martes, 29 de octubre de 2024

Lluvia

 Susana Dal Pastro

 

“Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado”.

J. L. Borges

 

Al fin la tan esperada lluvia. Hoy es un 12 de octubre muy particular. No podemos vernos como habíamos programado. Surgen los mensajes en celular. El “encuentro” comienza, como siempre, con los chismes y las confesiones.

Perdón. Interrumpo la charla por un ratito, porque me avisa una vecina que su gato está en mi terraza; últimamente el blanquito me visita muy seguido, pero anoche cometió una travesura grande: no volvió a dormir y la dueña estaba desesperada. Entre las dos lo llamamos y lo rescatamos del techo, asustado y mojado. La vecina lo abraza y lo reta con tanto cariño que emociona. Trato de explicarle que el gato no se portó mal; solo quiere hacer vida de gato y las escapadas nocturnas son parte de su existencia. Abrazados se van los dos. Hasta la próxima, pienso.

Mi amiga Ale nos cuenta que ayer visitó una exposición de autos clásicos en Buenos Aires y muestra una foto. “En alguno de esos autos todos hemos viajado apretados y contentos alguna vez”, nos dice sonriente. “¿Se acuerdan del asiento delantero? Era entero y, a veces, hasta cuatro podíamos acomodarnos sin molestar al conductor, aún con bolsos, abrigos, equipo de mate”.

 El comentario me lleva a una página de la memoria: el cero kilómetro.

Ya habíamos saldado las deudas de la casa propia y ante la tan esperada noticia de que, al fin, seríamos padres, surgió la idea del auto propio. Qué mejor regalo para los tres.

En el 128 blanco fuimos a todos los controles del obstetra y aquel 17 de diciembre sería el último como gestantes. El médico me encontró muy bien y, como cada mes después del control, celebramos con pizza y cerveza negra en una de las famosas pizzerías de la zona. Ese día también estaba mi mamá ya que más tarde nos esperaba el Concierto de Navidad en el Perpetuo Socorro.

La iglesia estaba colmada de gente. Qué lindo tener cerca a Cristián Hernández Larguía, el Pro Música, la orquesta y Norma Scarafía, que muchos años después sería la querida y siempre recordada profesora de piano de nuestro hijo menor.

Empezó la música y empezaron los síntomas. No pudimos quedarnos más. A la madrugada volvimos al policlínico. El médico me saludó sonriente. “Te estaba esperando. Ya sabía que ibas a volver”, me dijo. Y nació mi hija querida.

El 128 se lucía transportando el moisés azul. Llegamos a la puerta de casa y muchos se acercaron a conocer a la nueva vecina, que ahora dormía plácidamente en mis brazos.

Tiempo después mi esposo quiso hacerle un regalo al auto: un volante nuevo que nos guió varios años y que guardo hasta hoy. Lo colgamos de una pared de la casa a modo de remembranza artística de una etapa tan especial y feliz.

 

 

Primer viaje de mochilero

 Juan N. García

 

Terminada la secundaria, año 1968, con tres de mis mejores amigos/compañeros, Reny, Oscar y Mario, decidimos hacer un viaje de mochileros. Para nosotros era toda una aventura, dado que veníamos de una escuela, Dante Alighieri, con un entorno demasiado ordenado y esquemático, para nuestro gusto. Fueron años de una férrea disciplina, que a medida que nos acercamos a quinto año fue aflojando, pero dejó huellas. Tuvimos el primer acto de rebeldía y fue familiar, viajar solos, hacia Córdoba, antes de ese fin de año y recibir 1969 donde estuviéramos. Hubo que conceder estar en Navidad, de lo contrario creo que nos echaban de cada casa. Aun así, los únicos conformes fuimos nosotros.

Fue planeado durante meses. Como Reny había ido varias veces de vacaciones, pusimos como objetivo, la hostería “Santa María”, de los Barletta, en Mina Clavero, parientes de nuestros vecinos, dueños del bar “El Indio”, en diagonal al bar “El Cacique” de Córdoba y Ovidio Lagos y a veinte metros del Cine “Gardel”, ahora transformado en “Bar temático”, Distrito Sie7e. Todas estas relaciones y el compromiso de comunicarnos permanentemente, lograron torcer la negativa inicial.

