martes, 10 de septiembre de 2024

Las fogatas

Juan N. García

 

¿Qué ocurre si los recuerdos se mezclan, son verdaderos o incluyen hechos imaginarios, creados por la mente para justificar su aparición?

Es difícil precisar situaciones de un pasado no reciente.

Las fogatas de San Pedro y San Pablo, los 29 de junio, en las décadas del 50 y primeros años de los 60, eran un rito que aglutinaba a todos los vecinos del barrio. En mi caso, la de San Juan, que se festejaba antes, el 23 de junio de cada año, era la más esperada y preferida, significaba mi onomástico, muchas felicitaciones y los esperados regalos, que en esa época era costumbre.

En los días previos, los organizadores, la barra que asolaba el vecindario, jugando a la pelota en la calle y no respetando la famosa siesta o divirtiéndose hasta altas hora de la noche con escondidas, rango, rin raje, patear tachos de basura, dejaba todas estas “atrocidades” urbanas, para planear los eventos.

Los preparativos empezaban una semana antes de cada fecha. El acopio de ramas y troncos de árboles incluía el corte de grandes tallos que a veces todavía estaban verdes y con su savia en pleno movimiento. Ese líquido nutriente de minerales y azúcares, en contacto con el fuego, provocaba el chisporroteo y colores, como si fueran fuegos artificiales. Pero eran naturales.

Los organizadores eran como la plana mayor de una unidad militar, decidían la táctica para llegar al objetivo. Armaban tres grupos tipo comando. El uno dedicado a visitar casa por casa y juntar todas las cosas que los vecinos querían quemar, destruir o que desaparezcan, solo inflamables no peligrosos (muebles, ropa, maderas, papeles, cartones). El dos, acopiaba todo en un sector de la cuadra, armando una improvisada choza, cubierta de lona o plástico, por si llovía. El tercero, el más codiciado, vigilaba, aún de noche, que nadie se llevara nada (la mitología decía que había grupos de otros barrios que hacían sus fogatas sin mucho esfuerzo, solo robando). El sorteo de los turnos para esas guardias, de varias horas, era como entrar en un mundo de fantasías, verdaderas o inventadas. Los grandes parecían gurúes, los más chicos escuchando y aprendiendo sobre temas que quizás, en sus familias, no se tocaban.

El día del festejo, el barrio se paralizaba después del mediodía y comenzaba la construcción de la fogata, en el medio de la calle, que quedaba cortada. Sobre el empedrado grueso de esa época, se apilaban los troncos más grandes en forma de pirámide, se intercalaban y desde el centro hacia arriba, se apilaba todo lo juntado para quemar.

Según las creencias el fuego purificaba quemando lo viejo y malo.

Siempre se hacía un muñeco de trapo, relleno de papel, paja, telas, lanas, etcétera, con tamaño de persona y se ponía en la punta. Cuando ardía, quizás, algunos, pensaban en familiares, vecinos, conocidos, políticos, que no contaban con su simpatía.

Antes de anochecer se encendía la fogata. Durante un par de horas, todos los presentes iban y venían en derredor, observando la misma, desde distintos ángulos y analizando o elucubrando quién sabe qué historia.

Las brasas eran el objetivo final, sin ellas no hubiesen existido las largas noches de papas, batatas o camotes y cebollas asadas, cubiertas por las mismas entre el cordón y el empedrado. Con el tiempo la oferta gastronómica derivó en suculentas parrilladas, lechones, pollos, bichos varios, guisos y demás comidas en ollas negras de hierro fundido. Cada uno bebía lo que quería, ahí se notaban las diferencias económicas, no todos los vinos o aperitivos eran iguales y algunos hacían “vaquitas” para compartir las bebidas. Todo terminaba de madrugada y el único vestigio del evento, era Don José, el verdulero de cajón, que lógicamente nunca ofreció para quemar. Siempre aparecía tirado junto a su elemento de trabajo, en cualquier umbral y despertando de su borrachera la noche siguiente.

Uno de esos días, vinieron, la policía, el famoso “cuartito azul”, y los bomberos. Barrieron con todo y se llevaron a algunos mayores. Nunca más hubo fogatas ni fiestas similares. 

Apareció el frio y gris pavimento y todo lo vivido se congeló en la memoria. 

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