Haydée Sessarego
Hace un tiempito, una
compañera y yo mencionamos, en nuestros encuentros de los martes, los cuentos
que nos fueron contados por nuestros padres y abuelos y los que les contamos
nosotras a nuestros hijos y nietos.
Me inclino para empezar
por los que recuerdo fueron relatados y también inventados por mamá y papá para
sus tres hijos. Todos los domingos por la mañana, durante mi primera infancia,
apenas nos despertábamos, mi hermano, hermana y yo corríamos a la cama de
nuestros padres. Mientras mamá preparaba el desayuno, papi nos contó mucho
tiempo, cuentos inventados por su imaginación. Relataba que en el Laguito de
nuestro parque Independencia, al que más tarde concurríamos los cuatro a pasear
en las lanchas a motor que zarpaban a cada rato de una orilla mismo (casi
siempre mamá se quedaba ordenando y ultimando el almuerzo). De lo contrario
salíamos a almorzar. Los restaurantes elegidos eran: “La Querencia”, “El
Bridge”. Allí, en el lago, se encontraba un nene llamado Pepito, que con su
lanchita que salía todas la mañanas a pescar. Papá hacía el ruido del motor de
la misma con su boca. Pepito pescaba truchas, moncholitos, mojarritas y bagres
muy feos, nos decía. Todas especies de nuestro río Paraná. Pero lo más
emocionante era cuando lograba pescar al “doradito” que era el más valioso.
Pepito se ponía contento y ese día era de alegría para él y también para
nosotros cuando llegaba a ese momento del cuento por la descripción que papá
hacia del pez destacando su brillo y color. Pero no terminaba allí. Para darle
más emoción, en algunas oportunidades, el nene, sentía mucho miedo porque de
pronto, era posible que apareciera, el temible ¡Tiburón! A esa altura, nuestro
padre nos describía la ferocidad que tal especie podía tener. Nosotros con los
ojos bien abiertos de asombro infantil, aguardábamos la resolución de este
“percance” para el pequeño pescador rosarino. Siempre había un alguien o una
fantástica maniobra que salvaba a nuestro querido Pepito. Finalmente como era
domingo, el nene, luego de su tarea en el lago, se iba a comer con sus papás.
Podían almorzar dorado al horno o ravioles que fueron y son bien domingueros en
los almuerzos familiares de ese día. Allí, con algunos detalles que no vienen a
mi memoria ahora finalizaba el pequeño cuento, que fue un clásico de los
domingos de mi infancia.
Mamá nos contaba
también cuentos que aparecían casi todas las semanas en la revista “Billiken”
previamente leídos por ella. El “Billiken” se compró en mi casa paterna hasta
que Adriana, mi hermana menor y yo terminamos el Magisterio en el Normal 1 en
el año 1969. Usábamos ilustraciones de esa revista como modelos para
confeccionar grandes láminas en cartulinas de diferentes disciplinas que
debíamos practicar (especialmente las concernientes Ciencias Sociales y
Ciencias Naturales), y que se colgaban en la pizarra de los distintos grados de
la escuela primaria, como modo de graficar mejor los temas de nuestras clases
de “Práctica de la Enseñanza” en cuarto y quinto año.
El cuento que pasa
siempre por mi corazón con mayor precisión es el de Marina y su hermanito
también llamado Pepito el Marinero. Tengo perfectamente grabada la ilustración
del mismo y el argumento que mami algunas veces modificaba para quitarle
dramatismo. Pepito el Marinerito llevó un día a su hermanita Marina a bordo de
su barco velero. Marina era dueña de una voz encantadora y cantaba siempre en
el mar junto a su hermano. Un día ella se puso a cantar junto una bella
estrellita de mar y a una sirenita que también la acompañaba. En esa
oportunidad la escuchó el temible pulpo desde el fondo del mar. Marina poseía
un don: su bella voz salía directamente desde su corazón. El pulpo urdió una
treta para poseer esa voz. Una noche, cuando ambos dormían en el barco, el
bicho de múltiples tentáculos ordenó a una medusa que, sin que la pequeña se
diese cuenta, le robara el coranzoncito cantor. Así lo hizo la medusa y cuando
Marina se despertó y quiso cantar como todos los días de su boca no salía voz
alguna. Pepito desesperado ante la tristeza de Marina le prometió que lo iba a
recuperar. Finalmente, un día esperó que el pulpo se durmiera, se sumergió en
el fondo del mar ayudado por caballitos de mar, estrellas y demás habitantes
submarinos. Allí, al lado del bicho malo, en un cofrecito dorado, titilaba el
corazoncito cantor de Marina. Lo rescató durmiendo más al pulpo no recuerdo
bien con qué sustancia, quizás cloroformo, y se lo devolvió a su hermana que
volvió a cantar con más bríos que antes. Fueron nuevamente felices y colorín
colorado este cuento se ha terminado.
