María
Cristina Piñol
Nací en el
seno de una familia cristiana y profesante. Un tío abuelo sacerdote, una tía
que trabajaba como parte integrante de la Acción Católica Argentina, una mamá
que todas la noches rezaba el Rosario, un papá educado en la Escuela “San José”
y monaguillo en la iglesia de la cual su tío era párroco, y yo que cursé toda
la escolaridad primaria en la Escuela “Misericordia” de mi barrio, un anexo del
Colegio “Nuestra Señora de la Misericordia” de bulevar Oroño, que se
diferenciaba de esta por ser gratuita y a la que le llamaban despectivamente
“La Misericordia de los pobres”. Ya con esa calificación despectiva y terrenal
debieron comenzar mis trastabilleos con esa fe.
No reniego
de la educación recibida en aquel colegio; al contrario, pienso que fue
excelente, tanto en lo curricular como en la enseñanza de valores, pero la “fe”
en ese Dios no se enseña ni se aprende, solo se puede sentir o no.
13 de octubre
de 1972, las pantallas de todos los televisores daban una noticia al mismo tiempo:
“Un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya se encontraba perdido en la cordillera de
los Andes con más de cuarenta personas a bordo, de las cuales la mayoría eran
chicos que pertenecían a un club de rugby de Montevideo”.
Tan solo dos años antes, con mis padres
habíamos viajado a Mendoza en vacaciones de invierno. Recuerdo la excursión al
Puente del Inca y a las canchas de esquí. Más allá de la belleza de aquel
paisaje, se me grabaron las cadenas en las ruedas del colectivo, los
precipicios profundos y el pánico de mi mamá. Tenía muy presente aún aquella
inmensidad nevada, la imponencia del Aconcagua, el frío intensísimo, la nieve y
el desierto blanco, infinitamente helado… infinitamente blanco…
En 1972 ya
tenía cierta experiencia con la muerte. Un año antes habían fallecido mis dos
abuelos, los velatorios se hicieron en sus casas, misas de cuerpo presente en
la iglesia; en fin, lo que hacía toda familia católica. También estudiaba Medicina
y en la cátedra de Anatomía solíamos trabajar con brazos, pies o cuerpos
enteros de personas fallecidas, intentando con un bisturí encontrar tal o cual
vena, nervio, arteria, diferenciar huesos; en suma, todo lo que se hacía en el
primer año de la carrera.
Cada vez más,
la vida real y terrenal me alejaba más y más de aquellas creencias “divinas” en
las que me había educado.
Pasaban
los días y las noticias eran siempre desalentadoras. Supimos de la búsqueda de
los padres de los desaparecidos, quienes por todos los medios intentaron hacer
lo imposible por encontrarlos. Conocimos las vidas, las familias y las caras de
los chicos.
No todos
lo vivimos de igual manera, para mí fue devastador.
Eran jóvenes de apenas unos pocos años más que
yo, también estudiantes, deportistas, tenían amigos, novias, sueños, metas...
Iban a jugar un partido de rugby, a divertirse, a conocer, a reír…
¿Y aquel Dios que me mostraron? ¿Y la cruda
inmensidad de la Codillera?
A los días,
se informa que cuestiones climáticas y la madre naturaleza, indicaban con
certeza que era imposible que hubiese sobrevivientes. Deciden dar por
finalizada la búsqueda. Se aguardaría a la primavera y el consiguiente deshielo
para tratar de encontrar solo los cuerpos.
Para
muchos de nosotros cayó el telón. Fin.
De tanto
en tanto se escuchaba que los padres de algunos de aquellos chicos continuaban
esa búsqueda, no se resignaban. Para algunos de ellos era la fe su motor; para
otros, era el amor; y también para muchos, que solo lo miraban por tevé, era
algo que esos padres podían hacer porque, en su mayoría, eran gente adinerada a
quienes llamaban “cajetillas de Carrasco”. Incomprensible.
El 22 de diciembre,
dos meses y días después de la tragedia, aparecieron caminando desfallecientes
en territorio chileno dos de aquellos chicos. A la semana pudieron rescatar a
los otros catorce, que quedaron aguardando en los restos del avión.
La noticia
corrió rápidamente. Vimos las imágenes de aquellos muchachos, esmirriados,
ojerosos, quemados por el sol y la nieve, caminando muy lentamente; pero
inmensamente felices y pidiendo a gritos que fueran a rescatar a sus amigos.
La alegría duró poco. Las miserias humanas
comenzaron a florecer.
Para
quienes abrazan las religiones sin cuestionamientos, cualquiera sea, esos
chicos habían cometido pecados que “Dios” jamás podría perdonar y, a la vez,
por más contradictorio que parezca lo llamaban “milagro”.
Los
medios, en su ánimo de vender llenaban las pantallas con comentarios de “canibalismo”.
¡Una crueldad imperdonable! La gente, en gran parte, se horrorizó, juzgó y
condenó en nombre de aquel Dios.
Hasta que,
según cuenta un sobreviviente, Pablo VI, Papa de la Iglesia católica de
entonces, envió un telegrama donde decía: “Dios había puesto al hombre en la Tierra
para vivir, no para morir, y que, de no haber ingerido esa carne, se podría
haber considerado como un suicidio”, hecho que también el cristianismo
considera pecado.
Y el tiempo pasó y la historia quedó en la
memoria de todos. Dos años después se editó el libro “Viven”, escrito por un
autor inglés que fue la base para la película homónima guionada y dirigida por
un estadounidense. Leí el libro, vi la película y cerré la historia.
Hace un
par de meses, se revivieron aquellos momentos en otra nueva película, esta vez
basada en el libro de Vierci, escritor uruguayo quien fue compañero de escuela
tanto de los sobrevivientes como de quienes fallecieron y lo llamó “La sociedad
de la nieve”.
El título me cautivó. Siempre pensé que ellos
allá habían formado una “sociedad”, donde cada uno cumplía un rol para el bien
de todos.
No obstante,
me resistía a mirarla, mis recuerdos de aquella otra que había visto con poco
más de 23 o 24 años eran muy fuertes, muy tristes, muy cercanos, no quería
volver a vivirlos. Pero también me dije que hoy no soy la misma persona que
hace cuarenta y pico de años, que esta vez fue escrita por un uruguayo, filmada
por un español, hablada en nuestro idioma, y con actores uruguayos y argentinos.
El sentimiento era otro y la cercanía también.
Y, sí,
volví a sufrir, a emocionarme y a lagrimear, aunque ya no por la crudeza de esa
realidad sino por la inmensa empatía, amor y entereza que los humanos somos
capaces de demostrar ante la más cruda adversidad.
Estos
chicos sobrevivieron, pero no “de milagro” sino por algunas causas que
complementaron a aquellos valores humanos.
Todos eran
cultos e inteligentes, y sumaban los distintos saberes de cada uno en función
de salvarse todos. Tenían conocimientos de medicina, electricidad, física,
química, electrónica, geografía, derecho, historia y nutrición. Fueron capaces,
en su mayoría, de comprender que aún estaban vivos y querían volver con sus
familias. Podían calcular las raciones de algún alimento que les permitiera
continuar, las horas que ese alimento alcanzaría y cuantos días de vida le
quedaban a quienes estaban con la salud más comprometida. Conocían las
debilidades y las habilidades de cada uno y delegaban las tareas según esas
condiciones. Confiaban todos en todos. También el hecho de ser jugadores de
rugby, deporte prácticamente amateur en el que se fomenta el juego de equipo,
donde no hay estrellas definidas, donde cada jugador representa su rol en
función del todo, creo que fue determinante. Cada uno sabía las destrezas del
otro, las fortalezas de cada cual, así como también sus flaquezas; y actuaron
en consecuencia, y tanto se conocían y valoraban que lograron traer con ellos
la voz de los que no pudieron volver. No fue ningún milagro.
La fe en seres superiores inmanentes e
invisibles no es la que mueve montañas.
El hombre
no siempre es lobo del hombre a pesar de Hobbes.
Errar es
humano y perdonar es más humano aún.