miércoles, 26 de abril de 2017

Secretos

Susana Olivera

Yo tengo vergüenza de decirte esto”, dijo.
La mesa estaba cubierta de telas, de restos de distintos colores, de tijeras, de agujas y alfileres prendidos en almohadillas que parecían erizos, de flores artificiales blancas, de perlas y piedrecillas de colores. Era increíble cómo ese grupo de mujeres de edades parecidas podían saber dónde estaba cada cosa. Era un murmullo continuo, un charlar, opinar, pedir, un ruido de tijeras que se caían o apoyaban violentamente sobre la mesa. Un traqueteo de la máquina de coser. Un preguntar:
¿Qué te parece cómo me quedó la puntilla para el escote del camisón?
Me gustaría más que la cerraras con el abaniquito de siete varetas…
¿No quedará muy grueso?
Probá…
Mirá cómo me quedaron estos pañuelos con el borde de frivolité…
Finísimos… Después, cuando termines, pasame la naveta.

Y no venía el silencio. Seguían los comentarios, las preguntas, el rumor del trabajo en conjunto. Las risas y las bromas.
Corría el mate de mano en mano. La pavita estaba sobre un banco cubierto con una servilleta a cuadros. Se olía a yerba, a telas nuevas, a pan tostado, a torta recién horneada.
Una confidencia antes de la boda. Una confidencia obligada porque había habido problemas con la documentación de Lucrezia, la novia.
No se haga problema, m’hija. Yo le arreglo el asunto en un momento. Para eso estoy en la Policía. Y soy el comisario.
Es mi partida de nacimiento, padre. Sale con errores… Errores en las fechas, en los nombres.
No se haga problema, no se haga problema. Yo se lo arreglo. Mañana mismo se lo arreglo.
Los Saitta eran amigos de mi abuela y habían venido de Sancti Spiritu a preparar el ajuar de novia, de la hija mayor que se casaba en un mes. La abuela y todas mis tías contribuían. Habían hospedado a Carlotta, la madre, y a Lucrezia en una de las habitaciones del patio del fondo. Alessio, el padre, había quedado en casa debido a su trabajo. “Son cosas de mujeres eso del ajuar.”

La abuela con sus sabias manos, ya había cortado el vestido de novia que sería largo, pero muy sencillo. Presentación, su ayudante de siempre, lo hilvanaba. Cada una de las tías, movidas por el afecto, ayudaban a hacer de ese acontecimiento un momento feliz para Lucrezia. Sabían de su triste historia. Historia que la jovencita conoció antes de viajar a Rosario a casa de abuela María. Fue cuando buscó la documentación para casarse. Pero esa situación la sufrió desde que tiene recuerdo.
Yo tengo vergüenza de decirte esto. Yo ya estaba embarazada cuando me casé con Alessio. Por eso, es que no coincide la fecha de nacimiento tuya con la partida de casamiento nuestra. Alessio no es tu padre. Yo ya estaba embarazada. Él se enteró cuando naciste. Tu nacimiento fue prematuro. Así que más evidente todavía. Y él me obligó a confesárselo.
¿Por qué se casó usted mamá, si él no era el padre?– preguntó Lucrezia.
Cosas que ocurrían en esa época, querida. En 1944 una jovencita no podía estar embarazada y ser soltera. Y menos en nuestro pueblo. Mi padre habló con Alessio y arreglaron el casamiento. Alessio, vos lo sabés, es veinte años mayor que yo.
Yo, en el momento de la boda de Lucrezia era también como ella veinteañera. Y también estaba enamorada y próxima a casarme. Compartíamos nuestra juventud y nuestros amores, de manera que las confidencias no tardaron en suceder.
Estábamos felices, llenas de ilusiones porque nos casábamos con quién habíamos elegido. Lucrezia sentía que su momento de libertad y de vivir había llegado.
Me contó que después de conocer la verdad sobre su origen pudo entender muchas cosas. Ella era morena de enormes ojos negros sombreados y tristes y sus hermanos menores, dos varones y dos niñas eran rubios, de ojos claros y piel muy blanca.
Entender, pero no aceptar. Las diferencias en su hogar no eran solo el color de la piel: había diferencias en todo.
Lucrezia no tenía habitación propia como sus hermanos. Ella dormía en un catre que abría en la cocina todas las noches. Carlotta le había explicado mucho tiempo atrás que era para que estuviera más calentita y además, más cerca de las hornallas para preparar el desayuno para todos. Las cosas eran así. También debía aceptar que ella era la encargada de buscar la leche todas las mañanas a un tambo que estaba a un kilómetro de la casa. En las madrugadas de invierno, cuando todavía no había amanecido, el camino estaba cubierto de hielo. Ella nunca tuvo zapatos: calzaba alpargatas de tela con las que se le congelaban los pies. Cuando ya fue mayor y sus hermanas también supo usar los zapatitos que dejaban las niñas.
¿Y su ropa? Nunca tuvo ropa propia: su madre, hábil en la costura, le hacía faldas y camperas con restos de su ropa o la de sus otros hijos.
Pero, ¿vos no hablabas con tu mamá?
 Lucrezia respondió todavía doliéndole el recuerdo: “Sí… varias veces, no muchas. Hablé con mamá. Ella nunca fue clara. Decía que yo era la mayor, que mis hermanos eran más pequeños, que debía ser así. Que yo era una gran ayuda para ella. Y a mí me movía el cariño por ella y por los chicos. Y callaba”.