Horas de preparativos. Todo fue artesanal, las mochilas y las fundas de dormir, de lonas y telas, hechas por las madres, tías o abuelas comprensivas. La carpa, para cuatro, prestada por un acaudalado familiar de Reny. Durante ese lapso tratamos de juntar la mayor cantidad de vituallas, todo tipo de conservas en latas, leche condensada (que no necesitaba refrigeración), etcétera. Y menos mal, en ocasiones fueron nuestros únicos alimentos.

Salimos el 28 de diciembre de 1968, todos dudaron y pensaron que era una broma por la fecha, pero la resolución ya no tenía retorno. Un tío mío, nos llevó con su Lincoln Continental (yo siempre pensé que era de una mortuoria) hasta Córdoba y avenida Provincias Unidas, donde todavía pasaban los camiones para salir a Ruta 9. De allí a lo desconocido.

Nos “levantaron” camiones distintos, la consigna era siempre de a dos, en esa época no había celulares, así que pusimos como lugar de encuentro, el camping ACA (Automóvil Club Argentino) de Villa Carlos Paz; y los que llegaban primero esperaban a los otros el tiempo necesario. El mismo 28 nos instalamos y disfrutamos los placeres de la Villa. El 30 lo pasamos en una residencia franciscana sobre ruta 14 y el 31 partimos de mañana, siempre separados, hacia Icho Cruz. Mario y yo llegamos primero, a la nochecita. Nos ubicamos en una galería de un chalet cerrado, dispuestos a brindar con sopa. Al rato cayeron Reny y Oscar, que nos ubicaron por alguien que vio sus mochilas y recordó las nuestras. Con sidra recibimos el Año Nuevo. Dormimos en la galería de esa casa y al otro día nos dividimos otra vez para ir a Mina Clavero. Tras caminar varias horas, paró un viejo camión de guerra, motor adentro, frente chato y agregados raros, tenía poco lugar, así que: cargó a Mario, el más chico de edad y físico con todas las mochilas y lo llevó a la hostería de los Barletta. El vehículo tenía pintado “O.P.N.I”, con un médico y sus dos hijos recorriendo Córdoba, nos contaron que significaba Objeto Pelotudo NO identificado, razonable por sus formas. Los tres que quedamos, cansados de caminar, tomamos un colectivo, gran decisión. Desde Copina, lugar donde estábamos pidiendo agua en un convento, cruzando la Pampa de Achala, hasta Mina Clavero, era todo ripio. Todavía estaríamos caminando.

Primeros días de enero, llegamos a la hostería. Los Barletta, avisados desde Rosario, nos recibieron muy bien, informaron el arribo y destinaron una parte de su camping para instalar nuestra carpa. Lo hicimos cerca de la pileta natural que tenían con un desvío del Río Mina Clavero, a cuatro kilómetros de la ciudad. Para abaratar costos, le propusimos a los dueños que nos vendieran los excedentes de comida del restaurante, aceptaron y con una campanita nos avisaban cuándo retirarla. Fueron veinte días soñados. Salvo dos episodios que podían haber frustrado el viaje.

El primero fue superado por la audacia de resolver sin pensar. Mario se clavó algo en la planta del pie y comenzó a enrojecer la zona; como estaba la creencia que si la línea roja llegaba al corazón se moría, saqué el botiquín de primeros auxilios y mientras Reny y Oscar lo tenían, tomé la tijerita de uñas y extraje un vidrio con punta. Gritaba, le dimos un trapo para morder, ginebra y se calmó, estuvo tres días sin salir de la carpa y nosotros sin entrar. No había desodorante de ambientes, dormimos afuera. Pero volvió a caminar.

El segundo, más traumático, nos enseñó que algo o alguien estaba de nuestro lado, una mañana, dos días antes de retornar a Rosario, despertamos por un ruido extraño para nosotros. Al asomarnos, desde la carpa, vimos que la corriente del río había salido de su cauce, estaba a un metro y seguía creciendo. Solo levantamos las mochilas y lo que pudimos, nos ayudaron algunos huéspedes. Perdimos la carpa y algunas bolsas de dormir. Fue perturbador, adelantamos el regreso en ómnibus. Contar el episodio en cada familia, justificó a quienes se oponían con la remanidas frases: yo se los dije o yo les advertí de los peligros.

