jueves, 24 de octubre de 2024

Octubre de 1972. La Cordillera y mi fe en los humanos

María Cristina Piñol

 

Nací en el seno de una familia cristiana y profesante. Un tío abuelo sacerdote, una tía que trabajaba como parte integrante de la Acción Católica Argentina, una mamá que todas la noches rezaba el Rosario, un papá educado en la Escuela “San José” y monaguillo en la iglesia de la cual su tío era párroco, y yo que cursé toda la escolaridad primaria en la Escuela “Misericordia” de mi barrio, un anexo del Colegio “Nuestra Señora de la Misericordia” de bulevar Oroño, que se diferenciaba de esta por ser gratuita y a la que le llamaban despectivamente “La Misericordia de los pobres”. Ya con esa calificación despectiva y terrenal debieron comenzar mis trastabilleos con esa fe.

No reniego de la educación recibida en aquel colegio; al contrario, pienso que fue excelente, tanto en lo curricular como en la enseñanza de valores, pero la “fe” en ese Dios no se enseña ni se aprende, solo se puede sentir o no.

13 de octubre de 1972, las pantallas de todos los televisores daban una noticia al mismo tiempo: “Un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya se encontraba perdido en la cordillera de los Andes con más de cuarenta personas a bordo, de las cuales la mayoría eran chicos que pertenecían a un club de rugby de Montevideo”.

 Tan solo dos años antes, con mis padres habíamos viajado a Mendoza en vacaciones de invierno. Recuerdo la excursión al Puente del Inca y a las canchas de esquí. Más allá de la belleza de aquel paisaje, se me grabaron las cadenas en las ruedas del colectivo, los precipicios profundos y el pánico de mi mamá. Tenía muy presente aún aquella inmensidad nevada, la imponencia del Aconcagua, el frío intensísimo, la nieve y el desierto blanco, infinitamente helado… infinitamente blanco…

En 1972 ya tenía cierta experiencia con la muerte. Un año antes habían fallecido mis dos abuelos, los velatorios se hicieron en sus casas, misas de cuerpo presente en la iglesia; en fin, lo que hacía toda familia católica. También estudiaba Medicina y en la cátedra de Anatomía solíamos trabajar con brazos, pies o cuerpos enteros de personas fallecidas, intentando con un bisturí encontrar tal o cual vena, nervio, arteria, diferenciar huesos; en suma, todo lo que se hacía en el primer año de la carrera.

Cada vez más, la vida real y terrenal me alejaba más y más de aquellas creencias “divinas” en las que me había educado.

Pasaban los días y las noticias eran siempre desalentadoras. Supimos de la búsqueda de los padres de los desaparecidos, quienes por todos los medios intentaron hacer lo imposible por encontrarlos. Conocimos las vidas, las familias y las caras de los chicos.

No todos lo vivimos de igual manera, para mí fue devastador.

 Eran jóvenes de apenas unos pocos años más que yo, también estudiantes, deportistas, tenían amigos, novias, sueños, metas... Iban a jugar un partido de rugby, a divertirse, a conocer, a reír…

 ¿Y aquel Dios que me mostraron? ¿Y la cruda inmensidad de la Codillera?

A los días, se informa que cuestiones climáticas y la madre naturaleza, indicaban con certeza que era imposible que hubiese sobrevivientes. Deciden dar por finalizada la búsqueda. Se aguardaría a la primavera y el consiguiente deshielo para tratar de encontrar solo los cuerpos.

Para muchos de nosotros cayó el telón. Fin.

De tanto en tanto se escuchaba que los padres de algunos de aquellos chicos continuaban esa búsqueda, no se resignaban. Para algunos de ellos era la fe su motor; para otros, era el amor; y también para muchos, que solo lo miraban por tevé, era algo que esos padres podían hacer porque, en su mayoría, eran gente adinerada a quienes llamaban “cajetillas de Carrasco”. Incomprensible.

El 22 de diciembre, dos meses y días después de la tragedia, aparecieron caminando desfallecientes en territorio chileno dos de aquellos chicos. A la semana pudieron rescatar a los otros catorce, que quedaron aguardando en los restos del avión.

