Susana Dal Pastro
Resistía los pesares con firmeza.
La recuerdo seria dándome indicaciones
sobre cómo afrontar ciertas cosas.
También la recuerdo
tierna. Me bañaba con jabones perfumados, me llevaba a la calesita y
al cine si las películas eran en castellano.
Íbamos caminando ida y vuelta al cine Esmeralda que
estuvo muchos años en avenida Pellegrini y Corrientes. Ese cine, todos los
lunes ofrecía un programa de tres películas en nuestro idioma, argentinas,
españolas y mejicanas. Mi abuela, contenta porque entendía perfectamente todo
con los actores del momento: Tita Merello, Sandrini, Zully Moreno, Sarita
Montiel, Arturo de Córdoba, Pedro Infante, Jorge Negrete y tantos más.
La abuela Carmen no conoció la escuela,
por eso, siempre me alentó a estudiar.
Carmen cuidó y educó su prole lavando
y planchando ropa ajena. La honestidad, la pulcritud, la blancura y el aroma de
su piel la distinguieron a lo largo de toda su vida. Dueña de una fuente
inagotable de agradecimiento, repartía millones de gracias a quienes la
ayudaban o la acompañaban o tenían con ella alguna atención.
En familia rezongaba frecuentemente,
pero un color en los labios y un toque de perfume la transformaban en una
persona afable y comedida.
Todas las tardes durante las cuatro
estaciones, la abuela visitaba todas las semanas algún pariente y nos llevaba
con ella segura de que nos portaríamos bien. Nosotros vivíamos por calle Maipú
a pocas cuadras de su departamento de pasillo, en
bulevar 27 de Febrero, al que íbamos todos los días; y, al atardecer
de todos los días, nos traía de vuelta. Carmen dominaba el arte de la
conversación.
Al traernos a casa, apenas
alcanzábamos la calle, se detenía en la primera parada: los vecinos de la
casita del frente sentados en la vereda.
“Nena, saluden”, nos decía. Lo menos
que nos llevaba ese saludo, era un rato largo de qué lindo vestido te pusiste
hoy, cómo está tu mamá, cómo te fue en la escuela. ¿Qué pasa, no tenés lengua?
El argumento dependía del momento y de la época del año; el fastidio de la
respuesta, también. Se caminaba otro trecho y llegábamos a la siguiente
estación: doña Sara que esperaba junto a su nietita, los últimos chismes.
“¿Usted sabía doña Carmen que la
misma noche del velorio de la gallega, el viudo y Laura se fueron a dormir
juntos?”. Yo entendí poco ese lenguaje, en cambio, mi hermana se puso colorada
y la abuela se inquietó ante la crudeza del comentario. Una mirada suya bastó
para saber que era el momento de guardar silencio y alejarnos unos pasos para
no escuchar lo que no debíamos.
—Y, claro,
ahora a justificar el embarazo de la Laura. ¡Qué vergüenza! Con lo buena que
fue la gallega para ellos.
—Yo le
decía a la gallega que se cuidara; estaba muy delgada y tenía las piernas
arruinadas; tan joven y linda como era, se lamentaba la abuela.
Otros pasos más y llegábamos a doña
Julia: que cuánto cuesta el pan y cuánto, la carne.
Con el tiempo hubo una nueva estación
para mi abuela: la esquina de las chicas de la noche. Muy cerca del hotel
alojamiento que había en 27 de Febrero y Maipú. Eran cuatro o cinco chicas y,
por supuesto, doña Carmen no tardó en hacerse amiga de ellas. Aquí el tema de
la conversación presentaba una realidad distinta y ajena, pero doña Carmen
escuchaba: si la noche prometía, si la anterior había sido provechosa, si se
sentían bien. Apenas si llamó la atención lo redondita que, de repente, se
había puesto Lili; le quedaba bien; estaba linda la flaca. Tiempo después,
cuando doña Carmen se sorprendió de no verla y preguntó por ella, le dijeron
que Lili había tenido una nenita y no aparecería por unos días.
Carmen daba el parte de los acontecimientos
llegando a inquietar a la familia que veía con preocupación el vínculo que se
había formado entre ella y sus nuevas nietas.
Y aconteció lo temido. Una noche
andaba rondando la Policía y las chicas de la esquina no tuvieron mejor opción
que pedir auxilio a doña Carmen. Entraron por el pasillo hasta su
departamento y golpearon la puerta. Estaban por entrar cuando, inesperadamente,
llegó tío Francisco, y sin titubear, echó a las chicas. El móvil de la Policía
esperaba en la vereda y faltó un poquito así para que se llevaran también a la
abuela. Uno de esos agentes era del barrio y conocía muy bien a todos los
vecinos, por eso no hubo sospechas respecto a Carmen y su hijo y nos salvamos
todos de un montón de problemas.
Nada fue igual desde entonces. A la
abuela ya no la dejaron andar conversando por ahí. Carmen se volvió triste. El
día era largo. ¿Y quién se haría cargo de ella? Sus dos hijas;
siempre a su lado.
Amargo escuchar decir a la abuela que
habían discutido por un plato de comida. Amargo no comprender que ella era
madre para todos, que los quería y que esperaba que vinieran a verla. Esperaba,
aún, al que le había dado tantos dolores de cabeza y que llamaban irónicamente
“ el hijo pródigo”. Era el menor de todos. De espíritu aventurero, se iba de la
casa cada dos por tres. Pasaron años sin tener noticias suyas y, por
comentarios, llegaron a pensar que había muerto. Hasta que un día apareció con
su esposa mitad araucana y mitad francesa y cinco mocositos peloduro
hambrientos, necesitados de contención, de alimento y de escuela. Se
improvisaron las camas por todos los ambientes. Lila tuvo que
reducir su cucha para ganar espacio.
Un pico de presión casi mata a la
abuela, pero había que sobrevivir. Una camada de nuevos nietos clamaba por
atención y cariño.
Un día Carmen volvió a salir sola y
anduvo perdida varias horas. Muy preocupados, la buscaron por los alrededores y
vaya a saber qué ángel la trajo de vuelta.
Mi tía se la llevó con ella. No fue
fácil la decisión, pero había que proteger a la abuela y se tomó la medida:
cerrar la puerta con llave y ya no permitirle salir.
Doloroso verla callada y quieta
detrás de la reja. Sollozaba. Qué pensaría de su nueva forma de vida,
encerrada. A veces nos miraba ausente; otras veces nos miraba y se reía. Andaba
chiquita y silenciosa en esas cansadas pantuflas hasta que ya no anduvo más.
Comía apenas. Si estaba despierta miraba el entorno con asombro como si no
supiera dónde estaba o quiénes éramos. Para ella la cama era todo el espacio. Y
ahí se quedó hasta aquel día en que, al besarla, me creyó su mamá; se tomó de
mi mano confiada y sonriente. Decía que habían venido a buscarla.
—¿Quiénes
vinieron?
—¿No los
ves? Papá y mi bebé (su bebé perdido al nacer).
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