Mi abuela paterna,
María, nos contaba casi siempre el de las hormiguitas desobedientes. Los papás
no las dejaban ir a un cumpleaños de 15. Ellas, varias hermanas hormiguitas, se
tomaron un micro y fueron igual. Resultado, al volver se perdieron, lloraron
mucho y tuvieron que llamar por teléfono público a sus padres “hormigos”. La
moraleja consistía en no desobedecer, porque podía suceder algo similar. Este
cuento fue reiteradamente contado por mi abuela, que era una buenaza total,
cada vez que nos cuidaba a Adriana y a mí, si mis padres salían o se ausentaban
por algún motivo. La abuela nos lo contaba cuando estábamos las tres ya en la
cama para dormir. Pobre abuela por más que insistió con su prédica aleccionadora
con dicho cuento ninguna de las nietas mujeres salimos obedientes en esas
lides.
Finalmente, los que
recuerdo haberles contado a mis tres hijos. Uno en especial, fue el de “Polito
“ el pingüinito que vivía: ¡en el Polo Norte! Vivía con su mamá y familia, en
un iglú. Un día, cuando su mamá pingüina tendía la ropa fuera de la vivienda,
Polito se aleja jugando y se pierde. Lo encuentran cazadores de osos y focas
argentinos quiénes deciden traerlo al zoológico de Buenos Aires. Uno de los
cuidadores del zoo, lo vio muy acalorado. Pidió Permiso para llevarlo a su casa
y lo obtuvo. Junto a sus hijos, decidieron poner al pingüinito en la heladera
para que siempre estuviese con frío. Pero Polito seguía ¡taaan triste!, lloraba
reclamando a su mamá. La familia debió pensar en otra alternativa pese a que se
habían encariñado mutuamente. Finalmente, lo devolvieron en un avión. Previamente
se despidieron con mucha tristeza sus “dueños” de Buenos Aires y se saludaban
con manos alzadas cuando Polito abordaba adentro de una heladera con puerta de
vidrio, hacia su querido, Polo Norte. Luego de varias peripecias, ayudado por
otros animalitos propios de ese polo, se reencuentra con su casa y familia. Prometió
a su mamá, no alejarse nunca más de su iglú.
Lo tuve que contar tantas veces que perdí la
cuenta porque a mi hija mayor y a mi hijo varón les fascinaba, tanto, como
varios años después a mi hija menor. Se los relataba con ademanes y
onomatopeyas que simulaban risas, llantos, etcétera. Me han hecho prometer que
se los contaré a mis nietitas cuando crezcan.
¡Hmm, medio moraleja
como la Abuela María! Me divierte advertir esa similitud.
Otros que recuerdo
haber relatado a mis hijos, era el de los tres chanchitos y el lobo feroz. Lo
modifiqué para quitarle crueldad, contando que el lobo, no se quemaba mucho al
entrar por la chimenea de la casa de ladrillos del chanchito llamado “Práctico”.
Les contaba que, cuando se quemó, fue solo un poquito. Los chanchitos lo
auxiliaban y le vendaban su cola haciéndole prometer que nunca más intentaría
comerse a los cerditos. Casi del mismo modo reformé el famoso de Caperucita
Roja. El lobo nunca se comió a la abuelita, llegaba el leñador inmediatamente y
junto a Caperucita reprendían al lobo que hacía la promesa de no atacar más a
nadie. Insisto en remarcar que todos eran dichos con sonidos, gestos, voces
correspondientes a cada personaje tal como los imaginaba o los había visto en
dibujos animados en alguna oportunidad. Por televisión no se pasaban mucho o
nada, esos cuentos alrededor de la década del 80.
Solo puedo escribir
retazos de esos cuentos, porque es hasta dónde llegan mis recuerdos. La memoria
quizás por razones insondables hoy es selectiva.
Siento inmensa satisfacción al escribir este
relato que me retrotrae a otros tiempos ya muy lejanos.
Hermosos recuerdos, mis padres no nos contaban cuentos, cuando apenas podíamos leer nos compraban cuentos y nos acostumbrábamos a leer un poco todas las noches antes de dormir, costumbre que aún conservo. Yo sí le contaba cuentos a mis hijos, algunos inventados y otros que recordaba de haberlos leído, también versos infantiles y cantos que había escuchado en mi infancia y sobre todo de una tía y que jamás olvidé. Ahora les canto a mis nietos que ya son nueve....Son muy lindos recuerdos para atesorar.
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