Mónica Mancini
A pesar de
transitar por diversos ámbitos, con buenas relaciones y múltiples intereses,
quizás por los cambios de provincia o por las particularidades de mi familia, no
lograba encontrar a “la amiga”, aquella con quien compartir los secretos más
osados, los momentos más felices. Nunca hasta entonces había tenido la
oportunidad de gozar de una amistad plena, total. Había abandonado la niñez, la
adolescencia y, si bien tenía muchas amistades, no lograba intimar con nadie
hasta que apareció Lucía.
Jamás escuché
la expresión “amistad a primera vista”, pero en verdad eso fue lo que sentí
cuando la conocí. Ella apareció en mi trabajo aparentando mucha inseguridad,
dispuesta a pagar el famoso derecho de piso, se manejaba con extrema prudencia
y hablaba menos de lo necesario. Inmediatamente, después de nuestra primera
charla decidí protegerla, darle un espacio en ese lugar. Ella sabía cómo
hacerlo, porque había recorrido el mismo camino sorteando con éxito numerosos obstáculos.
Con el tiempo
descubrimos que nos sentíamos muy bien trabajando, que disfrutábamos al hacer
proyectos especiales, creativos. Juntas éramos mucho más que dos como dice el
poeta. En breve incorporamos a nuestras familias y además del trabajo
compartíamos salidas, festejos y hasta unas inolvidables vacaciones en las
sierras.
Nuestras hijas y
nuestros maridos también estrecharon lazos y compartían gustosos las
iniciativas que emprendíamos acompañándonos en concretar diversas propuestas.
Yo quedé embarazada
de mi segunda hija y a los tres meses Lucía dio con alegría la noticia de su
nueva maternidad. Compartimos algo más. Armamos juntas los ajuares de nuestros bebés,
íbamos al obstetra y comentábamos todas las particularidades que nuestra
situación común nos provocaba.
Nació mi beba y
ese verano me fui de vacaciones.
Lucía tuvo el
bebé el día antes de que yo regresara. Cuando llegué de las sierras me enteré
del nacimiento y tuve una extraña sensación, algo urgía dentro de mí que me
obligaba a correr al lugar donde mi amiga estaba internada. Obedeciendo a mi
intuición, sin siquiera abrir los bolsos y dejando a mi pequeña beba, recorrí
con premura las calles que me separaban del sanatorio. Me dirigí sin dudarlo y
sin perder tiempo a la habitación que me habían indicado y grande fue mi
sorpresa cuando encontré a mi amiga sola, solísima en una habitación grande,
blanca y fría. El bebé estaba en la cunita a su lado tan solo como ella… Sospechando
que algo no estaba bien, me acerqué a la cama y consternada vi el rostro de mi
amiga, inundado de alegría, de paz. Al interrogarla solo se sonreía y decía que
la deje soñar… su cara y sus labios eran del mismo color lívidos ambos, al
tocarla percibí que estaba helada y casi rígida, espantada levanté las sábanas
y observé que un gran charco de sangre rondaba su cuerpo como atrapándola en un
destino fatal.
Los hechos
posteriores se sucedieron como cuando se observa una película con imágenes
aceleradas. Correr, gritar, buscar ayuda. La presencia de los médicos no se
hizo esperar, actuaban con rostros preocupados, profesionales, calmándome ya que
no podía contener el llanto al presenciar como Lucía se iba, se alejaba.
Me hice cargo
del bebé que ya reclamaba su alimento, yo podía amamantarlo, mientras Lucía
luchaba por su vida. Se hicieron interminables los minutos que duró la
intervención. Cuando los profesionales terminaron su trabajo, la trajeron a la
habitación semidespierta, ella aún no era consciente de lo que había vivido.
Inmediatamente le hicieron varias transfusiones de sangre y de a poco se fue
recuperando.
Ese hecho nos
unió aún más. Nuestras vidas se enlazaron de un modo definitivo. Fue entonces
cuando encontré la respuesta a esa pulsión que me había sorprendido al tener el
primer encuentro con mi amiga. Nuestros destinos debían unirse indefectiblemente,
la vida debía seguir su curso.
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