Ana María Rugari
Ya he hablado de Elena de Cruz Alta, la amiga de la infancia de mi
madre. Elena tejía en su casa en una maquina industrial, que era enorme; tenía
pesas y el ovillo estaba en la parte superior y bajaba a las agujas pasando por
un alambre con un ojo en la punta. El ruido era ensordecedor, monótono y
repetitivo. En la parte inferior tenía los pedales. Además de hacer todo el
trabajo de la casa, ella tejía por encargo.
Muchas veces le escribía a mi madre pidiéndole que le comprara lana
industrial en varios colores claros, pero que no faltaran madejas negras. La decisión
en cuanto a los colores se la dejaba a gusto de mamá. Y así en una tarde
soleada de invierno, fuimos a la casa “Piacenza” en calle Buenos Aires casi
esquina Zeballos. Compramos varios kilos de lana y la envolvieron en papel
marrón. Yo la acompañaba pues eran varios bultos y bastante pesados. A fin de
esa semana iríamos a Cruz. Desgraciadamente ese día llovía copiosamente y mamá
envolvió los bultos de a dos en sábanas y, para mayor tranquilidad, para que no
les pasara agua, los envolvió nuevamente con hojas de “La Capital”, que eran
grandes, y las ató. Mamá llevaba el piloto de mi padre que era más largo, y yo
botas y mi capa marrón. Ahora que lo pienso, debimos haber dado todo un
espectáculo. Mamá, cargada con tres bultos grandes y su cartera, y yo con dos
más chicos fuimos a tomar el tranvía a Avenida Pellegrini para ir a la
estación. Llegamos, mamá compró los pasajes y nos quedamos sentadas en un banco
a la espera del tren. El reloj que pendía del techo de la galería marcaba las
nueve y el tren se estaba haciendo esperar. Llegó un poco retrasado a causa de
la lluvia, pero no nos importó... Cuando al fin subimos, nos instalamos en los
asientos y pusimos los bultos en la bandeja de arriba. Antes de arrancar
pasaron algunos vendedores y mamá me compró un paquete de bay biscuit. Por si en algún momento tenía sed, yo había llevado mi
vasito que se estiraba e iría al baño a sacar agua. El vagón estaba semidesierto,
así que con el traqueteo del tren sobre los durmientes me quedé dormida y el
viaje se hizo más corto.
Cuando llegamos a Cruz, ya no llovía. Elena nos estaba esperando. Se rió
bastante cuando nos vio cargadas como dos pordioseras. Al llegar a la casa,
dejamos todo en la habitación de tejido. Ellas abrieron los paquetes y yo me
fui al fondo donde estaba el gallinero, pues Elena me contó que habían nacido
muchos pollitos y patitos. Para mí, ¡eso era el paraíso! Además, tenía una
higuera enorme con ramas bajas, así que pude trepar. Los higos eran chiquitos y
verdes, pues no era la época.
Como el esposo y el hijo estaban trabajando en el campo, la hora del
almuerzo ya había pasado, Elena cocinó en una sartén enorme seis huevos con
lonjas de panceta y las puso sobre rebanadas de pan casero, hecho por ella, a mí
me calentó una taza de leche y ellas tomaron mate. Mi madre no acostumbraba a
tomar mate, pero con tal de charlar con su amiga, tomó mate.
Le estoy muy agradecida a Elena por haberme permitido
entrar en su mundo.
Qué aventura eran los viajes en tren... Cuánta expectativa mientras se lo esperaba y se sentía ese olor tan particular de la estación de trenes. El vasito plegable, las botas y la capa para la lluvia- Cuántos recuerdos me traen. Un abrazo. Me encantó tu relato.
ResponderEliminarEstoy segura que eres mi amiguita del alma, mi amiga y confidente de más de cincuenta años, pero si me equivoco, te agradezco tus palabras pues siento que también lo viviste, gracias, un abrazo
EliminarLa aventura de salir de la ciudad para recalar en un mundo diferente, ya el viaje era especial, el tren parando en todas las localidades a su paso.
ResponderEliminarHoy cierro los ojos e imagino aquellos momentos vividos.
Gracias. Un abrazo.
Gracias Luis, Fueron tan hermosos y difíciles de olvidar los recuerdos de la infancia! Gracias por tus palabras.
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