Hicimos todo y de todo, hasta planeamos otra aventura para fin de año, gracias a que insisto, en esta, alguien o algo decidió que teníamos que seguir viviendo.

La decisión estaba tomada y la concretamos, el segundo viaje como mochileros fue más largo y más intenso, pero eso es otra historia.

jueves, 24 de octubre de 2024

Octubre de 1972. La Cordillera y mi fe en los humanos

María Cristina Piñol

 

Nací en el seno de una familia cristiana y profesante. Un tío abuelo sacerdote, una tía que trabajaba como parte integrante de la Acción Católica Argentina, una mamá que todas la noches rezaba el Rosario, un papá educado en la Escuela “San José” y monaguillo en la iglesia de la cual su tío era párroco, y yo que cursé toda la escolaridad primaria en la Escuela “Misericordia” de mi barrio, un anexo del Colegio “Nuestra Señora de la Misericordia” de bulevar Oroño, que se diferenciaba de esta por ser gratuita y a la que le llamaban despectivamente “La Misericordia de los pobres”. Ya con esa calificación despectiva y terrenal debieron comenzar mis trastabilleos con esa fe.

No reniego de la educación recibida en aquel colegio; al contrario, pienso que fue excelente, tanto en lo curricular como en la enseñanza de valores, pero la “fe” en ese Dios no se enseña ni se aprende, solo se puede sentir o no.

13 de octubre de 1972, las pantallas de todos los televisores daban una noticia al mismo tiempo: “Un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya se encontraba perdido en la cordillera de los Andes con más de cuarenta personas a bordo, de las cuales la mayoría eran chicos que pertenecían a un club de rugby de Montevideo”.

 Tan solo dos años antes, con mis padres habíamos viajado a Mendoza en vacaciones de invierno. Recuerdo la excursión al Puente del Inca y a las canchas de esquí. Más allá de la belleza de aquel paisaje, se me grabaron las cadenas en las ruedas del colectivo, los precipicios profundos y el pánico de mi mamá. Tenía muy presente aún aquella inmensidad nevada, la imponencia del Aconcagua, el frío intensísimo, la nieve y el desierto blanco, infinitamente helado… infinitamente blanco…

En 1972 ya tenía cierta experiencia con la muerte. Un año antes habían fallecido mis dos abuelos, los velatorios se hicieron en sus casas, misas de cuerpo presente en la iglesia; en fin, lo que hacía toda familia católica. También estudiaba Medicina y en la cátedra de Anatomía solíamos trabajar con brazos, pies o cuerpos enteros de personas fallecidas, intentando con un bisturí encontrar tal o cual vena, nervio, arteria, diferenciar huesos; en suma, todo lo que se hacía en el primer año de la carrera.

Cada vez más, la vida real y terrenal me alejaba más y más de aquellas creencias “divinas” en las que me había educado.

Pasaban los días y las noticias eran siempre desalentadoras. Supimos de la búsqueda de los padres de los desaparecidos, quienes por todos los medios intentaron hacer lo imposible por encontrarlos. Conocimos las vidas, las familias y las caras de los chicos.

No todos lo vivimos de igual manera, para mí fue devastador.

 Eran jóvenes de apenas unos pocos años más que yo, también estudiantes, deportistas, tenían amigos, novias, sueños, metas... Iban a jugar un partido de rugby, a divertirse, a conocer, a reír…

 ¿Y aquel Dios que me mostraron? ¿Y la cruda inmensidad de la Codillera?

A los días, se informa que cuestiones climáticas y la madre naturaleza, indicaban con certeza que era imposible que hubiese sobrevivientes. Deciden dar por finalizada la búsqueda. Se aguardaría a la primavera y el consiguiente deshielo para tratar de encontrar solo los cuerpos.

Para muchos de nosotros cayó el telón. Fin.

De tanto en tanto se escuchaba que los padres de algunos de aquellos chicos continuaban esa búsqueda, no se resignaban. Para algunos de ellos era la fe su motor; para otros, era el amor; y también para muchos, que solo lo miraban por tevé, era algo que esos padres podían hacer porque, en su mayoría, eran gente adinerada a quienes llamaban “cajetillas de Carrasco”. Incomprensible.

El 22 de diciembre, dos meses y días después de la tragedia, aparecieron caminando desfallecientes en territorio chileno dos de aquellos chicos. A la semana pudieron rescatar a los otros catorce, que quedaron aguardando en los restos del avión.

La noticia corrió rápidamente. Vimos las imágenes de aquellos muchachos, esmirriados, ojerosos, quemados por el sol y la nieve, caminando muy lentamente; pero inmensamente felices y pidiendo a gritos que fueran a rescatar a sus amigos.

 La alegría duró poco. Las miserias humanas comenzaron a florecer.

Para quienes abrazan las religiones sin cuestionamientos, cualquiera sea, esos chicos habían cometido pecados que “Dios” jamás podría perdonar y, a la vez, por más contradictorio que parezca lo llamaban “milagro”.

Los medios, en su ánimo de vender llenaban las pantallas con comentarios de “canibalismo”. ¡Una crueldad imperdonable! La gente, en gran parte, se horrorizó, juzgó y condenó en nombre de aquel Dios.

Hasta que, según cuenta un sobreviviente, Pablo VI, Papa de la Iglesia católica de entonces, envió un telegrama donde decía: “Dios había puesto al hombre en la Tierra para vivir, no para morir, y que, de no haber ingerido esa carne, se podría haber considerado como un suicidio”, hecho que también el cristianismo considera pecado.

 Y el tiempo pasó y la historia quedó en la memoria de todos. Dos años después se editó el libro “Viven”, escrito por un autor inglés que fue la base para la película homónima guionada y dirigida por un estadounidense. Leí el libro, vi la película y cerré la historia.

Hace un par de meses, se revivieron aquellos momentos en otra nueva película, esta vez basada en el libro de Vierci, escritor uruguayo quien fue compañero de escuela tanto de los sobrevivientes como de quienes fallecieron y lo llamó “La sociedad de la nieve”.

 El título me cautivó. Siempre pensé que ellos allá habían formado una “sociedad”, donde cada uno cumplía un rol para el bien de todos.

No obstante, me resistía a mirarla, mis recuerdos de aquella otra que había visto con poco más de 23 o 24 años eran muy fuertes, muy tristes, muy cercanos, no quería volver a vivirlos. Pero también me dije que hoy no soy la misma persona que hace cuarenta y pico de años, que esta vez fue escrita por un uruguayo, filmada por un español, hablada en nuestro idioma, y con actores uruguayos y argentinos. El sentimiento era otro y la cercanía también.

Y, sí, volví a sufrir, a emocionarme y a lagrimear, aunque ya no por la crudeza de esa realidad sino por la inmensa empatía, amor y entereza que los humanos somos capaces de demostrar ante la más cruda adversidad.

Estos chicos sobrevivieron, pero no “de milagro” sino por algunas causas que complementaron a aquellos valores humanos.

Todos eran cultos e inteligentes, y sumaban los distintos saberes de cada uno en función de salvarse todos. Tenían conocimientos de medicina, electricidad, física, química, electrónica, geografía, derecho, historia y nutrición. Fueron capaces, en su mayoría, de comprender que aún estaban vivos y querían volver con sus familias. Podían calcular las raciones de algún alimento que les permitiera continuar, las horas que ese alimento alcanzaría y cuantos días de vida le quedaban a quienes estaban con la salud más comprometida. Conocían las debilidades y las habilidades de cada uno y delegaban las tareas según esas condiciones. Confiaban todos en todos. También el hecho de ser jugadores de rugby, deporte prácticamente amateur en el que se fomenta el juego de equipo, donde no hay estrellas definidas, donde cada jugador representa su rol en función del todo, creo que fue determinante. Cada uno sabía las destrezas del otro, las fortalezas de cada cual, así como también sus flaquezas; y actuaron en consecuencia, y tanto se conocían y valoraban que lograron traer con ellos la voz de los que no pudieron volver. No fue ningún milagro.

 La fe en seres superiores inmanentes e invisibles no es la que mueve montañas.

El hombre no siempre es lobo del hombre a pesar de Hobbes.

Errar es humano y perdonar es más humano aún.