miércoles, 26 de abril de 2017

El fútbol, una pasión

Guillermo Pochettino

Mi pasión por el futbol nació no sé cuándo, pero sí sé que fue muy temprano y potente, por ello recuerdo muchos momentos asociados con el mismo. Nací en un pueblo, Armstrong, aquí en la provincia de Santa Fe. En aquellos años las comunicaciones eran muy distintas a las que hoy conocemos y la radio y los medios gráficos como “La Capital” o “El Gráfico” eran los que se hacían presentes con las noticias políticas, policiales y deportivas. Recuerdo que mis padres estaban preocupados, porque en agosto del año que comencé la escuela primaria aún no leía, pero inmensa fue la sorpresa cuando me encontraron acostado en el piso leyendo de corrido la reseña en el diario de un partido de River del que me había hecho fanático.
Por esa misma fecha, hubo un acontecimiento raro por cuanto jugaron el clásico más clásico, de mañana. Como siempre, me dispuse a escuchar el partido junto a mi padre en una radio a válvula, del tamaño de un televisor de catorce pulgadas; y el vibrante relato era acompañado por una “freidora” que por momentos hacía inaudible el mismo. Perdimos por goleada lo cual con el correr de los años se me hizo una costumbre, pero el tercer gol de los cuatro con que se despacharon, despertó en mí una reacción inesperada. Fue un violento cross al paño que cubría el parlante, como no queriendo escuchar más la tortura a que era sometido, y mi inmediata fuga perseguido por mi viejo quien tan solo se calmó cuando la voz del relator continuó escuchándose.
Que yo me hiciera hincha de River no era una sorpresa en mi pueblo, puesto que la población se dividía mayoritariamente entre millonarios y xeneixes dejando muy poco espacio para algunos despistados de San Lorenzo, Racing o Independiente, todos clubes de Buenos Aires. Lamentablemente ni Central ni Ñuls formaban parte de las preferencias pueblerinas en ese entonces. Creo que esas proporciones variaron en forma considerable en las últimas décadas, favorecidos por sus campeonatos y por la posibilidad de verlos en la televisión.
Al igual que para la mayoría de los niños y jóvenes de la época, el futbol era el deporte que practicábamos, el deporte que primaba casi en exclusiva salvo para algunos que hacían basquetbol. Hice mi primaria concurriendo en el turno tarde, razón por lo cual salía corriendo de la escuela, ubicada frente a mi casa, comía rápido medio pan francés con manteca y alguna chocolatada que mi querida madre me tenía preparada, y me iba disparado hacia el “campito” a tiempo para jugar un muy buen a rato a la pelota. Porque nosotros “jugábamos” a la pelota sin táctica ni estrategia, donde sobresalían los habilidosos pero donde también había lugar para los troncos como el que suscribe.
 El campito o también llamado potrero, el lugar físico en que transcurría nuestra práctica, era cualquier lugar abierto, generalmente de tierra, rara vez cubierto por un pasto duro y escaso. Los arcos se hacían con algunos pulóveres o camisas dispuestas como remedos de palos, y el travesaño… no existía. El tiempo de juego era cuasi infinito y tan solo la oscuridad y el llamado estentóreo de algún padre o madre decidían la finalización del partido. No necesitábamos ni camisetas especiales, mucho menos los coloridos botines de hoy, y no eran pocos los que jugaban en patas. Los árbitros eran el consenso de lo evidente y cuando ello no era posible –la duda si pasó o no por encima de la vestimenta, que decidía si era gol o no– podía dirimirse en algún empujón o alguna trompada, violencia que terminaba cuando concluía el juego, puesto que este seguía al día siguiente en el que el “pan y queso” decidía si estabas en el mismo equipo o no.
Tendría diez años cuando un señor ya mayor del barrio, que no tenía hijos varones, nos propuso a nuestra barrita (seis o siete mocosos que teníamos una diferencia de entre uno o dos años) preparar una verdadera canchita. Si mi memoria no falla, los nombres de los que formábamos tal barrita eran Titín, Ricardo, Poli, Pilo, Carlitos y el Gordo, que era yo, más algún otro que se me ha olvidado. Canchita que tuviera un aspecto más parecido a una cancha regular, marcada sus líneas y erigidas las metas con parantes verticales y el horizontal de madera. Sin dudas éramos la proyección de su deseo paterno masculino… y lo bien que nos hizo. La idea era ocupar un terreno que había sido anteriormente silos subterráneos para almacenamiento de cereales, dejada en abandono por la construcción de unos silos verticales más grandes. La propuesta era tentadora, pero requería de nuestra parte la decisión de realizar un esfuerzo físico al que no estábamos acostumbrados.
El deseo de parecernos a un equipo de club nos decidió y nos comprometimos fieramente a esa tarea. Primera etapa alisar el terreno, bastante irregular y muy pedregoso por su anterior funcionamiento. Pala y rastrillo varios días con la dirección de don Enrique (no recuerdo su apellido), sudor y alegría que se esparcía por esos cincuenta por veinte metros soñando que, algún día, eso se pareciera a una canchita. Limpiar parte de los viejos silos que emergían apenas de la superficie y que serían nuestros vestuarios, constituyó la segunda etapa. Nuestro padrino mandó a hacer los parantes de madera, que en la tercera etapa se constituyeron en los arcos. La cuarta etapa fue el señalamiento de las líneas, ejecutadas con la precisión que nos impuso el tendido del piolín y marcadas esmeradamente.
No recuerdo por qué surgió como nombre del clubsito, que nacía como “el Vesubio”. Alguno de nosotros habría conocido esos días la existencia de un volcán llamado así y lo propuso y, como el objetivo estaba en el juego y no en los nombres, lo habremos adoptado sin más.
Invitamos para la inauguración a otro grupo de chicos de nuestra edad y no me parece que haya sucedido algo memorable en esa circunstancia. Sí puedo suponer que el orgullo que teníamos de haber construido con nuestras manos y nuestro esfuerzo, debe haber sido mayúsculo y haber representado en nuestro interior una enseñanza que en más de una oportunidad nuestra vida posterior aprovechó aun inconscientemente. Aprendimos de una manera concreta, pero ligado a lo lúdico, la importancia del esfuerzo y el compromiso con el otro para arribar al objetivo propuesto. A la distancia, también es posible recuperar hoy el esfuerzo de una gran cantidad de Enriques que se acercan a los pibes y se brindan desinteresadamente para su felicidad.
Después de algunos días en que practicamos nuestro juego en ese predio, los “chicos de atrás de la vía” se hicieron cargo de nuestra canchita. Ellos eran más grandes y dispuestos a la pelea, por lo que al principio lo vivimos con mucha frustración; pero como niños que éramos primó nuestro interés por el juego mismo y adoptamos una solución sino pensada, seguramente inteligente: compartimos el terreno, jugamos y no nos interesó si éramos “los dueños”. ¿Habremos arrugado? Posiblemente, pero que importó si terminamos jugando. 
Mi pasión por el fútbol y River siguen vigentes, pero ya aprendí que no vale la pena pegarle a la radio porque sobre esa pasión juegan intereses que los fanáticos no controlamos. Hoy, disfruto si hay un buen juego y soporto las broncas de mi mujer cuando esa pasión se interpone con una salida y tan solo lamento por un instante no haber logrado que mi hijo fuera un gallina de ley. Es tan solo un instante puesto que, al hacerse canalla, respeté el derecho a sus propias opciones y ello es una victoria en lo siempre difícil (aún en las pequeñas cosas) de aceptar a nuestros hijos como quieran ser.

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