Ariel Igea
Aquella fría tarde mayo de 1985 regresaba a mi casa de la zona sur de La
Plata, como pasajero del colectivo 307. Hacía mucho frío. Al descender levanté
a tope el cierre de mi campera y coloqué mi bufanda de lana como barbijo. Apenas
dos cuadras me separaban de mi casa. Había sido un día particularmente difícil.
Una agria discusión en términos científicos con mi director de tesis acerca de
la inclusión de un tema en el trabajo que muy pronto debía someter a evaluación
para optar al grado doctoral, me había provocado un desánimo tal vez exagerado.
Para ese entonces, atesoraba dieciséis años como docente universitario y tres
como tesista, suficientes como para encariñarme con mi tarea.
Sabía, más bien intuía, que la noticia que debía darle a mi familia iba a
caer como una bomba. Esa tarde, apenas unas horas antes, había recibido una
llamada telefónica de la petroquímica multinacional con oficinas en avenida Paseo
Colón, Buenos Aires, a la que había asistido por una solicitud de profesional
de mi área un par de semanas antes. Su gerente de Recursos Humanos me citaba al
día siguiente a una entrevista final, luego de haber sorteado las anteriores
etapas selectivas. Me dijo sin ambages que solo quedaba acordar los términos contractuales,
llenar la ficha del legajo y acordar la fecha de ingreso a la institución.
También me dijo que mis servicios serían necesarios en la planta que la
compañía tenía en la histórica ciudad de San Lorenzo, Santa Fe, y que me
proporcionarían un alojamiento en Rosario para la familia.
Apenas abrí la puerta supe que la cosa iba a ser peor de lo imaginado. Silvia,
mi esposa, me hablaba desde la habitación de nuestras hijas donde estaba
cambiando los pañales a Florencia, la menor, a la sazón de seis meses de edad.
“¿A que no sabés que me pasó hoy?”, inquirió con una voz que sonaba alegre
y, sin aguardar respuesta soltó: “Me ascendieron a supervisora de Impuestos”.
“Te felicito”, dije seguramente sin demasiada convicción porque al reunirse
conmigo en la sala de estar de la casa, con la nena en brazos casi refunfuñó: “No
parecés muy contento”.
Desde nuestro casamiento en 1974, Silvia trabajaba en la
sección Rentas de la Municipalidad local y en todos esos años no había recibido
ninguna reconsideración de su jerarquía. ¿Cómo hacía yo para decirle que tenía
una oferta de trabajo que duplicaba mi salario docente y nos liberaba del pago
de alquiler por dos años?
Busqué mi mejor forma de expresión, un lenguaje gestual
que creí ayudaría en la conflictiva situación, pero no tuve éxito como me lo
mostró su respuesta: “¿Vos estuviste tomando o te volviste loco? ¿Justo ahora
me venís con esto?”
Nuestra situación económica era angustiante. El gobierno
de Alfonsín, con sus sucesivos engendros económicos, como el Plan Primavera, el
desagio y otras calamidades por el estilo, habían reducido la capacidad
adquisitiva de mi sueldo de Jefe de Trabajos Prácticos con dedicación exclusiva
a poco más que lo que pagábamos por el alquiler. Para frutilla del postre,
Amelia, la madre de Silvia, se vino a vivir con nosotros al quedar viuda y sin
sustento alguno ya que su marido nunca había aportado nada a la seguridad
social. - “Sé que no es una decisión fácil de tomar” dije
con mi mejor tono de voz, que intentaba mostrar comprensión por su situación
pero ponía en la balanza el futuro de la familia.
“Yo de aquí no me muevo. Andate solo, si querés; y vení a
vernos cuando puedas” fue su tajante respuesta con una mueca que decía más que
las palabras.
“Yo tampoco me quiero ir”, lloriqueó Victoria, nuestra
hija mayor de ocho años. “Tengo todas mis amigas aquí”, agregó
“¿Adónde se mudan?”, rebuznó Amelia, como si ella no se
viera obligada a acompañarnos dado su desamparo. “Yo tengo a mi hermano…” (el
fulano ni siquiera asistió al sepelio de su cuñado, por lo que es fácil
imaginar cuánto le importaba su hermana)
El resto de la tarde, la cena y la noche fueron lo más
parecido a un velorio. Nadie habló y a la mañana siguiente, cuando debíamos partir
cada uno para sus obligaciones los saludos fueron más fríos que el glaciar
Perito Moreno.
Nuestro ingreso a Rosario, dos meses después fue
inenarrable. Llegamos con el tanque de combustible de nuestro Fiat 125
potenciado casi seco. Me detuve para llenarlo en una estación de servicio de bulevar
Oroño sin tener la menor idea de que en Santa Fe la nafta se mezclaba con alcohol
por una reglamentación provincial. El carburador del Fiat se negó a procesar
ese combustible y apenas arrancó el motor se detuvo. Teníamos apenas dos horas
de tiempo para llegar y abrir el departamento que habíamos alquilado en el
barrio Echesortu, ya que el camión de mudanzas nos venía siguiendo. Urgido por
las circunstancias, envié a las nenas, a Silvia y a Amelia a esperarlo;
mientras yo preguntaba por un mecánico que me solucionara el problema.
Cuando finalmente pude acceder a lo que sería mi casa por
los próximos dos años, mis nervios estaban destrozados. Mi rostro debió ser un
espejo de mi alma, porque Silvia y las nenas me proporcionaron un abrazo, un
beso y otras demostraciones de cariño como hacía mucho tiempo no recibía.
Amelia se mantuvo al margen.
Hace ahora treinta y cuatro años que vivimos en Rosario,
Amelia ya no está entre nosotros y tenemos tres nietos rosarinos. Estoy
contando esta historia porque la decisión nos cambió la vida.
La vida te da sorpresas y debe ser el destino que ya teníamos marcado, pero como dicen los franceses: se la vié...
ResponderEliminarMe encantó tu relato.
Un abrazo.
Asi es, los hilos invisibles de la vida nos van llevando, y aunque a veces nos resistamos, la vida nos termina poniendo donde mejor cumpliremos nuestro destino. muy bello relato
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