miércoles, 26 de abril de 2017

La escuela

José Mario Lombardo

Desde muy chico, tuve un amigo que se llamaba “Chito”.
Cuando estaba solo, yo jugaba con “Chito” y siempre era la soledad la que nos unía.
Pero todo cambió cuando cumplí seis años, porque fue entonces que comencé la escuela primaria, llegó mi hermano y el “Chito” se fue en tren a Mendoza y nunca volvió.
Mi hermano vino a remplazar a “Chito”. El “Chito” era mi amigo imaginario.


En la escuela todas las mañanas izábamos la bandera mientras cantábamos “Aurora”. Esa canción desde el principio me inquietó. Al cantarla se generaban palabras que, quizá por el juego de compases musicales, me resultaban extrañas como ser: “azulunala”. ¿Qué significaba? ¿Por qué era una del color del cielo, pero también otra del color del mar? Pero la más rara era aquella del “aureorrostroimita”: ¿Que era “punta de flecha”?. ¿De adonde salía la flecha? ¿Y en “aurora irradial”?: ¿Que era “irradial”?. Nunca me animé a preguntar esas cosas a la maestra. Ahora, pienso que sí, que uno debería preguntar. Pero ocurre que esa hermosa canción, que tenía (y tiene) la duración exacta para finalizar justo cuando la bandera llega al cielo, no necesitaba de mayores explicaciones. Aurora era y es la canción perfecta para izar la bandera.


Una vez, allá por mil novecientos noventa, desde la cooperadora de la Escuela Taller número 34, organizamos un concurso de aeromodelismo para que niños y niñas pudieran ver cómo volaban aquellos aparatos que construían con el maestro. Nos fuimos a un campo que está sobre calle Mendoza casi llegando a Funes, donde ahora están construyendo un barrio cerrado. Llevamos unas gaseosas y golosinas y el maestro de aeromodelismo preparó como cuarenta avioncitos para que los chicos y chicas participaran. Fue todo muy colorido y los padres disfrutaron con sus hijos de una buena jornada. En un momento en que yo estaba sacando unas gaseosas para repartir, pasó a mi lado uno de los chicos a la carrera: había lanzado su avioncito con motor a goma y corría detrás. El avioncito, como si le costase mucho ascender, volaba casi rozando los pastos mientras el chico, corriendo y agitando los brazos, lo alentaba sin parar diciendo “¡volá!, ¡volá!”. Les confieso que me dejó pensando.


Uno de los momentos más traumáticos que viví en la escuela fue cuando comenzamos a escribir con tinta. No era nada fácil. Usábamos distintos tipos de plumas, pero para simplificar, supongamos que escribíamos con “la cucharita”: esa pluma, que parece una gota de líquido pronta a caer, pero invertida, es decir terminando (la pluma) en una punta sumamente finita. La punta tenía una raja central, que era por donde se deslizaba la tinta alojada en lo que vendría a ser el receptáculo de la pluma o sea la parte más gordita de la gota. Como uno no era muy práctico, a veces apretaba mucho la lapicera, la pluma se enganchaba, se quebraba una de las partes de la punta, la pluma no escribía más y el accidente desparramaba una serie de gotitas de tinta por toda la hoja del cuaderno. Para colmo, como no nos convencíamos, insistíamos en cargar la pluma en el tintero, que estaba en un agujerito que tenía el pupitre en el costado derecho, y con la nueva carga terminábamos por configurar en el renglón, una mancha de grandes proporciones que prácticamente borraba del mapa lo que habíamos escrito. Lógicamente, contábamos con secante y goma de borrar tinta, pero como uno aplicaba el secante sobre la mancha y la zona afectada continuaba un tanto húmeda, cuando pretendíamos borrarla con premura para evitar la severa mirada de la señorita, la mancha desaparecía, pero en su lugar quedaba para siempre un grosero agujero que dejaba ver la página siguiente.


La Escuela Taller Nº 34 cumplió cien años en el dos mil trece. Nunca tuvo edificio propio. Siempre alquiló alguna casa en la zona céntrica. En el mes de febrero de 1992 aparecía publicada en el Boletín Oficial, la ley provincial número 10.765 que declaraba “de utilidad pública y sujeto a expropiación, el inmueble ubicado en Calle Paraguay 1230 de la Ciudad de Rosario” , y en su artículo 2º se destinaba el inmueble “al funcionamiento de la Escuela Taller…” etcétera... En el art. 3º autorizaba al Poder Ejecutivo Provincial a “gestionar la compra…” etcétera; pero nada de eso ocurrió, simplemente se continuó renovando el alquiler del inmueble y aquella ley se perdió en el olvido.
En 1993, en el diario “La Capital” publicábamos una nota donde exponíamos el caso y entre otras cosas expresábamos: “En el transcurso de todos estos años la escuela ha dibujado en la historia Rosarina sus logros y también sus carencias. Pequeñas batallas ganadas o quizás perdidas, que no son patrimonio de nadie en particular y si responsabilidad de todos”. No sigo con el relato pues solo he querido, en pocas palabras, utilizar este caso como un ejemplo para comentar la necesidad de defender día a día a nuestra querida escuela pública, contando siempre con el aporte de todos los integrantes de un tejido social que ha aprendido a leer y escribir gracias a ella: la escuela, la institución más noble y necesaria, surgida del seno de nuestra propia sociedad.


El patio de mi escuela primaria estaba dividido. Uno, el que era de las niñas, era el patio de ladrillos de la casona, rodeado por las aulas, que se abrían hacia el patio galería de por medio. El otro, el patio de los niños era de tierra y estaba detrás del salón de cuarto grado, tenía contra el tapial del fondo un viejo árbol con el tronco tan inclinado que siempre parecía estar cayendo. En el patio de las niñas se hacían las ceremonias para las fiestas patrias. Bajo la galería, que tenía techo de chapa y estaba soportada por finas columnas de fundición por donde bajaban los caños de desagüe de lluvia, se armaba el escenario. El escenario era un tablado de más o menos un metro de altura y que tenía una escalerita lateral para subir. En la parte de atrás, contra la pared de las aulas se colocaba la decoración, la escenografía digamos. La función comenzaba con la entrada de banderas, himno, alguna marcha o canción que recordaba la fecha y después del discurso de la directora era el momento de los versos, los bailes, las teatralizaciones. Pasaba Sarmiento, Belgrano, Colón, San Martín, algún aborigen sobreviviente de la Campaña del Desierto y no faltaban aquellos pequeños dramas del que se olvidaba “la letra” y todo se desbarrancaba, porque el otro no sabía cómo continuar o el que estaba recitando el más hermoso poema y se bajaba llorando porque no recordaba el final.
En fin, supongamos que estamos festejando el “Día del Maestro”, que de ellos me faltaba hablar. Me imagino a algún compañero en el escenario. Pero ya mayorcito, con algunos años más, supongamos cuarenta o cincuenta. Aquel que nunca faltaba. El que era el recitador del grado. Me lo imagino diciendo aquellos versos de Gagliardi:
“Vos sos la dulce canción, de aquella edad que se fue, hoy he venido otra vez, para darte la lección…”
Y me vienen a visitar recuerdos de aquellas maestras, del portero, de la directora, de maestros que después terminaron siendo amigos míos, de las frías mañanas, de los esperados recreos, del sonido de la campana. 
De pronto, siento que algo sucede a mis espaldas: me doy vuelta y veo que un chico pasa corriendo detrás de un avioncito emperrado en volar bajito, mientras el pibe agitando los brazos como alas lo incita a seguir el vuelo diciendo “¡volá!, ¡volá!”. 

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