miércoles, 4 de septiembre de 2024

La nonna inolvidable

 Juan N. García

 

La traducción al español de la nonna Gemma como “la abuela joya o gema” es perfecta y refleja lo que realmente fue.

Era lo más parecido a la autoridad y poder absoluto en una familia, concentrados en una sola persona. Si no convencía con la palabra o el diálogo, levantaba la voz o recurría a sus zuecos de madera. Estos eran su distintivo de personalidad, estampa y altura. También volaban como misiles teledirigidos a quienes osaban desoír sus órdenes o instrucciones en situaciones límites. Cuando impactaban en los díscolos de la familia, volvían la paz y el orden. Conscientes que habíamos traspasado las líneas de la tolerancia y la paciencia, lo aceptábamos. Quizás lo hacíamos a sabiendas, porque después, las caricias y los abrazos eran más fuertes.

Con el nonno Giovanni (Juan), que era la paz, la bondad y la honestidad personificadas, llegaron a Argentina en 1920 con su hija Rina. Pusieron un restaurante, “Parma” (su ciudad italiana de origen) en la esquina de Rioja y Suipacha, en el límite con Pichincha, famoso barrio de esa época en Rosario (la Chicago Argentina) por ser un nido de mafiosos y prostíbulos.

La nonna Gemma no solo mantenía el orden dentro del local, los zuecos también persuadían a los parroquianos revoltosos, sino que enfrentó a muchos malandras que recibían órdenes de Chicho Grande, Chicho Chico o Agata Galiffi, que los amenazaban permanentemente para aportar dinero y ser “protegidos”. También soportó las noches de insomnio con las “lloronas” en la puerta de su casa. Si abrían, los asaltaban. Alguna vez le tiraron un muerto en el “leñero” apoyado sobre el tapial de calle Suipacha. Ella combatió esa lacra hasta que secuestraron a sus dos hijas argentinas, una mi madre Leonilda y la otra mi tía Elsa.

 El nonno tuvo que mediar con mucha plata para rescatarlas. Eso colmó el vaso, las finanzas familiares y afectó su salud.

Cuando quedó viuda, décadas del 40 y 50, asumió el control total del hogar, se terminaron las extorsiones y decidió diversificar sus ingresos.

Vendió la llave del negocio, alquiló el local y en otro espacio aledaño, armó una sodería, con una máquina de llenado a cargo de la tía Rina, siempre soltera, según ella siempre señorita y quién la acompaño hasta sus últimos días.

A la terraza del restaurante, muy amplia, que tenía dos habitaciones y un baño, le decían el altillo. Lo alquiló a un sobrino italiano y a un japonés, ambos refugiados de la segunda guerra mundial.

El sobrino, Amílcar Cattani, terminó en el psiquiátrico de Suipacha y Santa Fe (Hospital de Alienados, hoy “Agudo Ávila”). Las pesadillas por la invasión de Abisinia (Etiopía) en 1935, ordenada por el Duce, lo trastornaron, quería volver a las batallas y no creía que se había firmado la paz. Diagnosticado como esquizofrénico paranoico, fue sometido a electroshocks semanales durante varios años, encontrando la paz solo en la morgue del nosocomio.

Del oriental recuerdo todo, especialmente su nombre: Taketaro Tamura.

Experto en bonsáis e ikebanas, transformó el lugar en una selva de miniaturas botánicas, ideal para mis soldaditos de plomo que siempre ganaban guerras inventadas.

Él se decía discípulo de Katsusaburo Miyamoto, famoso por salvar el Pino de San Lorenzo y momificar a su esposa. Nunca le creí, porque su vida no se parecía en nada a la del sabio. Le gustaban las fiestas, los bailes, visitar prostíbulos, emborracharse, jugar a todo, acaso para olvidar horrores pasados. Cuando contrajo sífilis, partió a Japón donde murió, quizás para reafirmar que Rosario, en esa época, era gran exportador de enfermedades venéreas.

La nonna un día dejó todo y la disfruté por mucho tiempo, no solo por estas historias que me contaba y las vividas. Cómo olvidar sus comidas, especialmente la polenta frita y los ñoquis caseros, las tardes en la Florida y los viajes en tranvía por toda la ciudad o las idas al Laguito con su Montañita y el zoológico, inolvidables. Siempre improvisaba salidas que sorprendían. Hasta las idas a los cementerios provocaban curiosidad y expectativa; previa búsqueda leyendo placas, siempre aparecía un familiar o conocido que tenía su anécdota. Eso sí en La Piedad la mayoría compartía nichos o tierra; en cambio, en El Salvador mausoleos o panteones; claro que en el final todos se igualaban.

Cuando ella dejó de existir, algo empezó a faltar y el tiempo la hizo inolvidable

Hasta acá, entre relatos y momentos propios, es un pequeño recuerdo de una época muy difícil, especialmente para todos los inmigrantes que soñaban con estar mejor.

Quizás, no sea tan diferente a la Rosario actual, fundamentalmente porque la inseguridad, los delitos, la trama del hampa o crimen organizado, que asola nuestra ciudad, tiene otras formas de atemorizar y otros fines económicos.

Ahora, su mercadería de cambio, la droga y sus derivaciones, solo los transformó en delincuentes de guantes blancos con sus bandas de manos sucias. 

El objetivo es el mismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario