Hugo Romano
Contame un cuento. Más que un cuento,
tiene que ser una historia propia, que hayamos vivido en persona y por qué no
la voy a contar.
Mi viejo tenía un almacén, esos de
barrio, bien barrio, la famosa “Tablada”, hoy barrio General San Martín.
Vendíamos de todo, desde pinturas para uñas, platos de losa, vasijas de
aluminio, “aserrín, aserrán”; ah, no eso era una canción; maíz, granza, aceite,
creolina y flit sueltos y el famoso
kerosene, para las cocinas y estufas. Escaseaba, no sé si no había o lo
retenían. Era muy chico para preocuparme por esas cosas, lo que sí, cuando
llegaba el mionca, ahí si me
preocupaba. ¿Por qué? Sencillamente, porque era el encargado de despacharlo con
la medida de cinco litros. ¡Qué lio se armaba cuando me pedían uno o dos litros!
El embudo no era el adecuado, se desparramaba un poco si no lo hacía con mucho
cuidado y, como de este había poco, porque estaba siempre apurado para ir a
jugar con los del rioba. A echar
aserrín, que absorba, y luego a barrer. ¿Vieron? Ahora se quejan del gas: que
si es caro, que si no tiene suficientes calorías, el precio, etcétera. ¿Y
antes?
Me acuerdo también que vendíamos, vieron
que hablo en primera persona, porque yo también despachaba, aunque
sinceramente, no por mi voluntad, pero había que conseguir, más que conseguir,
ganarse el tiempo para poder salir, zapatillas Pampero y Boyero. Ahora, si no
son Adidas, Nike, se trauman, ja, ja. Gracias que no andábamos en pata.
Teníamos Alpargatas con suela de hilo sisal para jugar a las bochas, etcétera,
etcétera. ¿Variada la oferta no?
Eso sí, cuando mi viejo vendía creolina
o flit, se lavaba las manos; porque,
me decía, “no podemos despachar el azúcar, refinada –que era la que tenía
terrones– o molida, harina, fideos, arvejas partidas, queso rallado en el
momento, sin lavarnos las manos”. Como se dice, era “todo un señorito inglés”.
Tengo, entre otros recuerdos grabados a
fuego, que casi todo se envolvía en papel estraza gris, se hacían los rulos con
ambas manos y, luego, se lo hacía girar de las puntas y quedaba cerrado
perfectamente. Algunos productos se envolvían en bolsitas, como el kilo de
azúcar. La cuestión era de costo, el papel estraza era muy económico.
Me toca en una ocasión atender a una
persona mayor, que me pide: “Dame mesu kilo de caraculito”. “No le entiendo, ¿qué
desea?”. “Mesu kilo de caraculito, ma no me capisco”. Ya esta segunda vez, lo
hace en otro tono. Le pregunto a mi padre: “¿Que dice esta vieja? No entiendo
nada”. Él me contesta: “Dale medio kilo de fideos caracolitos”. Y yo digo: “¿Pero
no puede ser más clara?”, a lo que él responde: “No, no puede, seguí y no
busques problemas”.
En otras ocasiones, me pedían, 200
gramos de azúcar impalpable, 500 gramos de harina, 320 de azúcar molida, etcétera,
etcétera. En algunas ocasiones, le decía: “¿No quiere que prenda el horno y le
doy la torta hecha?”. Y por respuesta recibía: “Qué querés, en casa no hay
balanza”. El tema era que para envolver esas cantidades, me volvía loco
cortando los papeles, para no derrochar o quedarme corto.
Hoy todo es envasado, pero…
Pero no todo cambia tanto. Algunas cosas
se repiten, posiblemente con otro nombre, pero en su esencia es lo mismo.
Antes también existía el plástico, solo que era de cartulinas sus
tapas y de papel en su interior, la famosa: “Libreta de Almacenero”. Una la
tenía el cliente y otra quedaba en el negocio. Se anotaba lo que gastabas en
ambas y cuando podías pagabas el consumo. En eso sí, hay una diferencia, no
existía el cobro de intereses. Cobrabas el 5, pagabas el 5, cobrabas el 15,
pagabas el 15. En una oportunidad, que no recuerdo los detalles, si eran los
maestros o los jubilados, estuvieron casi tres meses sin cobrar, y a los tres
meses venían a pagar. La palabra valía más que la firma.
Quiero recordar algo que creo inédito,
pero puede servir para amenizar el relato o para situar en esa época a los que
la vivieron.
La cama matrimonial de mi casa era con
la base de elástico y el colchón de lana. Cada tanto venía un señor, el
colchonero, que lo descosía, lo vaciaba, escardaba la lana, y lo volvía a
rellenar y coser. Por lo tanto, lo que quiero expresar era que no tenía el sommier. Pero en casa, para envidia de
todos, quiero comunicar, que si lo teníamos.
¿Recuerdan cuando escaseaba el azúcar?
