Lidia Cieri
El vidrio de la ventana de la habitación de mis padres era mi conexión
con el exterior. En esos días de convalecencia por una enfermedad complicada,
hace sesenta años, veía mi barrio con calles de tierra y zanjas que los adultos
limpiaban periódicamente.
Era el barrio San Francisquito, que, creo recordar, estaba ya formado a
finales de la década del 50 y pegadito a Bella Vista.
Faltaban pocos días para la celebración de San Pedro y San Pablo. Desde
mi observatorio veía pasar a José y sus amigos con las ramas secas que apilaban
en el terreno baldío de la cuadra. Era el líder de esa barrita infantil. Sus
travesuras le valieron más de un coscorrón de su madre. Los demás lo seguían
sin discutir. ¡Claro! Tenía dos o tres años más que los otros. ¡Era grande!
Crecía y crecía la cantidad de ramas y la protegían haciendo guardias
durante el día. Pero en algún momento, durante la hora del almuerzo o la
merienda, quedaba un rato sin vigías. Entonces, ahí aparecía Rolo con los chicos
de dos cuadras más allá y sigilosamente llevaban a rastras el montón de ramas a
su propio baldío.
¡Madre mía! Nadie se quedaba con la sangre en el ojo. Las ramas iban y
venían varias veces y recuerdo que un día yo estaba mirando, cuando los dos
capitanes se encontraron y se dieron una histórica paliza entre los cimientos
de la nueva casa que se estaba construyendo. Creo que algún adulto paró la cosa
y tal vez hayan conquistado un mamporro tranquilizador.
Pero llegó el día de la celebración y las dos piras tenían muchas ramas.
No se sabía quién las había recogido. ¡Estaban tan mezcladas! Pero estaban. Y
las hogueras iluminaron el barrio al atardecer. Las nenas no teníamos
participación activa en la ceremonia. Solo éramos admiradas espectadoras. Abrí
un poco la ventana y empecé a sentir el aroma a camote asado. Significaba que
ya solo quedaban las brasas y era el final de la fiesta.
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