sábado, 7 de septiembre de 2024

El vestido negro

Ada Serio

Los baúles de Nana, mi bisabuela, eran todo un misterio. Ella los cuidaba con muchísimo amor, quizás recuerdos tangibles de su tierra a la que nunca volvió a pisar. ¡Por supuesto no se nos ocurrió preguntarle algo sobre lo que ahí guardaba con tanto esmero! Lamentablemente, por aquel entonces, no preguntábamos nada. Ella contaba lo que quería, en un lenguaje que solo sus hijos y nietos entendían, una creación italo-argentina muy personal de la que solo recuerdo la frase “sttate cuietta” cuando tomándome de las faldas, con sus pequeñísimas manos, me sentaba de un solo movimiento ayudada por la fuerza de gravedad. No podía ver gente parada a su alrededor. ¿Sentiría como una falta de respeto que estuvieran a una altura superior a ella, como en la India? En una oportunidad nos contó que en su tierra Lago Negro-Potenza paseaba en carrozas. Olvidándome de su escaso vocabulario con mis cinco o seis años, me la imaginaba en suntuosas carrozas como la de los cuentos de Hadas.

Regresemos al misterio de los baúles, que siempre cerrados descansaban en un lado del oscuro dormitorio sin ventanas y con dos puertas enfrentadas, para su necesaria ventilación.  

Cuando después de su partida pudimos abrir esos baúles con mucho respeto y mayor curiosidad, fue asombroso, increíble, potenciador de un sinnúmero de interrogantes y lagrimones. Todavía descansaban a la espera de ser estrenados partes de su ajuar; desde sábanas de hilo con monogramas, blusas sin mangas que se ataban en la espalda hoy diríamos corpiños, calzones hasta las rodillas con puntillas totalmente abiertos y otras tantas cosas que habían sido confeccionadas en Italia para traer a esta bendecida tierra. Fue entonces cuando desde el fondo de uno de ellos muy bien guardado se dejó ver, como diciendo ¡aquí estoy! un pequeño y prolijo envoltorio que guardaba celosamente un vestido negro, como de seda creppe, mangas largas y cerrado por pequeñísimos botones, todo bordado en canutillos y perlitas negras ¡Increíble! Tan pequeño como su dueña. Llevaba ahí 88 años de su estreno, reluciente, impecable. Lucido sólo en un momento muy especial. Había sido su vestido de bodas.

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