La noticia corrió rápidamente. Vimos las imágenes de aquellos muchachos, esmirriados, ojerosos, quemados por el sol y la nieve, caminando muy lentamente; pero inmensamente felices y pidiendo a gritos que fueran a rescatar a sus amigos.

 La alegría duró poco. Las miserias humanas comenzaron a florecer.

Para quienes abrazan las religiones sin cuestionamientos, cualquiera sea, esos chicos habían cometido pecados que “Dios” jamás podría perdonar y, a la vez, por más contradictorio que parezca lo llamaban “milagro”.

Los medios, en su ánimo de vender llenaban las pantallas con comentarios de “canibalismo”. ¡Una crueldad imperdonable! La gente, en gran parte, se horrorizó, juzgó y condenó en nombre de aquel Dios.

Hasta que, según cuenta un sobreviviente, Pablo VI, Papa de la Iglesia católica de entonces, envió un telegrama donde decía: “Dios había puesto al hombre en la Tierra para vivir, no para morir, y que, de no haber ingerido esa carne, se podría haber considerado como un suicidio”, hecho que también el cristianismo considera pecado.

 Y el tiempo pasó y la historia quedó en la memoria de todos. Dos años después se editó el libro “Viven”, escrito por un autor inglés que fue la base para la película homónima guionada y dirigida por un estadounidense. Leí el libro, vi la película y cerré la historia.

Hace un par de meses, se revivieron aquellos momentos en otra nueva película, esta vez basada en el libro de Vierci, escritor uruguayo quien fue compañero de escuela tanto de los sobrevivientes como de quienes fallecieron y lo llamó “La sociedad de la nieve”.

 El título me cautivó. Siempre pensé que ellos allá habían formado una “sociedad”, donde cada uno cumplía un rol para el bien de todos.

No obstante, me resistía a mirarla, mis recuerdos de aquella otra que había visto con poco más de 23 o 24 años eran muy fuertes, muy tristes, muy cercanos, no quería volver a vivirlos. Pero también me dije que hoy no soy la misma persona que hace cuarenta y pico de años, que esta vez fue escrita por un uruguayo, filmada por un español, hablada en nuestro idioma, y con actores uruguayos y argentinos. El sentimiento era otro y la cercanía también.

Y, sí, volví a sufrir, a emocionarme y a lagrimear, aunque ya no por la crudeza de esa realidad sino por la inmensa empatía, amor y entereza que los humanos somos capaces de demostrar ante la más cruda adversidad.

Estos chicos sobrevivieron, pero no “de milagro” sino por algunas causas que complementaron a aquellos valores humanos.

Todos eran cultos e inteligentes, y sumaban los distintos saberes de cada uno en función de salvarse todos. Tenían conocimientos de medicina, electricidad, física, química, electrónica, geografía, derecho, historia y nutrición. Fueron capaces, en su mayoría, de comprender que aún estaban vivos y querían volver con sus familias. Podían calcular las raciones de algún alimento que les permitiera continuar, las horas que ese alimento alcanzaría y cuantos días de vida le quedaban a quienes estaban con la salud más comprometida. Conocían las debilidades y las habilidades de cada uno y delegaban las tareas según esas condiciones. Confiaban todos en todos. También el hecho de ser jugadores de rugby, deporte prácticamente amateur en el que se fomenta el juego de equipo, donde no hay estrellas definidas, donde cada jugador representa su rol en función del todo, creo que fue determinante. Cada uno sabía las destrezas del otro, las fortalezas de cada cual, así como también sus flaquezas; y actuaron en consecuencia, y tanto se conocían y valoraban que lograron traer con ellos la voz de los que no pudieron volver. No fue ningún milagro.

 La fe en seres superiores inmanentes e invisibles no es la que mueve montañas.

El hombre no siempre es lobo del hombre a pesar de Hobbes.

Errar es humano y perdonar es más humano aún.

 

 

 

 

 

 

 

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