lunes, 2 de septiembre de 2024

Redes sociales

Mónica Mancini

 

El barrio, allá por los sesenta, gozaba de una dinámica en la que nos movíamos con mucha seguridad, todos nos conocíamos y participábamos activamente de cada acontecimiento. Recuerdo que éramos invitados a los eventos como si fuéramos familia.

Los bautismos, las comuniones, los quince de las chicas y los dieciocho de los muchachos, los casamientos y… también los velorios.

Evoco mi primera comunión. Mi tía María, autodidacta en todos los oficios, se instaló en mi casa para hacerme el vestido. En esa época se usaban variados, cada una elegía el modelo que quería, el mío era bastante sencillo, llevaba tocado confeccionado por unas amigas de mi mamá, cuya especialidad era hacer sombreros, ya bastante pasados de moda en esa época. La limosnera era confeccionada de la misma tela del vestido, bolsita adecuada para guardar los billetitos que te daban a cambio de una estampita. Claro, el tema era que después de que volvías de la ceremonia de la iglesia, recorrías, sin una pisca de vergüenza, casa por casa de los vecinos y todos, sin excepción aportaban su colaboración.

Hasta ahí era lo más atractivo para las niñas. No teníamos muy en claro todo lo que nos habían enseñado en el Catecismo, la confesión de los supuestos pecados, poder comulgar para sentirte parte de la Iglesia. Eran conceptos bastantes abstractos para la edad que teníamos.

A mí, particularmente, se me planteaban muchas confusiones. Como expliqué al principio de este relato, todo en el barrio era bastante comunitario. Se opinaba de los hechos y acontecimientos, frecuentemente se caía en una monotonía y, cuando había un suceso, el entusiasmo se sentía en el aire y la participación era activa.

Las circunstancias hicieron que esté rodeada por vecinas, grandes, en edad de abuela, que no habían tenido hijos, lo que las motivaba a prestarme mucha atención. Depositaban su caudal amoroso en mi infancia y, como yo no tenía abuelas, las valoraba mucho. El conflicto era que también intentaban “evangelizarme” a su manera según sus creencias. Catalina y don Carlos, eran evangelistas, frecuentemente asistía con ellos a la Iglesia Bautista, donde los pastores predicaban y después, los jóvenes invitaban a los niños a divertidos juegos, muy organizados de los cuales yo disfrutaba muchísimo. También asistía a los bautismos y a los casamientos. Ellos me llevaban con orgullo y me complacían, dándome los gustos y, sobre todo, los caprichos.

Doña Celia y don Vicente, vivían pegaditos a mi casa, eran ateos, venían de la España republicana y me hablaban bastante mal de los curas, de la Iglesia y de todo lo que tenía que ver con lo relacionado a los ritos eclesiásticos.

 Ella era una excelente repostera, me homenajeaba con exquisitos alfajores de maicena y además siempre aportaba huevos de sus gallinas para que mi mamá me haga el coctel batido, que nos daban a los niños para que estemos saludables y que consistía en una yema batida con oporto y azúcar. Un manjar.

Enfrente de mi casa estaban los Strano, sicilianos de pura cepa. Él, bastante recio; ella, Rosina, una dulce, muy nostálgica de su tierra, se sentía a gusto con nosotras. Con mi hermana íbamos frecuentemente a su casa, ella tenía una especie de habitación sin techar, como de una construcción inacabada, nos hacía entrar y nos decía que le recemos San Genaro, santo del que ella era devota, que él nos iba a gratificar con golosinas. Nosotras rezábamos al santo y nos llovían bocaditos Holanda, caramelos Media Hora y confites de colores. Grande era mi decepción cuando iba al patio de mi casa, invocaba al santo y no pasaba nada. Puro realismo mágico.

En las sobremesas familiares solíamos dedicarle tiempo al tema conversando sobre estas cuestiones de fe. Yo planteaba y preguntaba mucho, basándome en la información que tenía de mi entorno, que no siempre coincidía con lo que predicaba la hermana en la escuela.

Mi papá me decía que les pregunte a las monjas y que deje de pensar y cuestionar tanto que para eso me mandaban a una escuela católica.

En los sesenta no había Instagram, ni Facebook, ni X, pero no nos faltaban “redes sociales”, cuya información, relatos y vivencias en otras latitudes formaron esta generación, con influencia bastante ecléctica y gran capacidad de adaptación. 

P.D. No obstante todos pusieron dinero en mi limosnera.

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