jueves, 4 de septiembre de 2025

Mi abuela Carmen

Susana Dal Pastro

 

Resistía los pesares con firmeza.

La recuerdo seria dándome indicaciones sobre cómo afrontar ciertas cosas.

También la recuerdo tierna. Me bañaba con jabones perfumados, me llevaba a la calesita y al cine si las películas eran en castellano.

Íbamos caminando ida y vuelta al cine Esmeralda que estuvo muchos años en avenida Pellegrini y Corrientes. Ese cine, todos los lunes ofrecía un programa de tres películas en nuestro idioma, argentinas, españolas y mejicanas. Mi abuela, contenta porque entendía perfectamente todo con los actores del momento: Tita Merello, Sandrini, Zully Moreno, Sarita Montiel, Arturo de Córdoba, Pedro Infante, Jorge Negrete y tantos más.

La abuela Carmen no conoció la escuela, por eso, siempre me alentó a estudiar.

Carmen cuidó y educó su prole lavando y planchando ropa ajena. La honestidad, la pulcritud, la blancura y el aroma de su piel la distinguieron a lo largo de toda su vida. Dueña de una fuente inagotable de agradecimiento, repartía millones de gracias a quienes la ayudaban o la acompañaban o tenían con ella alguna atención.

En familia rezongaba frecuentemente, pero un color en los labios y un toque de perfume la transformaban en una persona afable y comedida.

Todas las tardes durante las cuatro estaciones, la abuela visitaba todas las semanas algún pariente y nos llevaba con ella segura de que nos portaríamos bien. Nosotros vivíamos por calle Maipú a pocas cuadras de su departamento de pasillo, en bulevar 27 de Febrero, al que íbamos todos los días; y, al atardecer de todos los días, nos traía de vuelta. Carmen dominaba el arte de la conversación.

 Al traernos a casa, apenas alcanzábamos la calle, se detenía en la primera parada: los vecinos de la casita del frente sentados en la vereda.

“Nena, saluden”, nos decía. Lo menos que nos llevaba ese saludo, era un rato largo de qué lindo vestido te pusiste hoy, cómo está tu mamá, cómo te fue en la escuela. ¿Qué pasa, no tenés lengua? El argumento dependía del momento y de la época del año; el fastidio de la respuesta, también. Se caminaba otro trecho y llegábamos a la siguiente estación: doña Sara que esperaba junto a su nietita, los últimos chismes.

“¿Usted sabía doña Carmen que la misma noche del velorio de la gallega, el viudo y Laura se fueron a dormir juntos?”. Yo entendí poco ese lenguaje, en cambio, mi hermana se puso colorada y la abuela se inquietó ante la crudeza del comentario. Una mirada suya bastó para saber que era el momento de guardar silencio y alejarnos unos pasos para no escuchar lo que no debíamos.

Y, claro, ahora a justificar el embarazo de la Laura. ¡Qué vergüenza! Con lo buena que fue la gallega para ellos.

Yo le decía a la gallega que se cuidara; estaba muy delgada y tenía las piernas arruinadas; tan joven y linda como era, se lamentaba la abuela.

Otros pasos más y llegábamos a doña Julia: que cuánto cuesta el pan y cuánto, la carne.

Con el tiempo hubo una nueva estación para mi abuela: la esquina de las chicas de la noche. Muy cerca del hotel alojamiento que había en 27 de Febrero y Maipú. Eran cuatro o cinco chicas y, por supuesto, doña Carmen no tardó en hacerse amiga de ellas. Aquí el tema de la conversación presentaba una realidad distinta y ajena, pero doña Carmen escuchaba: si la noche prometía, si la anterior había sido provechosa, si se sentían bien. Apenas si llamó la atención lo redondita que, de repente, se había puesto Lili; le quedaba bien; estaba linda la flaca. Tiempo después, cuando doña Carmen se sorprendió de no verla y preguntó por ella, le dijeron que Lili había tenido una nenita y no aparecería por unos días.

 Carmen daba el parte de los acontecimientos llegando a inquietar a la familia que veía con preocupación el vínculo que se había formado entre ella y sus nuevas nietas.

Y aconteció lo temido. Una noche andaba rondando la Policía y las chicas de la esquina no tuvieron mejor opción que pedir auxilio a doña Carmen. Entraron por el pasillo hasta su departamento y golpearon la puerta. Estaban por entrar cuando, inesperadamente, llegó tío Francisco, y sin titubear, echó a las chicas. El móvil de la Policía esperaba en la vereda y faltó un poquito así para que se llevaran también a la abuela. Uno de esos agentes era del barrio y conocía muy bien a todos los vecinos, por eso no hubo sospechas respecto a Carmen y su hijo y nos salvamos todos de un montón de problemas.

Nada fue igual desde entonces. A la abuela ya no la dejaron andar conversando por ahí. Carmen se volvió triste. El día era largo. ¿Y quién se haría cargo de ella? Sus dos hijas; siempre a su lado.

Amargo escuchar decir a la abuela que habían discutido por un plato de comida. Amargo no comprender que ella era madre para todos, que los quería y que esperaba que vinieran a verla. Esperaba, aún, al que le había dado tantos dolores de cabeza y que llamaban irónicamente “ el hijo pródigo”. Era el menor de todos. De espíritu aventurero, se iba de la casa cada dos por tres. Pasaron años sin tener noticias suyas y, por comentarios, llegaron a pensar que había muerto. Hasta que un día apareció con su esposa mitad araucana y mitad francesa y cinco mocositos peloduro hambrientos, necesitados de contención, de alimento y de escuela. Se improvisaron las camas por todos los ambientes. Lila tuvo que reducir su cucha para ganar espacio.

Un pico de presión casi mata a la abuela, pero había que sobrevivir. Una camada de nuevos nietos clamaba por atención y cariño.

Un día Carmen volvió a salir sola y anduvo perdida varias horas. Muy preocupados, la buscaron por los alrededores y vaya a saber qué ángel la trajo de vuelta.

Mi tía se la llevó con ella. No fue fácil la decisión, pero había que proteger a la abuela y se tomó la medida: cerrar la puerta con llave y ya no permitirle salir.

Doloroso verla callada y quieta detrás de la reja. Sollozaba. Qué pensaría de su nueva forma de vida, encerrada. A veces nos miraba ausente; otras veces nos miraba y se reía. Andaba chiquita y silenciosa en esas cansadas pantuflas hasta que ya no anduvo más. Comía apenas. Si estaba despierta miraba el entorno con asombro como si no supiera dónde estaba o quiénes éramos. Para ella la cama era todo el espacio. Y ahí se quedó hasta aquel día en que, al besarla, me creyó su mamá; se tomó de mi mano confiada y sonriente. Decía que habían venido a buscarla.

¿Quiénes vinieron?

¿No los ves? Papá y mi bebé (su bebé perdido al nacer).

Una brisa nos estremeció a las dos. La abuela soltó mi mano para tomarse de aquellas otras y se fue, cándida.

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