a la
marinera, que mamá cocinaba para mí; y varios menús más, a la carta.
Recibí muchos juguetes
que me regalaban los allegados. Mi papi marchaba casi diariamente en su auto, a
la juguetería “Pecos Bill” situada en la planta baja de la Galería Rosario, aún
a riesgo de llevarse la barrera de calle Córdoba y Vera Mujica por delante,
como casi sucedió en una oportunidad. Tan grande era su preocupación como papá
y como médico.
Un vecino que vivía en
el “conventillo” que mencioné en el relato acerca de mi barrio “Jardín”, tocó
el timbre una mañana y le dijo a mamá: “Señora esta perrita es un regalo para
su nenita que está enferma”. Fue un gesto que me emociona hasta hoy, porque fue
muy cálido. Así, llegó a nuestra casa Lily 2, la de color té con leche. Desde
ya que pedí que la cachorra, pomerania, peludita como un pompón, estuviese en
la cama junto a mí. A mi médico tratante no lo seducía la idea. En esto de
darle importancia a los afectos para el proceso de cura en los enfermos,
especialmente niños, ha cambiado mucho por suerte en la medicina de hoy.
Mi maestra de segundo
grado, la señorita Nenú Andújar, a la que adoré, me mandaba algunas tareas que
traté de cumplir cuando mejoré. Viene a mi memoria el calendario de agosto o
septiembre, no tengo certeza, con los clásicos cuadraditos de cartulina de colores
en donde con goma de pegar se adhería una hoja cuadriculada y recortada con los
días del mes al que había que dibujarle y pintarle, con lápices de colores, el
sol, la nube o el paragüitas. ¡No se imaginan lo feo y desprolijo que me salió!
Era una secuela momentánea, por suerte.
Sé cabalmente que el 17
de agosto le rogué al doctor Invaldi que me dejara levantar a almorzar. Aguante
solo un rato y así varios días en los que por la tardecita, me cansaba y me
acostaba. La cara de felicidad de papá el primer día que estuve en pie hasta la
hora en que todos los chicos nos íbamos a dormir, cerca de las 21 como mucho.
¡Ni hablar de ir al
colegio con pantalones largos debajo del guardapolvo por el frío! ¡Noooo,
nunca! No acepté contradiciendo las indicaciones médicas.
La escuela, llegado el
momento de regresar, fue otro, ¡temazo! Mis compañeritas me preguntaban de qué
me había enfermado y yo les trataba de explicar que era algo como la parálisis
infantil. Hasta entrada la primavera no me dejaron salir a los recreos en el
enorme jardín del Normal número 1, que da a la plaza Sarmiento. Cuando comencé
a hacer mis recreos al aire libre, los palos borrachos estaban florecidos como
también los ligustros o arbustos redonditos que marcaban el camino de entrada a
las puertas principales de la escuela, plantas con florcitas amarillas, y
muchos y variados pájaros.
En esa época con mi
hermano mayor y mi hermana menor jugábamos campeonatos de escoba de quince.
Cuando me enfermé, mi hermano, Charlie, escribió en mi casillero: “Abandonó por
enfermedad”. Puso en práctica la crueldad inocente y típica de los niños. Ya
crecida y aún hoy, al recordarlo nos da muchísima risa. Innegablemente, la
encefalitis marcó duramente mi infancia e incrementaron muchísimo los temores
de mis padres ante otra infectocontagiosa que tuve después, a mis quince años,
la rubeola.
El 7 de octubre de ese
año, 1958, tomé la primera comunión, en el camarín de la virgen del Rosario, en
la Iglesia Catedral, solita, esto era sin otros chicos en la misma situación.
El vestido, muy bello, me lo hizo mi abuela paterna, María.
Mientras tanto, detrás
de la iglesia se escuchaban los tiros que provenían de los enfrentamientos
entre los defensores de la enseñanza laica y sus adversarios los” libres”. De
más está decir que mis padres defendían la enseñanza laica y los tres hijos
concurríamos a nuestras escuelas con la cinta violeta, símbolo de la escuela
pública, prendidas en nuestros guardapolvos. En muchas oportunidades ya siendo
adulta, pensé qué contradictoria fue esa comunión, en esas particulares
circunstancias de nuestra historia.
Muchos años después en
1980 cuando tuvieron varicela mi hija e hijo mayores, estando papá aún vivo, me
volvió loca con sus temores. Para tranquilidad de la familia nada fuera de lo
común sucedió, ni a ellos, ni a mi hija menor años más tarde, ni a los hijos de
mis hermanos; porque, insisto, todavía no se había descubierto la vacuna para
la misma, como sí las había, creo rememorar, para todas las demás.
Fue un tiempo bastante
duro emocionalmente, ya que me dejó mucha inseguridad fantaseando que podía
tener retrasos, pese a que también escuché cuando el médico especialista, ante
la pregunta de mi padre al respecto, le respondió algo que me fue explicado
siendo más grande y si mal no recuerdo era así: “Sessarego, esta enfermedad no
deja secuelas que luego se hagan presentes, retrasa desde un comienzo o mata,
no hay medias tintas. La de tu nena ha sido muy suave .No te preocupes que está
perfectamente sana”. Así ha de haber sido así, ya que siempre estuve
consciente, nunca internada y como se podrá observar sin ninguna rastro.
Este recuerdo surgió en
el marco de varios encuentros en los que hemos mencionados esas “pestes” tan
comunes en nuestra infancia y a otras propias de tiempo más remotos.
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