sábado, 7 de septiembre de 2024

La estación de trenes de mi pueblo

Oscar Bedetti

 

Siendo un niño, de la mano de mi padre, y junto a mi hermana, él nos llevaba muchos sábados a la tardecita a esperar la llegada del enorme (y que me asustaba) tren que arribaba al pueblo Chañar Ladeado en el cual vivía, desde la ciudad de Rosario.

Frente a la estación, en una de las dos esquinas, se ubicaba un boliche típico de campo. El bar “La Avenida”, que así se leía en un cartel con la publicidad de vermut Cinzano. Lo regenteaba un cordobés, Agüero, de gran sonrisa, con un carácter especial. Boliche al que muchas veces me cruzaba para comprar alguna gaseosa, mientras esperaba la llegada del tren o, por qué, no caramelos blandos con sabor a frutilla.

Y así oteaba en el horizonte el diminuto punto negro que se iba agrandando a medida que la gran máquina se acercaba cada vez más.

Y allí seguramente me obligaba a ir al baño ubicado al final del largo andén, de puro curioso nomás, y me parece percibir aquel olor tan penetrante, y luego observar el cartel con el nombre del pueblo, y también ver el tanque proveedor, con una ancha y gastada manguera del agua salvadora para las negras y vaporizadas máquinas.

Y recorrer la sala de espera, con la venta de boletos para el siguiente pueblo, punto final del recorrido de la formación; como también jugar con el molinete de entrada que siempre, siempre, giraba de tan aceitado que lo mantenían.

Y, entonces, la mezcla del humo y el sonido del ruido de las pesadas ruedas de la locomotora y ese silbato tan particular. Y Renato, jefe de estación, que le entregaba un aro al pasar al maquinista. Y Catera, comisionista, con sus bolsos, sus mil paquetes que tiraba certeramente desde la primera ventanilla y que milagrosamente nada rompía.

La estación del ferrocarril era un calco fiel de miles de otros pueblos y parajes. Construcción inglesa de ladrillos a la vista, pisos de lajas enormes que brillaban por tantas pisadas que gastaran su esmalte y, más allá, pedregullos que conducían a baños letrinas con enorme olor de creolina echada a mansalva. Edificio alto, espacioso, con cierto confort a todo lo inglés de la época. Era el punto obligado de la gente que podía llegarse, ya que se ubicaba a dos lotes de la población.

Siempre recuerdo aquellos días sin tiempo y mis idas en bicicleta, hasta esa estación y las amadas vías. Con un bulevar, doble mano de tierra, poblado de árboles frondosos; y un sendero central, con curva incluida, en que la velocidad daba lugar a mis ansias de pequeño corredor. Pero siempre alguien estaba presente, amén de los pasajeros que, en cantidad, arribaban.

Y cada tanto viajaba con mi madre hasta la ciudad de Rosario y era entonces el placer infinito. Subir a aquellos espaciosos vagones, buscar el mejor asiento, contar las estaciones, sin preocuparme el polvo ni el humo de las negras máquinas. Y el regreso de un más que singular viaje, y los taxis (que los había), pugnando por llevarnos al pueblo (cuando mi padre no podía recogernos). Siempre recuerdo a aquellos taxistas que esperaban con fervor transportar algún pasajero y que se ofrecían para ello, sin olvidar aquel amigo Cholo Vinzia, del viejo auto negro, número uno en lo suyo. Y el recuerdo hacia la galera del otro Cholo, Rossa, en realidad la estanciera de aquel personaje que esperaba pasajeros que debían dirigirse a Cafferata, al sur de mi localidad. Él era de allí, una excelente persona a quien conocía bien ya que era cliente del taller de mi padre.

Al tren que venía desde el lado de Rosario lo divisábamos, aquel buen punto negro en el horizonte, casi desde la salida de Berabevú; en cambio, cuando lo hacía desde Río Cuarto, solo se lo observaba a pocos kilómetros donde hoy la vía cruza la ruta provincial.

La estación era un lugar social. Muchos se daban cita. Por las vías viajaban las emociones, las alegrías, pero también lágrimas, retornos y promesas de volver cuando el tren partía. Todo arribaba a la estación: la correspondencia, el comercio, la gente, las historias. El tren con gente era una fiesta con olores, fantasías y, sobre todo, sonidos.

Y aquellos trenes de humo con las pesadas y ruidosas y negras máquinas, y aquellos trenes más rápidos después de desaparecer las oscuras moles de humo. Primero aquellos silbatos disfónicos y más luego el sonido de esa bocina tan particular. Era la visión fugaz de ese otro mundo que existía más allá de los límites del pueblo. Y que tanto significaba para los que siempre amamos el ferrocarril.

Los trenes iban y venían. Río Cuarto, Rosario, Buenos Aires. Las cargas cubrían todos los caminos que partían hacia los diferentes puertos. Y qué lindo que era todo ello. Cuánto movimiento en aquellos inmensos galones en el terreno amplio que pertenecía al ferrocarril del poblado y, seguramente, donado muchas décadas atrás por aquellos señores pioneros de la pampa nuestra.

Y tantos lugares y pueblos que nacieron con las estaciones de trenes y se olvidaron a través de las mismas estaciones de trenes.

Y desde mis sueños nocturnos, a veces sentía en la lejanía aquellos ruidos de esos convoyes que cruzaban a cualquier hora en la vastedad de las sombras, cargueros en caminos de la distancia. Y en el sueño ellos eran los portadores de ilusiones a otras latitudes, otros puertos.

Yo no me olvido de aquella pequeña pero soberbia estación del ferrocarril de mi pueblo. Y aún está y por esas cosas de la vida, esta no la abandonó y los hombres la pintaron a nuevo y la llenaron de historia, mucho más de lo que fue. 

Es mi recuerdo en blanco y negro de su ilimitado glorioso pasado.

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