José Mario Lombardo
En el año 1963,
el Ejército, la Marina y la Aeronáutica andaban lidiando con algunas
diferencias de opinión que, al final, terminarían mal.
Estaban por un
lado los “Azules”, integrados por casi todo el Ejército, que (según ellos) eran
un poco más democráticos; y por el otro lado, la Marina y la Aeronáutica, con
alguna pequeña fracción del Ejército se hacían llamar “Colorados” y estos (según
sus manifestaciones) no eran para nada democráticos.
Los “Azules” se
alineaban tras las ideas del general Onganía, mientras que, las filas
“Coloradas”, seguían al almirante Rojas, (de vasta experiencia) y a un general
retirado del Ejército de dos apellidos: Toranzo Montero, con sus buenos
antecedentes guerreros.
El 2 de marzo de
1963 llegamos a nuestro destino de colimbas: el Batallón de Comunicaciones
Comando con asiento en City Bell, un lugar muy cercano a la ciudad de La Plata.
Allí, con mis compañeros de milicia, participaríamos de una situación
inesperada, pues aquellas diferencias entre “Azules” y “Colorados” se
dirimieron en el campo del honor, exponiendo no ya las humanidades de los
directos interesados, sino las nuestras, que éramos ni más ni menos que
aquellos ciudadanos de la “clase 42”, que recién habíamos llegado “a cumplir
con nuestro deber”.
Fue un mes
después de nuestro arribo: en la mañana del 2 de abril, reunida toda la
compañía en la cuadra del cuartel, nos hicieron vestir con ropa de fajina, borceguíes,
bolsa de rancho, casco y nos entregaron el fusil y un cargador con municiones.
Salimos de la
cuadra en formación, al trote y hacia los fondos del cuartel. Allí, había un
bosque de eucaliptus donde diariamente realizábamos nuestro período de
instrucción. Por el camino, pudimos ver como algunos aviones sobrevolaban el
lugar a muy baja altura, mientras se notaban confusos movimientos por todo el
batallón.
No todo estaba
en su lugar. Aquella no era la rutina de todos los días.
Bajo los
árboles, observando extraños movimientos y sin saber que ocurría realmente,
pasamos el resto de la mañana mirando las inquietantes evoluciones de ese avión
que pasaba rozando los eucaliptus.
Terminamos de
almorzar un guiso de arroz que era casi una sopa y, luego de enjuagar los
cubiertos en un arroyo que teníamos cerca, nos quedamos adormecidos al pié de los
grandes árboles.
De pronto, la
improvisada siesta se interrumpió: un ruido como a tela que se desgarra seguido
de una especie de golpe sordo que parecía el impacto de un gran pisón sobre el
suelo, fue como una orden para que se desatara el temporal.
Un subteniente
de nuestra compañía, apareció a la carrera pistola en mano, saltando el tronco
de un árbol caído. El avión pasó más rasante que nunca sobre nuestras cabezas.
Se escuchó un tableteo de ametralladoras. Y nuestro subteniente dio la orden:
¡Todos a City Bell!
Fue una
desbandada total. Corríamos como nos habían enseñado, un tanto agachados y en
sig-sag y nos escudábamos en los árboles, buscando apresuradamente el alambrado
que nos separaba del pueblo.
Mientras
corríamos, sentíamos el silbido de las balas. De pronto, otra vez volvió a
repetirse aquel sonido de un gran pisón impactando sobre la tierra: había caído
una bomba en la caballeriza.
El alambrado que
limitaba el cuartel era un viejo cerco de siete hilos que estaba bastante
flojo, de manera que logramos saltarlo sin inconvenientes. Más allá, podríamos
guarecernos por el interior de las manzanas, entre los patios de las viviendas,
los gallineros. Todo por hacernos invisibles a ese avión que se dirigía
sabiamente hacia el enemigo que se escondía. Ese avión que siempre nos
apuntaba. Que siempre nos amenazaba. Que semejaba un temible péndulo flotando
sobre nuestras cabezas.
Y mientras
tanto, se escuchaba el sonido de aquella tormenta inesperada. El temor a lo
invisible. Los disparos. Era un caos.
El disparo y el
posterior silbido del proyectil no son para nada agradables. No se ve nada: se
escucha. No se sabe si va dirigido hacia este o aquél. Quien lo dispara
posiblemente sabe su destino, quien lo recibe no sabe nada. Pero: ¿A quién
dispararle?, y ellos ¿Hacia dónde apuntaban?
Y no sabíamos
nada de nada. Algunos fuimos guarecidos en casas vecinas. A otros, que fueron
capturados, se les retiró el percutor del fusil y fueron agrupados en la plaza,
mientras algunos caminaron por la ruta rumbo hacia Buenos Aires o La Plata.
Toda la tarde se
escuchó el seco ruido de los disparos en la ciudad de City Bell.
Cuando caía la
tarde volvió la calma y entonces pudimos regresar al cuartel. Caminamos
lentamente en fila india, mientras otros soldados como nosotros, formaban una
especie de guardia de honor en ambas veredas. No podíamos distinguir entre los
nuestros y los “otros”. En realidad, todo parecía lo mismo.
La toma del
cuartel la llevó a cabo la infantería de marina y por la noche ya se habían
retirado. En el cuartel quedamos unos pocos. A la mayoría se les dio una
licencia de unos diez días.
Al día siguiente
pudimos ver los resultados de aquella insensatez: edificios averiados, el pozo
de la bomba en la caballeriza, algún carro blindado abandonado y una bomba que
no explotó y quedó varios meses clavada en el borde de la plaza de armas,
frente al comedor.
No nos enteramos
si hubo heridos en City Bell. Después, con el tiempo, supimos de los muertos y
heridos en Magdalena en aquel triste episodio del 2 de abril de 1963. Según
algunos datos aportados por el diario “Clarín” hubo un total de 24 muertos y 87
heridos y solo en Magdalena, donde se desarrollaron las acciones más violentas,
se registraron nueve soldados muertos y 22 heridos.
Ahora, pasado el
tiempo, ya sabemos el resto de la historia: Aquella sublevación “colorada” del
2 de abril, había pretendido derrocar al presidente Guido y remplazarlo por el
general Benjamín Menéndez, movimiento que fue abortado por las tropas “azules”
que en su mayoría pertenecían al Ejército.
En octubre del
63, fue electo presidente el doctor Arturo Illia.
Y tres
años después, el general Onganía, “el democrático”, “el azul”, se metió en la
Casa de Gobierno, echó al presidente porque se sentía el dueño de la verdad y,
de paso, en una noche aciaga de aquel 66 entró en la Universidad para desalojar
violentamente a quienes se atrevieron a poner en duda, que fuesen los bastones
largos los dueños de la razón.
Muy impresionante tu relato, me imagino qué momentos que habrás pasado. Realmente impresionante.
ResponderEliminarNoemí Peralta