Hugo Longhi
Año 2000, para algunos, un nuevo siglo. Más allá de la
polémica, era un momento ideal para hacer un cambio de rutina. Y en mi caso se
me dio por empezar a estudiar un terciario a la noche. Sería Publicidad la
carrera elegida.
Inscripto en un instituto privado fui desde siempre el
mayor de los alumnos del curso. Obvio, tenía cuarenta y uno. El resto se podía
segmentar en dos grupos, uno con chicos de entre veintisiete a treinta y el
otro directamente de dieciocho, recién salidos del secundario.
Me encontré con materias bien variadas que iban desde
Economía a Sociología, de Estadísticas a Historia del Arte o de Marketing
a Inglés. Pero basta de preludios y salgamos a la cancha.
Cierta vez una profesora nos solicitó un trabajo
práctico grupal. Se trataba de diseñar y construir un sombrero. Debería ser uno
singular, jamás antes visto y que sirviera para… para la mayor cantidad de usos
que nuestra imaginación nos permitiera.
La primera tarea que necesitábamos encarar era la de
conformar los equipos y en mi caso, casi por decantación, surgió juntarme con
los de más edad. De tal modo Cecilia, Luis, Facundo y yo nos pusimos
rápidamente de acuerdo. Y de ahí al trabajo.
Decidimos convocarnos un sábado a la tarde en la casa
de la abuela de Luis, en el barrio del Abasto. Estaría sin ocupantes a esa hora
y era lo suficientemente grande y cómoda como para movernos tranquilos.
Comprados los elementos básicos para armar el bendito elemento, digamos cartón,
cartulina, pegamento, cintas, pintura, etcétera. Nos abocamos al armado que no
diferiría mucho de un sombrero básico, solo que este sería de copa más alta,
bastante parecido al sombreritus de Hijitus, para que se entienda.
Esa parte la terminamos relativamente rápido y eso nos
dio aliento y energías para seguir. Pero, claro, ahora se vendría lo más
complicado, usar nuestra creatividad para transformar el objeto en algo
diferente, impactante, recordable.
Por suerte, el grupo funcionaba muy bien, nos
llevábamos bárbaro, nos reíamos mucho y trabajábamos coordinadamente. A veces,
cuando alguien quedaba liberado por no ser necesario para tal o cual detalle,
se ocupaba de cebar mates o cuestiones así.
Para decidir los pintorescos usos que tendría el
sombrero empleamos una técnica recientemente aprendida en el aula, el brainstorming
o lluvia de ideas. Consiste en que cada uno manifieste lo que se le ocurra, lo
que le venga a la cabeza, aun cuando pueda parecer loco, absurdo o
irrealizable.
Desde ya que un solo sábado no alcanzaría para
alcanzar todos los objetivos. Fueron requeridos uno o dos más, siempre en el
mismo recinto. Mientras tanto, durante la semana, íbamos intercambiando
opiniones, sugerencias u ocurrencias nuevas, las que se apuntaban por escrito y
se desarrollaban a la hora de poner manos a la obra.
Acá debo aclarar que por desgracia la memoria me juega
una mala pasada y no recordaré las múltiples aplicaciones que, insertas en el
sombrero, servirían más allá de ser parte de una pieza de vestuario algo
anticuada.
Le anexamos una calculadora, un cenicero, poseía
flechitas para indicar el sentido del tránsito, era también recipiente para
copas, teléfono celular, reloj, estuche para anteojos, una capa desplegable
para lluvias y otras más que tendría que consultar con mis compañeros que hoy
día andan dispersos por allí. Bueno, creo que ya se habrán dado una idea de cómo
venía la cosa.
Hasta aquí todo genial, pero faltaba la otra parte de
la tarea. Se nos había solicitado también que, una vez terminado el artefacto,
deberíamos generar una forma de difundir y promocionarlo para su venta. En
definitiva, estábamos estudiando Publicidad. El camino se tornaría más tortuoso
a partir de este punto .
Arrancamos haciendo una especie de volantes plegables,
donde se explicaban las utilidades del producto en cuestión. Yo era el
encargado de redactar todos los textos dado que, pese a que recién estábamos en
primer año, ya había decidido elegir Redacción Publicitaria como especialidad.
A la etapa de comunicación gráfica la superamos rápido
y sin mayores inconvenientes; pero, claro, los demás equipos también harían
algo parecido y se trataba de competir y superarlos. Fue así como Luis, que
poseía una cámara filmadora portátil, sugirió grabar un aviso fílmico. Todo un
desafío.
Trabajando a contrarreloj pues los días iban corriendo
más rápido que nosotros, armé los textos a ser leídos en el corto comercial que
realizaríamos un domingo a la mañana. Constaría de dos partes, una en la que
Cecilia, la dama del grupo, mostraría, sombrero en mano, los beneficios del
mismo, al tiempo que Luis, además de ser el camarógrafo, leía el texto
respaldatorio, que yo sostenía a la usanza de un apuntador. Por supuesto que
aparecieron problemas de todo tipo.
Por ejemplo, Ceci cayó con una remera con la
inscripción “Bariloche” en el pecho lo cual de por sí distraía bastante y
corría la atención que debía estar centrada en el sombrero. Además, se movía
mucho y se salía de cuadro. Debido a esto se ganó algún reproche del “director”
Luis.
Mal que mal la toma salió aceptable. Era un día de sol
y elegimos como escenario la terraza de la añosa casa. El spot se
completaba con la actuación estelar de Facundo, que iba a tratar de convencer a
los potenciales interesados de por qué optar por este particular objeto. Luis estuvo
nuevamente a cargo de la cámara y yo mantuve mi puesto de apuntador.
Como sucede en estos casos, hicimos varias tomas para
luego quedarnos con la más adecuada. Arrancamos de nuevo en la terraza, primero
del lado del sol, luego a la sombra para posteriormente bajar al interior de la
vivienda, en posición parado o sentado.
Lástima mi maldita memoria, en una época me acordaba
bien de todo lo que debía decir Facu. Empezaba con algo así como “No me diga
nada. Seguro que usted sale muy temprano y apurado de su casa”. Iba efectuando
un movimiento abriendo bruscamente los brazos como quien quiere dar por
definida una situación. En fin, tras tantos intentos creímos que la cosa estaba
lista, pero habíamos olvidado un detalle clave.
El sombrero requería tener un nombre y no se nos
ocurría el adecuado. Una vez más apelamos a la lluvia de ideas y de todas las
ocurrencias la más sensata, por así decirlo, fue la mía que proponía utilizar
las primeras silabas de nuestros nombres. Las escribimos en cuatro papelitos y
la fuimos ordenando tipo rompecabezas. Quedó HUCELUFA, por Hugo, Cecilia, Luis
y Facundo.
Solo faltaba editar el video en VHS ya que,
como dije, habíamos hecho muchas tomas. Eso quedó para el mismísimo día de la
presentación. Nos reunimos un rato antes de salir para el instituto y tratamos
de resolver la situación. Y aquí el diablo metió su inefable cola. Nunca
supimos que pasó, pero fue imposible armar el corto definitivo. La
desesperación nos alcanzó. Como las agujas del reloj ya nos atravesaban el
cuello, hicimos de tripas-corazón y dejamos todo así, teniendo que llevar la
cámara y el trípode para la exhibición.
Ya en clase, los demás sombreros no diferían mucho del
nuestro. El de los más jovencitos tenía un formato triangular y era plegable
pero no cumplía tantas funciones. Donde se suponía que nosotros íbamos a sacar
ventajas era en la parte publicitaria con nuestra accidentada película.
Y así fue como la mostramos, previo aviso y pedido de
disculpas por la falla. La verdad es que a cada repetida aparición de Facundo
parloteando “No me diga nada…” las risas iban en aumento y todo concluyó en
estruendosas carcajadas, la profesora y nosotros mismos incluidos.
Objetivo cumplido pese a todo. Fuimos aprobados y nuestros dignos adversarios también. Fue la primera experiencia en una actividad que se tornaría apasionante con el correr de los años y los conocimientos que vendrían.
Finalizada la agotadora aventura, con toda la
dudosa gloria adquirida, nos fuimos los cuatro a celebrar con pizzas y cervezas
por avenida Pellegrini. ¿Acaso podíamos tener un premio mejor?