miércoles, 4 de septiembre de 2024

Volver al folclore

María Cristina Piñol

 

Tarde de invierno de 1969 en Rosario y un grupo de amigos de 16 y 17 años, reunidos alrededor de una mesa. El mate, la pava, la yerba, algunas tortas fritas y bizcochitos Campeón para pasar el rato. Un par de guitarras, un bombo legüero y zambas, chacareras, coplas, cuecas, que iban y venían entre las cuerdas y las voces de los pibes que, no necesariamente afinadas, completaban esa escena bien criolla y auténtica.

El folclore era parte de nuestras vidas. Desde muy chicos en la escuela nos enseñaban a cantar las canciones de nuestras tierra, aquellas que nos contaban historias, nos mostraban nuestros diversos paisajes, nos incorporaban palabras que no sabíamos, porque en la ciudad no se decían, e instrumentos musicales poco usuales para nuestros ojos y oídos tan citadinos, como la quena, el arpa, el charango o el acordeón. Tras la música venían los bailes con hermosas coreografías y cada alumno vestía un traje típico; los gauchos con botas, chiripá, sombrero, camisa y pañuelo al cuello; las paisanas con amplias polleras que se meneaban al ritmo de una zamba y coloridas ropas de coyas para bailar un carnavalito. Era un orgullo participar y lucir esos trajes.

Imbuidos de esta cultura, que nos hablaba de la diversidad de las personas y las costumbres de nuestro país, llegamos a la adolescencia. En las radios, en programas de televisión y en todas las disquerías, sonaban Los Chalachaleros, Los Fronterizos, Atahualpa Yupanqui, Jorge Cafrune, Jaime Dávalos, Los Trovadores del Norte (tan rosarinos como nosotros) y comenzaban a asomar Mercedes Sosa, Víctor Heredia, César Isela y tantos, tantos otros que nos acompañaron por el camino.

Promediaba el año 1971 y la vida me hizo un gran regalo, aquel amigo que al tiempo se convirtió en hermano y hoy a más de 50 años de ese momento sigo agradeciendo que aún sea parte fundamental en nuestras vidas. Un pibe salteño de una ciudad pequeña llamada Tartagal, pegadita casi a la frontera con Bolivia y al Chaco salteño. Con él y su familia el folclore se volvió un arco iris, lo conocimos desde adentro, desde las vísceras, en los modos, en las tonadas, en las costumbres, en los sabores y en las palabras. Al año, también se mudaron sus padres a Rosario y se fueron sucediendo los domingos de asados, empanadas con papas, carne cortada a cuchillo, tamales y vino patero.

Don Juan José, su papá, había sido maestro de escuela casi toda su vida allá en el norte. Participaba siempre en nuestras reuniones, nos hablaba de su tierra y de su gente y contaba decenas de espeluznantes anécdotas con pumas, gatos monteses y yaguaretés; nos relataba atardeceres mágicos y también hablaba de las muchas carencias que padecían. Después de los almuerzos comenzaba la guitarreada y fue en uno de esos días que de repente escuchamos, algo lejano, un sonido de percusión lento, acompasado, cada vez más fuerte y de la nada una voz gruesa y vibrante cantando la copla “Soy de Salta y hago falta”, al ritmo de los golpes en “la caja” que alzaba sobre su mano Don Juan José. Aún se me eriza la piel al recordarlo.

Por todo esto que viví y sentí hoy me pregunto: ¿Qué pasó? ¿En qué momento y por qué perdimos el folclore en las grandes ciudades? ¿Cuándo se borró de la escuela primaria la cultura de nuestras raíces? ¿Por qué los medios masivos de comunicación dejaron de propagar nuestra música nativa?

Lo mismo pasó con el tango, que también es folclore, y hoy casi ni se escucha salvo en programas de radio retro y no aparecen nuevos cantores.

Esto ocurre solo en las grandes ciudades como Rosario, Santa Fe, Buenos Aires, en algunas localidades de la larguísima costa atlántica y en otras de nuestro bellísimo sur, porque apenas te corrés un poquito hacia el interior encontramos cientos de recitales, festivales, fiestas camperas y todo ese rico encanto nativo de nuestra tierra adentro.

En mi ciudad suelen verse invitaciones a recitales o fiestas folklóricas, no con mucha asiduidad y con muy poca difusión. Quienes concurren deben ser de nuestra edad o a lo sumo de la generación de nuestros hijos. Los más jóvenes no se interesan, porque simplemente no conocen, nadie les enseño lo que significa y lamentablemente lo ven como “cosas de viejos”.

El resto de Sur y Centro América continúan orgullosos de sus raíces y el folclore nativo de cada lugar tan heterogéneo como el crisol de razas que conforma sus pueblos, continúa siendo muy relevante, lo podemos ver en una infinidad de fiestas alegóricas y aún hoy cruzando sus fronteras con cantantes y compositores que ruedan por el mundo mostrando sus costumbres, tonadas; y llenando estadios con públicos ávidos de escuchar y cantar sus ritmos. Eso también pasaba, aunque hace ya varios años, con grandes exponentes de nuestro folclore, que recorrían el mundo entero llevando y mostrando nuestras raíces.

Chile ofrece uno de los más importantes festivales de música de todo el mundo, Viña del Mar, y fue allí este año, donde un grupo folclórico argentino llamado “AHYRE” se llevó dos “Gaviotas de Plata”, el primer premio a la “Mejor canción” y a la “Mejor interpretación”, y tres de sus integrantes fueron hace tiempo fundadores de los Huayras. 

¿Por qué perdimos el folclore en las ciudades y dejaron de difundirlo en las escuelas y en los medios de comunicación? Seguramente son preguntas que deben tener varias respuestas que ignoro, pero creo que ninguna debe ser lo suficientemente válida como para sepultar este espacio fundamental de nuestra cultura.

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