miércoles, 18 de septiembre de 2024

La bici voladora

 Mónica Mancini

 

La bici apareció en mi patio el 6 de enero, roja, brillante; en su manubrio le colgaban cintitas de colores y tenía el caño inclinado, el indicado para las mujeres. Tenía un nombre “Panchita”. ¡Cómo me latía el corazón cuando la reconocí como de mi propiedad! Era un sueño poder tener una, ya que no confiaba mucho en que los pseudos reyes cumplieran mi pedido.

No sabía andar en bicicleta. Con consejo de mi papá, me subía y pedaleaba rapidísimo hasta que me caía. Las calles de tierra me recibían amablemente y, a los pocos días, mis rodillas y mis codos daban cuentas de las torpezas cometidas, pero también de la adquisición de las habilidades necesarias para conducirla.

Fue un antes y un después, la bici me puso alas, la recomendación de “esquina a esquina” duró solo hasta la primera semana. Pronto vinieron las vueltas manzanas y sin demora emprender la aventura de andar por las pavimentadas, terminantemente prohibidas. Pero qué placer era pedalear parada por las calles lisitas. Se sentía el viento y de verdad volaba.

Yo no era la única que había recibido ese magnánimo obsequio, mis amigas de la cuadra también fueron tenidas en cuentas por los monarcas de enero. Así fue como nos juntábamos y… a pedalear, a descubrir baldíos, plazas, casas misteriosas, vecinos que eternamente estaban sentados en las puertas de sus casas, como si fueran una escena estática del paisaje.

Esas vacaciones fueron fabulosas, el mundo del barrio se abría ante nuestros ojos y cada vez nos animábamos un poquito más, hasta que alguien nos veía pasando los límites y ahí se incautaba el vehículo.

La bici llego con los albores de la adolescencia, en el barrio también había barritas de chicos que bicicleteaban y junto con la emoción del vuelo, el corazón comenzó a alterarse con unos sentimientos hasta entonces desconocidos. Había muchos chicos que nos seguían, nos regalaban caramelos y nos tiraban flores cuando nos cruzábamos. Fieles a los consejos de las más grandes, debíamos ignorarlos y “hacernos rogar”. Pero todo tiene un límite, pronto empezamos a sentirnos atraídas por algunos de ellos, la selección fue casi inmediata y coincidente.

Así fue como apareció mi primer amor adolescente, en bici. Nos encontrábamos y todo consistía en pedalear juntos, a la par; él, intrépido, iba rapidísimo y, como yo no podía seguirlo, me tomaba de la mano y ¡eso sí que era volar!

Se hace difícil describir las fuertes emociones que te sacuden en esa etapa de la vida, todo es intenso, los encuentros y los desencuentros, vividos con pasión, todo está lleno de colores y de música, era el tiempo de Vox Dei, de Sui Generis, de muchos grupos locales, cuyas canciones nos venían bien para asociarlas con lo que íbamos sintiendo.

Qué fácil era enamorarse y sufrir por amor, que felicidad cuando todo estaba bien y tomaditos de la mano caminábamos hacia la plaza, o corríamos el colectivo.

 Con solo trece años tenía un novio que me esperaba a la salida de la escuela, con una flor de regalo, que me invitaba un helado, que me dejaba caminar siempre del lado de la pared para cuidarme… cómo no te ibas a enamorar.

Claro que crecimos, estudiamos, nos recibimos, nos casamos y fuimos padres. Después ya no anduvimos en bici y el vuelo se interrumpió, pero qué hermosa estela que dejó en el tiempo ese encuentro bicicletero. Primero, dos hijas, luego cuatro nietos y quien sabe cómo seguirá la descendencia de estos que hoy aún no desplegaron sus alas.

Es así como la “Panchita” fue la intermediaria entre mi primer vuelo en libertad y el otro, el que te atrapa el corazón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario