Oscar Martino
Aquellos que hemos perdido físicamente a nuestros padres,
sabemos que con el tiempo el dolor y la angustia inicial, va mutando lentamente
hacia otros sentimientos o sensaciones. Con el correr de los meses, los años, van
aflorando en nuestra memoria los momentos más felices vividos junto a ellos.
De eso se trata este relato, de un momento feliz vivido
junto a mi papá, hace hoy, 2 de junio, exactamente 50 años.
Mi papá era un hombre apasionado por el futbol y
encausaba su pasión en un equipo de la ciudad. Sus herederos, mi hermano, sus
hijos, mis hijos, todos seguimos con esa identificación con el futbol que vamos
transmitiendo con los años.
Hace 50 años, en el llamado torneo Metropolitano de aquel
entonces los dos equipos de la ciudad llegaban a la última fecha del mismo con
posibilidades de ser campeón, uno con el empate se coronaba, el otro necesitaba
ganar el partido, había una mínima ventaja, pero ventaja al fin para uno de los
dos contendientes.
Ese domingo 2 de junio, amaneció frio, nublado, el
partido se desarrollaría como era costumbre de la época a la tarde y, por
sorteo, había salido favorecido con la localía el equipo que necesitaba ganar
para hacerse del torneo.
Por aquel entonces, tenía yo doce años, próximo a cumplir
trece. A mi papá no le entusiasmaba mucho la idea de llevarme, porque lamentablemente
siempre rondaba la posibilidad de disturbios, pero mi insistencia logró sus
frutos y decidió que lo acompañe. Así que almorzamos livianito, nos subimos al
Renault Gordini de mi viejo y partimos a la cancha.
Yo estaba tan contento de ir, y lo miraba a mi papa
manejando y sabía que él también estaba contento de llevarme, pero preocupado
como todo padre por si las cosas no salían bien, no digo solo deportivamente si
no por los mencionados disturbios pos partido.
Este relato no tiene como eje contar tanto lo deportivo, si
lo emocional, por eso reflejo escuetamente la parte futbolística. Arrancó
ganando el local, y faltando escasos minutos llego el empate de los visitantes,
que como habíamos dicho con el empate les alcanzaba para ser campeones. Como
era de esperar, ahí comenzó un desbande importante, hinchas visitantes que
invadieron el campo de juego para festejar con su equipo, hinchas locales que querían
“comérselos” literalmente, la Policía que iba y venía.
Mi viejo me agarró y casi me llevaba flameando por las galerías
del estadio buscando la salida, pero en la calle no eran todas rosas: la Policía
montada, “escuadrones”, repartía palazos sin distinguir camisetas, edad, sexo,
ni religión…
Así como pudimos, ligando varias “caricias” de los
muchachos encargados del orden, llegamos hasta donde habíamos dejado el auto,
en un pasaje a varias cuadras del estadio y, así, pudimos salir.
Recién ahí nos relajamos un poco después de un rato y
pudimos festejar. Éramos hinchas del equipo campeón, nunca pero nunca me voy a
olvidar las lágrimas de mi papá, mezcla de tensión por los momentos vividos y
de alegría por compartir conmigo, su hijo mayor, el campeonato de nuestro
equipo.
Así salimos de la caravana de autos que volvían del
estadio, y antes de ir a casa, pasamos por el bar “Blanco” de avenida
Pellegrini y Alem, donde tomamos un refrigerio, mientras veíamos el ir y venir
de autos por la avenida embanderados con los colores del ganador.
Ya en casa, mi mamá y mi hermano en ese momento de tres años nos esperaban, fue una noche feliz, feliz por lo deportivo y feliz de compartir con mi papá esa jornada.
Este domingo pasado se cumplieron 50 años de aquel momento, todo el día recordé valga la redundancia aquel día, y saben lo que más recordé, no fue la vuelta olímpica de mi equipo, ni el gol sobre el final que dio el titulo… recordé y tuve presente, como si la hubiese tenido adelante, la cara de mi viejo manejando con lágrimas en sus ojos. Dicen que el cerebro atesora en la memoria cosas que han sido trascendentes. Seguramente, si viviera 50 años cosa que obviamente no ocurrirá, ese recuerdo estoy seguro seguiría latente.
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