Mi padre en ese entonces, por ejemplo recibía tres bolsas, ponía a la venta una
y guardaba dos; o recibía cinco, ponía a la venta tres y guardaba dos. ¿Lo que
se dice, un acopiador? No, en lo más mínimo. Lo hacía para que a “los clientes”
nunca les faltara. Pero mi casa tenía un solo dormitorio, un comedor, cocina,
baño y patio. Existía el famoso “Agio” un órgano de “control”, que podía pasar
a revisar el negocio. Cuando se ponían en venta las “recibidas”, se formaban
largas colas, no exagero, de media cuadra. Una vez fui a llevar un pedido y me
revisaron, porque decían que me llevaba la preciada azúcar y, al regreso, no me
dejaban entrar porque decían que era un colado. La gran mayoría no eran
clientes habituales.
¿Pero qué tiene que ver la cama con el
azúcar? Había que esconderla por si revisaban, pero no había lugar dónde
guardarla. Por eso mi padre, hizo el primer sommier
artesanal, escondía bolsas debajo de la cama. Sobre la misma se emparejaba con
sábanas o lo que fuera, se ponía el elástico y sobre el mismo el colchón. Mi
madre le decía: “Vos estás loco”. Pero la respuesta era: “A los clientes, no
les puede faltar. Es por poco tiempo”.
Por supuesto mi vieja también atendía.
Cuando se juntaban muchos clientes, mi viejo abría la puerta del patio y emitía
un silbido, esa era la señal de que fuera a colaborar. Aunque a juicio de ser
justo, la espera de los clientes no era aburrida, siempre había alguno que
empezaba con los cuentos o con los chismes, casi diría que nos copiaron el
formato, los actuales programas, como por ejemplo “Infama”, y el tiempo pasaba
rápido. No era tan costoso como el actual o no todo se cuantificaba. Más bien,
se disfrutaba.
Entre los dos, Arturo y Teresita, tales
los nombres de mis padres, se atendía la empresa unipersonal, hoy diríamos, un
monotributista más; y, por supuesto, se les hacía más fácil con mi cooperación
obligatoria.
Mi vieja tenía un carácter, que mamita.
Hoy, estaría presa por maltrato; nada de malas palabras, ante una orden a
cumplirla, de los estudios ni hablemos. Había estudiado hasta sexto grado, pero
cuando en primer año de la facultad estudié logaritmo, ella ya lo había dado. Tenía que tener cuidado porque ante
la primer falla, volaba algún diente de leche. Bueno, no era para tanto.
Tan es así, que todos los años, para San
Pedro y San Pablo, en la cuadra que éramos muchísimos, lo celebrábamos con la
famosa fogata. Yo no sabía el porqué de la celebración, ni los otros, ni nos
importaba. Lo esencialmente importante era que una vez terminada la ceremonia
íbamos a cocinar los camotes a las brasas. ¡Que exquisitos! Sería para tanto la
exquisitez o eran las peripecias que habíamos hecho para lograr ese fin. No hay
dudas de que esta última es la respuesta justa.
Una vez, hicimos la fogata en la esquina
de casa, que tenía una parte de tierra. Como siempre, había que juntar días
antes las ramas, guardarlas para que no nos la robasen otros grupos y el
preparativo, haciendo el muñeco para rellenarlo con sal, sin saber tampoco el
significado, contando siempre con la complicidad y ayuda de alguna madre. El
día anterior había llovido y se formaron algunos charcos.
Estábamos preocupados porque las ramas
podrían estar mojadas y se nos aguara el festejo. Cosa que no ocurrió.
En lo mejor, ya prendido, saltábamos,
corríamos alrededor, acomodando las ramas que se iban cayendo a medida que se
prendían, meto la pata en un charco y zas, zapatos, medias, pantalón cortito –los
largos era una ceremonia que generalmente se cumplía para Papá Noel a los once
o doce años– y camisa. Nada se salvó de los recuerdos amarronados que se
dibujaban en mi persona.
Pensé quedarme así, pero no daba. Tenía
que entrar a limpiarme, pero allí estaba la mami y la decisión tenía que
tomarla yo. Pensé: “Me quedo así”. Pero, al mover la vista, ella estaba tiesa
observando el espectáculo. Yo parecía los de la hinchada de Camerún, que
hicieron famosas las tiras de un mundial; y la mami, Don Fierro, el de la otra
tira de los diarios. La decisión se acercaba, vi que no tenía nada que decidir,
la tomó otro por mí; y, así, raudamente, digamos, casi sin pisar el piso, fui derechito
al baño.
¡Que fracaso! Cuando salí del baño todo
limpito y cambiadito, ni siquiera tuve el tupé de preguntar si la celebración
de San Pedro y San Pablo había pasado. Con la mirada entendí, y a buen entendedor
pocas palabras, que ese día no comía los camotes asados.
¿Que se conmemora el 29 de junio? Es el
martirio de Simón Pedro y Pablo de Tarso. Bueno, ese día, tuve mi martirio y me
lo quise conmemorar yo mismo.
(*) Escrito
en abril 2014, con arreglos en abril de 2017
Muy buenoa Hugo.
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