Graciela Cucurella
Con mis amigas del barrio,
jugábamos en la vereda como era costumbre en las tardes de verano.
Los juegos eran variados,
como ser “El gallito ciego”, “Zapatitos de charol”, “Buenos días, su señoría, mantanteru leru la” o la payana. Este
último se jugaba con carozos de damasco y consistía en levantar del piso cinco
carozos, de a uno por vez, y sostenerlos en la mano sin que se cayeran.
También hacíamos rondas y
cantábamos, como por ejemplo, “Mambrú se fue a la guerra”, “La paloma blanca”, “¿El
lobo está?”, “Arroz con leche”, “La farolera”. Además jugábamos a las
escondidas y a “La popa mancha”, juegos que aún los niños y niñas juegan.
Entre risas y alegrías, se
escuchó a lo lejos el sonido de la cornetita de don Sorbetti… ¡Qué alegría! “¡El
heladero!”, gritábamos. Don Sorbetti venía en su jardinera de techo de lona
blanca, tirada por un caballo que caminaba muy lento.
Al escuchar la cornetita
del heladero, corríamos hasta nuestra casa a pedirle a mamá que nos diera los
cinco centavos que costaba el helado, siempre y cuando nos hubiésemos portado
bien. De lo contrario, ni lo pedíamos ya que sabíamos la respuesta.
Una vez que teníamos los
cinco centavos en la mano, nos acercábamos al carrito haciendo cola, pensando
qué gusto íbamos a pedir. No había mucho que pensar, porque eran solo cuatro:
limón y frutilla que eran al agua, y chocolate y vainilla. Estos últimos mis eran
preferidos.
Don Sorbetti, con mucha
paciencia, tomaba en sus manos un aparato (no sé cómo se llama) y colocaba una
tableta rectangular de pasta, como son los cucuruchos de ahora; luego, el gusto
de helado elegido y arriba ponía otra tableta como si fuese un sándwich. Por
último, lo sacaba de ese aparato y nos los daba.
Con mis amigas saboreábamos
el helado y en algunas ocasiones también lo compartíamos con las que no habían
conseguido la moneda para comprar el helado. Los padres a veces no disponían de
dinero.
Otro recuerdo.
A mi padre le gustaba
vestirse bien, se compraba la ropa en el “Coloso”, una sastrería de calle San
Martín y Rioja. Justo en la esquina, en donde actualmente hay una casa de
electrodomésticos. Él solicitaba un crédito y se compraba la ropa que
necesitaba.
Todos los meses
religiosamente iba al centro a pagar la cuota de dicho negocio, algunas veces
llevaba a mi hermana y otras veces a mí.
Cuando me tocaba ir a mí,
lo primero que hacíamos era ir a pagar el crédito; luego, pasábamos por la
zapatería Tonza a saludar a mi primo Juancito, que trabajaba en ese negocio. Era
un sobrino que mi padre quería mucho.
La zapatería estaba frente
al cine “Heraldo”, por lo que luego de conversar y enterarse cómo estaba la
familia nos despedíamos y nos dirigíamos al cine.
En el cine hacíamos largas
colas antes de entrar para ver “Sucesos Argentinos”, noticiero que informaba
todo lo que pasaba en nuestro país y alguna noticia del extranjero. Luego los
dibujitos, tales como “Tom y Jerry”, “El pájaro loco”, “El Pato Donald”, “Mickey”,
“Pluto”, “El Correcaminos” y el infaltable Charles Chaplin.
A Chaplin yo mucho no lo
entendía, porque era cine mudo; pero de ver a mi padre reírse con tantas ganas
y disfrutarlo, empezó a gustarme también. Ahora, de grande, es mi preferido, y
creo que nadie hasta ahora ha podido igualar al gran Chaplin.
Si la visita al centro
coincidía con un jueves, íbamos a calle San Martín antes de llegar a Córdoba, a
escuchar la banda sinfónica municipal, a las 18 horas aproximadamente.
La banda interpretaba temas
populares conocidos y muy lindos. Nos gustaba mucho escucharlos.
Después nos dirigíamos a la
granja Royal, a disfrutar la famosa copa Royal. La Copa era tan grande, tan
rica.
Atrás quedaron los
recuerdos de los helados tableta, que nos preparaba don Sorbetti.
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