martes, 23 de abril de 2019

Abuela Nani, un viaje en el tiempo


Gustavo Fernández

“vaya mi gratitud a tu gran enseñanza en este viaje en el tiempo. Gracias, abuela Nani”


Siempre me pregunté por qué en este mundo hay historias que son indudablemente importantes, por eso son escritas; y por qué tantas otras igualmente valiosas quedan en el relato solamente de unos pocos.
Quedan allí, en la repisa de los recuerdos como ese autito de colección de mi niñez, que alguna vez recorrió conmigo tantos caminos de alegría.
Pero quedó ahí. Ni mis hijos quisieron jugar con él y, sin embargo, ahí todavía está, aunque lleno de tierra, esperando por quien quiera compartir una aventura con él.
Y es así, como mi autito, que tantas historias quedan guardadas en el corazón o el cerebro de las personas. sin siquiera ser conocidas. Por eso, viajé en el tiempo para buscar allí los recuerdos de esta gran historia: mi abuela Nani.
En este viaje imaginario mi punto de partida real es aproximadamente 1966. Tengo cinco años y comienzo a descubrir ese maravilloso ángel que Dios puso en mi camino: mi abuela Nani.
De origen irlandés, con una pequeña pero esbelta figura y de cabello blanco ahí estaba ella.
De sonrisa amable, vos suave y caricias de miel.
Siempre dispuesta a cumplir mis pedidos. Desde cocinar las más deliciosas exquisiteces que puedan imaginar, hasta coser con su vieja máquina mi gorro de cocinero o mi bolsita de bolitas de vidrio.
Fue con ella con quien una tarde me subí a su colectivo imaginario y recorrí las calles de tierra de mi pueblo, como si estuviera en un mundo desconocido pero lleno de maravillas, descubriendo a cada paso nuevas sensaciones, nuevas experiencias.
Todavía conservo en mi recuerdo los descansos bajo la sombra de un añoso paraíso, donde ella aprovechaba para llenarme de caricias y contarme cómo funcionaba ese mundo que comenzaba a transitar, desde ese entonces, con la premisa con la cual venía formada: “No aflojes, lucha, se puede, sé feliz”.
El patio de su casa era el más maravilloso parque de diversiones en el cual con hermano y primos jugábamos, cuidando de no pisar sus flores y admirando al estoico abuelo Juan cultivando su quinta.
Poco a poco el tiempo pasaba y, sin embargo, la abuela Nani no envejecía; al menos, en su aspecto, aunque sí recuerdo que comenzaba a quejarse muy sutilmente de sus articulaciones, pienso hoy en artrosis, para lo cual ella todas las mañanas con religiosa tradición horaria inglesa, tomaba dos cucharadas de azúcar con un dedo de vinito tinto.
Pero aun así siempre presente con sus consejos, con sus sabrosas comidas, con sus paseos de ensueño.
Recuerdo un día en el que nos subió a todos sus nietos al tren, en esos años a vapor, y nos llevó a pasar el día de mi tía Beba, que vivía en un pueblo cercano al nuestro. Me parece ver la alegría desbordando de nuestros cuerpos frente a tan increíble aventura, el humo de la locomotora entrando por las ventanillas y su pelo blanco con rodete, que era el faro de su sonriente rostro. Viajar a su lado, cobijados por sus brazos que parecían ser tan largos que nos cubrían a todos. Era el éxtasis total.
Tantos momentos… Vivencias, historias fueron dejando escurrir el tiempo entre nuestros cuerpos y ahí estábamos, preadolescentes y a la carga íbamos. Nani siempre estaba dispuesta para nuestros pedidos. “Abuela, haceme papas fritas chiquitas en grasa”; “arreglame el ruedo de mis pantalones” “¿me compras las cuadraditas de chocolate de la despensa de doña Coati? Y la magia se repetía: allí estaban.
Seguimos transitando el camino y el abu Juan nos dejó. Fue un hombre de salud delicada toda su vida, y a quien Nani cuidó, veneró y atendió toda su vida con ejemplar amor. Por primera vez en mi vida, vi llenarse sus ojos de lágrimas. Solo pude abrazarla y tratar de devolver un pedacito de tanto amor recibido.
