lunes, 2 de septiembre de 2024

El cine de mi pueblo

 

Oscar Bedetti

 

Ir al cine era un hecho muy agradable y con continuidad. El cine para mí representaba el mundo de la ilusión, del conocimiento, por todo lo que se mostraba y porque no a veces descubría cierta magia. Iba casi todos los domingos a la matiné de las 13.30; y también ya a la función del sábado por la noche, allí con películas más importantes y dentro de la lógica censura.

Y esos días en que la niñez dejaba paso a la adolescencia, ir al cine significaba concurrir al lugar que no estaba vedado en ese tiempo (siempre y cuando la película no tuviera restricción) y que alguien novato podía hacer. Entonces enamorarse de ese otro mundo que mostraban las imágenes, enamorarse de veras de esos rostros que aparecían y envolvían con su encanto desde la pantalla. Y quien no se enamoró de esas mujeres inalcanzables, pero allí tan presentes y casi reales.

Y todo transcurría con la primera película, siempre de menor calidad que la siguiente. Y, entonces, luego de un intermedio de quince minutos, momento para llenarse uno de chocolates o helados, el plato fuerte llegaba con la película principal, la más famosa, la más esperada.

Yo no viví eso de las tres películas en una matiné. Creo que eran exclusividad de los cines de las ciudades. En el pueblo no existió, al menos en esa época.

Otras veces, en aquel salón de la Sociedad Italiana, y lindante a la pared sur de la sala, lugar del patio trasero y embaldosado, y preparado para todo tipo de bailes con escenario y terraza incluida, el Patio Italiano, se escuchaba claramente la música. Entonces, los chicos adolescentes abandonábamos la sala para concurrir a ese lugar en busca de otros momentos de diversión.

Una buena rutina. Fueron años en que vi demasiadas películas en el cine de mi pueblo.

Época en que cada varón usaba saco y corbata. Y las mujeres con buena ropa. Toda una ceremonia.

El cine era como cambiar el mundo. Imágenes y sonidos que no se podían tener en la casa. Un gran salón (con el tiempo con el piso con declive) con veinte hileras de butacas de madera pintadas de gris, algunas con asiento acolchado. Y la pantalla color luna, con una guarda de tela azul que rozaba el piso del escenario, en cuyo borde podía leerse en letras mayúsculas Cine Teatro Sociedad Italiana.

Yo llegaba siempre temprano, porque había que hacer la cola en la boletería para adquirir la entrada, porque mucha gente acudía al cine en esa época. A veces, en grupo íbamos a tomar una gaseosa al bar, allí mismo, de la Sociedad Italiana.

Se daban cuatro funciones semanales, jueves, sábados, domingos (matiné y noche), a veces también los martes, día exclusivo de películas de contenido sexual. Tan ingenuas en el momento, pero con ese rótulo igual.

En ese entonces era habitual que concurriera gente de Cafferata, Berabevú y Gödeken.

De las funciones de los sábados se entraba y salía de noche. Y era muy bueno con los amigos, porque después teníamos permiso y salíamos a callejear la céntrica calle, que estaba en la esquina del cine.

Y en las tardes de matiné comprábamos caramelos, que se vendían por metro para revolear en las cabezas vecinas. Y las películas con monstruos de cartón en celuloide blanco y negro. Y los cowboys Randolf Scott, John Wayne, Gary Cooper y vaya que eran valientes. Y cada vez que se cortaba la película se armaba un griterío infernal y peligraban las butacas, que algunas veces no estaban atornilladas al piso.

Qué lógico me resultaba que el mundo cambiara durante una función de cine. Que ya no fuera el mismo. Que hubiera sido transformado en el transcurso de una película. Que entrara a la sala desde un momento, a veces lleno de luz y saliera a una calle nocturna, fría, al suave resplandor amarillo de las luces de las calles, y la imaginación revolviendo las posibilidades de lo que podía ser mi vida entre incontenibles fantasías inspiradas por los protagonistas que habían muerto, amado, peleado, triunfado y renacido en la película.

El cine. Un espacio que era luz y sombra, donde cabían la emoción y el temor, donde había llantos y risas. Ese cúmulo de sueños que paulatinamente comenzaba a desaparecer.

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