Hugo Romano
Comencé la secundaria, en la Escuela de
Comercio “General Manuel Belgrano”, de calle Entre Ríos y La Paz, turno tarde;
ya que por la mañana funcionaba la Escuela de Magisterio “Mariano Moreno”,
ambas solo de varones.
Para llegar desde mi casa, caminábamos
cuatro cuadras hasta la Avenida San Martín y Ayolas. Allí, me subía a alguna de
las líneas de tranvía que circulaban, que eran el número siete, el ocho y el
dieciocho, que nos dejaban en la puerta. Tomaban por Ayolas hasta Entre Ríos, y
por esta hacia el norte. El número siete seguía por Avenida Pellegrini hacia el
oeste para ir al parque de la Independencia, al cementerio El Salvador y
doblaba por calle Ovidio Lagos para llegar hasta la estación terminal de trenes
Rosario Norte.
Las líneas ocho y dieciocho iban el centro,
siguiendo calle Entre Ríos al norte. Según su recorrido, el motorman debía
cambiar el destino de las vías, para lo cual se bajaba con una varilla de
hierro y cambiaba mecánicamente el lugar de las vías. Lo mismo se hacía en esos
tiempos, con los trenes cuando hacían maniobras para dejar o recoger un vagón,
principalmente cuando eran de carga.
Esos coches se conducían de ambas puntas. Se
ponía una llave cerca de los comandos que era la que habilitaba el manejo de
esa punta y viceversa. Estos no eran más de tres. Uno para acelerar, el otro
para frenar y tenía un tercero que era un freno de mayor poder. Al circular
sobre vías de metal y siendo las ruedas del mismo material, la adherencia era escasa,
por lo que debía tener mucho cuidado con la velocidad o cuando algún imprudente
se ubicaba sobre las vías e interrumpía el recorrido.
Cuando cambiaban de lugar de conducción, los
asientos de madera se revertían.
Tenía en ambas puntas una cuerda que hacía
que un martillo pegara sobre una campana y así se comunicaba el guarda con el motorman
para que parara o siguiera. Una campanada indicaba que parara en la próxima esquina
y dos campanadas eran para que arrancara.
Tomábamos siempre el mismo horario y de
hecho, salvo por vacaciones o enfermedad, los guardas eran los mismos.
Nosotros, con el correspondiente permiso, activábamos la campanilla de parada o
de comienzo de marcha.
Generalmente, esperaban que subieran los
pasajeros en las distintas esquinas y comenzaba a cobrar el boleto pasadas
varias cuadras. El cobro se efectuaba a través de una boletera metálica donde
se asomaban los boletos de distintos colores, según el precio atento al
recorrido. Tanto el chofer como el guarda iban identificados con trajes de
color gris y gorra del mismo color. También cada tanto subía el inspector,
igualmente identificado, y pedía a cada pasajero el boleto, verificaba su
autenticidad, es decir si correspondía a la serie que previamente le había
informado el guarda, y procedía a picarlo con un sacabocado.
Cuando el cobro se atrasaba en demasía y
llegábamos a la calle, por ejemplo Rueda o Virasoro, nos largábamos en marcha y
llegábamos a la escuela caminando las restantes cinco o seis cuadras. Creo que
uno de los guardas lo hacía adrede, aunque esto no lo tengo confirmado, pero
siempre empezaba a cobrar pasadas varias cuadras. Otro no, ya que cuando veía
que nos habíamos bajado antes, en la próxima oportunidad nos cobraba primero.
Eso nos permitía ahorrar el dinero que luego
gastábamos en el quiosco que había en el segundo piso, comiendo un suculento
sándwich de jamón y queso o jugando al metegol en la esquina de Corrientes y
Viamonte, a la salida o cuando nos hacíamos la chupina.
Este hermoso y recordado medio de transporte
fue reemplazado, primero por unos colectivos de color verde, que llegaron a
través de un negocio, para ser prudente, de un empresario porteño llamado
Armando. La suspensión, horrible, los asientos tapizados más duros que los de
madera, duraron lo que dura un suspiro entre las manos. En los años 1962 o 1963
fueron reemplazados por los actuales trolebuses.
Los partidos de futbol de primera se jugaban
todos sin excepción, los días domingos. Los escuchábamos en el barrio por radio
con el mejor relator, Fioravanti, cuando de otra cancha lo llamaban “Atento,
Fioravanti” era para anunciar un gol y si se escuchaba “Atención, Fioravanti”
para dar otra información. Si se suspendía por lluvia, se jugaba el lunes o el
martes, según si el tiempo lo permitía. Las pelotas eran de cuero y, cuando
llovía, se cargaban de agua, cambiaban de peso sustancialmente y, por supuesto,
no picaban.
En una ocasión, estando en quinto año, es
decir el último, se pasa un partido de Newell’s al día lunes y, estando bien
clasificado, era una pena perdérselo. Si la memoria no me falla, más de la
mitad de cuarto y quinto año estábamos viendo el partido, por supuesto en el
horario de clase. El jefe de Preceptores era el querido señor Ibañez, conocedor
de los comportamientos, nos esperaba en la puerta de la escuela cuando
regresábamos. No era que íbamos a entrar a clase, sino que pasábamos por la
misma para ver las novedades con los que habían asistido, por si nuestros
padres nos preguntaban sobre cómo había sido el día. Recuerdo como si fuera hoy,
nos decía “la próxima vez, llamo personalmente a cada uno de los padres”, cosa
que nunca hacía. Era muy tentador estar a pocas cuadras y no ver los partidos
suspendidos, ya que no se cobraba entrada, porque ya se habían vendido para el
domingo y al ser el lunes, día laborable, casi no había público y dejaban la
puerta abierta. Creo que los medios justificaban el fin, ver gratis un partido
de primera.
Las otras chupinas eran para ir al cine “Sol
de Mayo”, en Avenida Pellegrini y Corrientes. Era continuado, uno entraba en
cualquier hora, por supuesto, después de las dos de la tarde que abría sus
puertas, pagando la entrada correspondiente. En la sala había un quiosco que
vendía bebidas y sándwiches y también se permitía fumar. No obstante, estas
cosas que uno recuerda, eran esporádicas. Disciplina dentro de la escuela había
y se hacía respetar.
El jefe de preceptores, al cual me referí
antes, cuando había un problema en algún aula, a la hora de salida nos hacía
formar y estábamos media hora más parados cumpliendo la penitencia.
Esta escuela pública tenía un gimnasio con
piso de madera para jugar al básquet, vóley, etcétera, y una pileta de natación
cubierta, calefaccionada.
Recuerdo que teníamos un profesor, al cual
todos lo recordamos cuando nos reunimos. El primer día de clase en primer año, entró
al aula, escribió en el pizarrón su nombre, Jorge Bessio, y dijo: “Para que
sepan quién es su profesor de historia y no estén preguntando cómo se llamaba
ese profe”. En quinto año lo tuve como profesor de Derecho Comercial, llevaba
un puntero de madera. Caminaba entre los pupitres e iba tocando con el puntero
la cabeza de algún alumno. Eso significaba que el que salía sorteado debía
seguir con lo que expresaba el anterior; es decir, no había forma de estar desatento.
Cuando no sabías, pasabas al frente, te decía “no estudiooooo, saque cola” y
nos pegaba con el puntero. No pegaba, solo te tocaba y te ponía el
correspondiente cero. Aceptaba una excusa por trimestre, que se la tenía que
decir al comienzo de la clase, en ese caso no te preguntaba nada, pero solo una
por trimestre. En una ocasión, un alumno le fue a decir que no había podido
preparar la clase, se fija en la libreta que llevaba y le dice:
—Pero usted ya me pidió hace dos semanas.
—Sí, pero es por este caso especial que le
comenté- le dice el alumno,
—Disculpe, es una sola por trimestre, tiene
un cero. Se hubiera callado y a lo mejor yo no le preguntaba nada, pero usted
sólo se delató. A confesión de parte, relevo de prueba.
Siempre entraba al aula al minuto de tocar
el timbre. En una ocasión estábamos discutiendo sobre el viaje de estudio y uno
del curso le pidió permiso para terminar el tema que se trataba, donde se
decidía que profe nos acompañaba, diciéndole:
“¿Señor, nos da diez minutos para terminar el tema y votar?”, lo cual fue
concedido. A los diez minutos estábamos en plena discusión y dijo: “Bueno
empezamos la clase del día de hoy”; para lo cual alguien del curso le dice “falta
poco profesor, terminamos de discutir y luego votamos, es un rato más”. Su
respuesta fue:
“Me pidieron diez minutos y se los concedí,
hubieran pedido más o la clase completa y se las hubiera otorgado, pero hay que
cumplir con lo acordado. Comienza la clase”. “Profesor, le pedimos por favor
que lo que escuchó no lo comente”, a lo cual respondió: “me lo hubiesen pedido
al comienzo, y yo optaba por escuchar y comprometerme a no comentar o me
hubiese retirado para no escuchar, pero ahora soy libre de actuar como quiera
porque no asumí ningún compromiso previo”.
Ese profesor, fue luego vicedirector. Los docentes
estaban en la sala de profesores y, al tocar el timbre, iban a sus respectivas
aulas. Algunos siempre tenían algo que comentar y llegaban a las aulas cinco o
diez minutos después del timbre. Observó esa situación los primeros tres días,
al cuarto se paró delante de todos y con vos firme les dijo: “Señores
profesores ha sonado el timbre, lo que indica que deben estar entrando en las
aulas ahora y lo que tengan que comentar lo hagan fuera del horario de clase”.
Todos se miraron; pero entendieron el mensaje. Unas semanas atrás había sido su
compañero, pero ahora había cambiado de función y debía hacerla cumplir. Una
vez escuché lo siguiente: “Un jefe les dijo a sus subordinados: me despido de
ustedes compañeros, he sido nombrado su jefe”.
Hace más de treinta años que nos reunimos los de
quinto y no se percibe a ningún compañero estigmatizado por vivir estas
experiencias; al contrario, lo recordamos como uno de los mejores profesores.
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