Nona Nani se mudó a mi casa, con la aprobación incondicional de toda la familia y otra vez volvíamos a tener más tiempo para compartir. La vida transcurría y unos años más tarde, recuerdo que yo tenía diecisiete, partí para Rosario a la Universidad como decíamos en esos tiempos y transcurridos unos meses, mi madre, hija de Nani, enfermó gravemente.
Ahí, estaba Nani, como siempre, dispuesta a colaborar. ¡Qué digo colaborar! ¡A hacerse cargo de mi casa, con su hija enferma y tres hombres en la casa! Y ya con casi 79 años.
Pero, sin embargo, como tantas otras veces, al pie del cañón. Sin quejas, sin reproches, con esa sonrisa enorme que era un oasis para esos malos momentos que transcurrían. Y los meses pasaban hasta convertirse en años y su cuerpecito siempre erguido parecía no acusar tanto trajinar. No sé cómo hacía, pero hasta tenía tiempo para leer el diario y comentar durante las comidas la actualidad de las noticias. ¡Qué mujer maravillosa!
Vino mi casamiento y ahí estaba Super Nani compartiendo mi alegría; pero como dicen los entendidos la vida es un ying-yang permanente y, al poco tiempo, falleció mi padre luego de una dolorosa y larga enfermedad; y fue ahí donde por primera vez vi a mi Super Nani aflojar más de la cuenta. Al abrazarla, en lágrimas me confesó: “Se fue mi hijo más querido”. Y, como con mi abuelo, solo pude abrazarla con todo el amor del mundo.
Tanta lucha desgasta los guerreros, leí alguna vez por ahí; y que gran verdad. Nani, ya casi 86, mostraba los lógicos embates de los golpes y de los años. Pero siempre con la misma actitud. Sin quejas, sin lamentos.
Mi hermano, quién vivía con mi madre y ella en mi pueblo, al casarse decide que lo mejor para Nani era enviarla a vivir con su otra hija Beba; y allí fue ella con su bolso y con sus años.
Llenó de consejos y recomendaciones a mi hermano antes de partir con respecto al cuidado de mi madre; y, luego, se marchó a su nuevo hogar.
Pasó el tiempo y nació Seba, mi primer hijo y su primer bisnieto, y allí volví a ver a esa esplendorosa señora con su rodete impecable y su dulce sonrisa, que a pesar del paso de los años parecía no cambiar.
Pero en este mundo lo único no permanente es la vida y Super Nani comenzaba a transitar ese camino sin retorno; y fue así cómo un día mi tía Beba me llamó para decirme que, si quería verla antes de partir, fuera a visitarla.
Armé mi bolso con lo imprescindible y raudamente viajé a verla. Al entrar en su habitación, ahí estaba la abuela Nani, en su mundo, creo que muy cerca de las nubes, casi por ascender a su merecido cielo aun esplendoroso su cabello. La abracé y le susurré al oído: “¡Hola abuela!”. Me sonrió tan dulcemente como tantas veces y me pidió su cepillo de pelo. Con una destreza envidiable, acomodó su rodete, devolvió su cepillo y se durmió.
Pocas horas después nos dejó.
Cuando arranqué este relato, lo hice diciendo cuanta historia no ha sido escrita. Si bien pienso a quién podría interesarle, cuál es la trascendencia, me respondo que, para mi Nona Nani fue para mí Napoleón, Sarmiento, Gandhi, Alfonsina o Evita. No por su aporte material o físico, pero sí por el legado inmenso de ¡jamás bajar los brazos, luchar por sus tus ideales y ser feliz! ¿Y qué mejor legado para la historia de este mundo que el de mi Nona Nani?
Gracias, abuela Nani. ¡Te amo!


2 comentarios:

  1. El faro que aún te ilumina el camino, ella siempre presente como antaño, sin claudicar. Hoy la compartes con estos desconocidos que son tus compañeros que al menos por un momento se emocionaron y sintieron cariño por esa abuela. Quizás alguno un atisbo de envidia por lo que representa.
    Gracias por compartir.
    Un abrazo.

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  2. Hola Gustavo , estuve presente en la lectura de tu relato, me hiciste emocionar por las palabras que fuiste narrando , pero mucho más por el sentimiento que manifestaste.
    No conocí a mis abuelas, inmigrantes sufridas que fallecieron pronto. Pero soy abuela y siento un amor inmenso por mis nietos , por momentos, soñaba con que ellos ,alguna vez tengan un recuerdo como el tuyo. Felicitaciones!

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