lunes, 29 de mayo de 2017

El heladero

Graciela Cucurella

Con mis amigas del barrio, jugábamos en la vereda como era costumbre en las tardes de verano.
Los juegos eran variados, como ser “El gallito ciego”, “Zapatitos de charol”, “Buenos días, su señoría, mantanteru leru la” o la payana. Este último se jugaba con carozos de damasco y consistía en levantar del piso cinco carozos, de a uno por vez, y sostenerlos en la mano sin que se cayeran.
También hacíamos rondas y cantábamos, como por ejemplo, “Mambrú se fue a la guerra”, “La paloma blanca”, “¿El lobo está?”, “Arroz con leche”, “La farolera”. Además jugábamos a las escondidas y a “La popa mancha”, juegos que aún los niños y niñas juegan.
Entre risas y alegrías, se escuchó a lo lejos el sonido de la cornetita de don Sorbetti… ¡Qué alegría! “¡El heladero!”, gritábamos. Don Sorbetti venía en su jardinera de techo de lona blanca, tirada por un caballo que caminaba muy lento.
Al escuchar la cornetita del heladero, corríamos hasta nuestra casa a pedirle a mamá que nos diera los cinco centavos que costaba el helado, siempre y cuando nos hubiésemos portado bien. De lo contrario, ni lo pedíamos ya que sabíamos la respuesta.
Una vez que teníamos los cinco centavos en la mano, nos acercábamos al carrito haciendo cola, pensando qué gusto íbamos a pedir. No había mucho que pensar, porque eran solo cuatro: limón y frutilla que eran al agua, y chocolate y vainilla. Estos últimos mis eran preferidos.
Don Sorbetti, con mucha paciencia, tomaba en sus manos un aparato (no sé cómo se llama) y colocaba una tableta rectangular de pasta, como son los cucuruchos de ahora; luego, el gusto de helado elegido y arriba ponía otra tableta como si fuese un sándwich. Por último, lo sacaba de ese aparato y nos los daba.
Con mis amigas saboreábamos el helado y en algunas ocasiones también lo compartíamos con las que no habían conseguido la moneda para comprar el helado. Los padres a veces no disponían de dinero.
Otro recuerdo.
A mi padre le gustaba vestirse bien, se compraba la ropa en el “Coloso”, una sastrería de calle San Martín y Rioja. Justo en la esquina, en donde actualmente hay una casa de electrodomésticos. Él solicitaba un crédito y se compraba la ropa que necesitaba.
Todos los meses religiosamente iba al centro a pagar la cuota de dicho negocio, algunas veces llevaba a mi hermana y otras veces a mí.
Cuando me tocaba ir a mí, lo primero que hacíamos era ir a pagar el crédito; luego, pasábamos por la zapatería Tonza a saludar a mi primo Juancito, que trabajaba en ese negocio. Era un sobrino que mi padre quería mucho.
La zapatería estaba frente al cine “Heraldo”, por lo que luego de conversar y enterarse cómo estaba la familia nos despedíamos y nos dirigíamos al cine.
En el cine hacíamos largas colas antes de entrar para ver “Sucesos Argentinos”, noticiero que informaba todo lo que pasaba en nuestro país y alguna noticia del extranjero. Luego los dibujitos, tales como “Tom y Jerry”, “El pájaro loco”, “El Pato Donald”, “Mickey”, “Pluto”, “El Correcaminos” y el infaltable Charles Chaplin.
A Chaplin yo mucho no lo entendía, porque era cine mudo; pero de ver a mi padre reírse con tantas ganas y disfrutarlo, empezó a gustarme también. Ahora, de grande, es mi preferido, y creo que nadie hasta ahora ha podido igualar al gran Chaplin.
Si la visita al centro coincidía con un jueves, íbamos a calle San Martín antes de llegar a Córdoba, a escuchar la banda sinfónica municipal, a las 18 horas aproximadamente.
La banda interpretaba temas populares conocidos y muy lindos. Nos gustaba mucho escucharlos.
Después nos dirigíamos a la granja Royal, a disfrutar la famosa copa Royal. La Copa era tan grande, tan rica.

Atrás quedaron los recuerdos de los helados tableta, que nos preparaba don Sorbetti.

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