Sí. Alguna vez preguntó a su madre. Alguna vez pidió. Nunca la escucharon.
Ella guardaba los juguetes de todos, hacía las camas tanto de las nenas como de sus hermanos, limpiaba, ponía la mesa, lavaba los platos. Y no tenía todavía seis años.
Cuando llegó la época de ir a la escuela Carlotta le hizo un guardapolvo usando sábanas viejas, le compró un cuadernito de tapas blandas y juntó lápices de colores que dejaban los más pequeños ya muy gastados. Sus útiles escolares fueron siempre los que dejaban de usar sus hermanos.Tampoco tuvo juguetes. “No le hacen falta”, decía el padre. Y debía ser así. No había dinero para ella.
¿ Y tu papá, Lucrezia? ¿Cómo era tu trato con él?
Debía tratarlo de usted. A mamá también. Cosa que no hacían mis hermanos. Casi no hablábamos. Y si yo hacía algo mal o me peleaba con los chicos, era la castigada. Yo tenía siempre la culpa por ser la mayor. Yo le tenía miedo. Trataba de evitarlo a toda costa. Es que había conocido su cinturón y del lado de la hebilla. Cuando estuve en primer grado tuve que guardar cama por golpes recibidos…
Pero, ¿y tu mamá? ¿No te defendía?
Mamá también le tenía miedo. También había conocido su mano pesada. Y mi padre tenía otra forma de dominarla y era con el dinero. Lo que le daba debía alcanzar para todo. Si no, había problemas.
¿Qué clase de problemas?
Gritos, escenas y mamá llorando en su habitación.
La maltrataba… Le pegaría.
Sí, yo muchas veces fui testigo. Y generalmente me sentía culpable de ese castigo.
Pero, ¿por qué se quedaba? ¿Por qué no se iba con sus hijos?
No tenía dinero y no tenía dónde ir. Mamá solo trabajaba en casa. Y ¡cómo trabajaba! Además hacía la huerta y cosía toda nuestra ropa.

Lucrezia no había terminado la escuela primaria. En el pueblo solo había los primeros grados, hasta cuarto. Los demás debían ser cursados en otro pueblo o en Rosario. Sus hermanos los completaron, también la escuela secundaria. Ella no tuvo la posibilidad.
Tuviste problemas cuando empezaste a salir con Juan Carlos?
Claro que sí. No tenía permiso para recibirlo en casa o salir con él. Mamá muchas veces me ayudó, a pesar de que sabía lo que era no respetar las órdenes de mi padre.
Pero ustedes se arreglarían para encontrarse. ¡El amor vence todo!
Sí. Cansado de la situación Juan Carlos fue a ver a mi padre a la comisaría. Allí lo conoció y le dijo que quería casarse conmigo. Mi padre aceptó enseguida. Era una forma de que yo me fuera de casa. No me importa. Es lo que yo quería, irme y tener mi propia familia…
¿Van a vivir en tu pueblo?
Por poco tiempo. Los padres de Juan Carlos nos prestan una casita cerca de donde ellos viven. Pero Juan Carlos ha pedido traslado a Venado Tuerto. En realidad todo esto es un sueño. Nunca me he sentido tan feliz. No me importa donde vivamos mientras estemos juntos.

Me quedé pensando qué distinta había sido mi vida con padres amantes y esta familia de mujeres –abuela y tías– que me querían mucho. Me sorprendía ver cómo hay personas que pueden llevar su rencor hasta extremos de martirizar a un inocente.
“Lucrezia, vení a probarte tu vestido de novia. Todo el mundo afuera del probador. No se puede ver a la novia con su traje antes de la boda”, llamaba abuela María con su sonrisa fresca y esgrimiendo un montoncito de tela blanca. 
"Yo me quedo, abuela. Así te ayudo a medir", dije.

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