María Alejandra Furiase
Tenía alrededor de tres años en aquella foto, que
algún fotógrafo me sacó en Rosario, corriendo con un peine en la mano, por la
vereda ancha de la casa de mis abuelos paternos.
Sin colores esa fotografía, pero con mucha vida.
El empedrado en las calles.
Vestido rosa pastel tejido, zapatitos de charol,
zoquetes blancos con puntillas. Casi lista para alguna salida familiar, solo me
faltaba peinarme. Mi cabello se enredaba, y cada vez que mi mamá me quería
peinar era mi deseo querer salir corriendo, cosa que a veces lograba hacer.
Mi cabello era castaño, fino, lacio y relativamente
corto.
A medida que fui creciendo, ya en preescolar con
cinco años, mi cabello también lo hacía, fue entonces cuando aparecieron las
dos colitas, raya al medio tirantes, que jamás se desarmaban, invisibles para
sujetar algún pirincho suelto, como decía mamá mientras me acomodaba el cabello
y los moños de cinta de raso azul y siempre terminaba con un corte de tijera en
diagonal, como dibujando una punta en cada extremo de los lazos, los días que
teníamos Educación Física, y cintas de raso blanco para el resto de los días.
Con la adolescencia, recuerdo que me encantaba
hacerme “la Toca”, que era un clásico método que se usaba en los años 70 y 80
para alisar el cabello. El procedimiento era, ya con el cabello limpio y seco,
elegir del centro de la cabellera una cantidad reducida de cabello para
enrollar en un rulero grande, el más grande de los comunes que mamá tenía en su
neceser.
Para evitar los rulos, ella usaba los ruleros
térmicos anaranjados opacos, que se ponían en agua a calentar; y, una vez que
hervía, ya se podían colocar en la cabeza y se los sujetaba con un agarre color
blanco de plástico rígido que se usaba a temperatura ambiente; y luego se lo
fijaba con las pincitas, una de cada lado del rulero. Y luego, para finalizar, se
giraba el cabello alrededor de la cabeza en el sentido de las agujas del reloj
y se le iba colocando pincitas para que quede así y no se deslice. Si tenías
red la usabas sobre la cabeza y era una forma de mantener asegurados los
pirinchos.
Transcurridas varias horas, tenías que retirar todos
los elementos con cuidado para que no se enganchen y te tire; y, después,
peinar y, si así lo deseabas, te ponías fijador en spray Telnet de L’Oreal.
A los veinte me hice la permanente para no tener que
atender tanto a mi cabello. No me sentí cómoda, así que me lo fui cortando
hasta hacerla desaparecer, volviendo a la melena hasta los hombros, lacia, con
flequillo.
Pude experimentar con varios colores: rubio, colorado,
marrón chocolate, negro. Mientras tanto, me iba mirando cada vez más al espejo,
más internamente, para descubrirme, para encontrarme, para dejar de correr con
o sin peine, para verme verdaderamente y abrazarme, agradeciendo, entendiendo
más los silencios, las miradas, mi mirada, mi silencio, mis palabras, mi voz,
mis dudas y mis certezas, mis luces y mis sombras, mis tiempos, mis deseos, mis
pasos, mi camino. Mis decisiones. Mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario