Oscar Bedetti
Ir al cine era un hecho muy agradable y con
continuidad. El cine para mí representaba el mundo de la ilusión, del
conocimiento, por todo lo que se mostraba y porque no a veces descubría cierta
magia. Iba casi todos los domingos a la matiné de las 13.30; y también ya a la
función del sábado por la noche, allí con películas más importantes y dentro de
la lógica censura.
Y esos días en que la niñez dejaba paso a la
adolescencia, ir al cine significaba concurrir al lugar que no estaba vedado en
ese tiempo (siempre y cuando la película no tuviera restricción) y que alguien
novato podía hacer. Entonces enamorarse de ese otro mundo que mostraban las
imágenes, enamorarse de veras de esos rostros que aparecían y envolvían con su
encanto desde la pantalla. Y quien no se enamoró de esas mujeres inalcanzables,
pero allí tan presentes y casi reales.
Y todo transcurría con la primera película,
siempre de menor calidad que la siguiente. Y, entonces, luego de un intermedio
de quince minutos, momento para llenarse uno de chocolates o helados, el plato
fuerte llegaba con la película principal, la más famosa, la más esperada.
Yo no viví eso de las tres películas en una
matiné. Creo que eran exclusividad de los cines de las ciudades. En el pueblo
no existió, al menos en esa época.
Otras veces, en aquel salón de la Sociedad
Italiana, y lindante a la pared sur de la sala, lugar del patio trasero y
embaldosado, y preparado para todo tipo de bailes con escenario y terraza incluida,
el Patio Italiano, se escuchaba claramente la música. Entonces, los chicos
adolescentes abandonábamos la sala para concurrir a ese lugar en busca de otros
momentos de diversión.
Una buena rutina. Fueron años en que vi demasiadas
películas en el cine de mi pueblo.
Época en que cada varón usaba saco y corbata. Y
las mujeres con buena ropa. Toda una ceremonia.
El cine era como cambiar el mundo. Imágenes y
sonidos que no se podían tener en la casa. Un gran salón (con el tiempo con el
piso con declive) con veinte hileras de butacas de madera pintadas de gris,
algunas con asiento acolchado. Y la pantalla color luna, con una guarda de tela
azul que rozaba el piso del escenario, en cuyo borde podía leerse en letras
mayúsculas Cine Teatro Sociedad Italiana.
Yo llegaba siempre temprano, porque había que
hacer la cola en la boletería para adquirir la entrada, porque mucha gente
acudía al cine en esa época. A veces, en grupo íbamos a tomar una gaseosa al
bar, allí mismo, de la Sociedad Italiana.
Se daban cuatro funciones semanales, jueves,
sábados, domingos (matiné y noche), a veces también los martes, día exclusivo
de películas de contenido sexual. Tan ingenuas en el momento, pero con ese
rótulo igual.
En ese entonces era habitual que concurriera gente
de Cafferata, Berabevú y Gödeken.
De las funciones de los sábados se entraba y salía
de noche. Y era muy bueno con los amigos, porque después teníamos permiso y
salíamos a callejear la céntrica calle, que estaba en la esquina del cine.
Y en las tardes de matiné comprábamos caramelos,
que se vendían por metro para revolear en las cabezas vecinas. Y las películas
con monstruos de cartón en celuloide blanco y negro. Y los cowboys
Randolf Scott, John Wayne, Gary Cooper y vaya que eran valientes. Y cada vez
que se cortaba la película se armaba un griterío infernal y peligraban las
butacas, que algunas veces no estaban atornilladas al piso.
Qué lógico me resultaba que el mundo cambiara
durante una función de cine. Que ya no fuera el mismo. Que hubiera sido
transformado en el transcurso de una película. Que entrara a la sala desde un
momento, a veces lleno de luz y saliera a una calle nocturna, fría, al suave
resplandor amarillo de las luces de las calles, y la imaginación revolviendo
las posibilidades de lo que podía ser mi vida entre incontenibles fantasías
inspiradas por los protagonistas que habían muerto, amado, peleado, triunfado y
renacido en la película.
El cine. Un espacio que era luz y sombra, donde
cabían la emoción y el temor, donde había llantos y risas. Ese cúmulo de sueños
que paulatinamente comenzaba a desaparecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario