Mirta Prince
Llegó la noche, duermo plácidamente y en mis sueños recuerdos de mi
niñez surgen por mi mente. Son tan nítidos y tan reales.
Me veo, caminando sola, por esa calle de tierra, de pronto, el puente
del arroyo.
Ahí nomás, pasando la esquina de Rivadavia y Alberdi, aparecía la casa
de los Blanco, antigua, encantadora, brillante por los rayos del sol.
Tenía paredes de ladrillos, ventanas no muy grandes, postigos
semicerrados, puertas de doble hoja, ambientes amplios, pisos de ladrillos, una
inmensa galería, con un enrejado de madera o caña, no recuerdo, donde había una
enorme glicina, que con sus flores perfumaba y coloreaba de lila el lugar.
La cocina, en invierno, era lugar de mateadas. Allí, la abuela, con sus
mágicas manos tejía medias o al croché puntillas o carpetas.
Mientras Félix, el abuelo, anciano de tierna sonrisa, cuidaba su huerta,
que parecía una alfombra monocromática de tonos verdes, dado por los cultivos
que allí se hallaban.
Los árboles frutales, eran de variable clase: caquis, granadas,
ciruelos, duraznos, higueras, mandarinas, naranjas, manzanas, etcétera. En
época de floración, me encantaba contemplar a las abejas revoloteando entre sus
flores.
La vivienda estaba bordeada de canteros prolijos, limitados por una
hierba espesa que limitaba su espacio; veías juntillos violetas, rosas,
azucenas, etcétera.
El camino a la bomba de agua era un pequeño sendero, debajo de una
glorieta donde había una enredadera de flores rojas que parecían campanillas.
El cañaveral de verdor sombrío servía de límite con el arroyo del lado
este de la propiedad.
El arroyo era un hilo de agua que corría entre piedras y vegetación
tupida. A pesar de ello, nosotros hicimos muchísimas travesuras o intentos de
pesca nunca lograda.
En algunos temporales, propios de la llanura pampeana, se producían
inundaciones con torrentes impresionantes que, a pesar de la resistencia de
ellos, hubo que sacarlos de la casa.
Fueron muy lindas las juntadas de la prole de primos, las corridas, las
escondidas, la caza de sapo. Asustar a las tías era un clásico.
Lo lindo era que ¡estábamos todos! Abuelos, tíos, padres, primos,
hermanos.
Hoy muchos no están, tampoco la casa, lugar de reunión familiar. Tampoco
el arroyo, nuestro lugar de regocijo. Fue entubado hasta la desembocadura del río
Arrecifes, siendo hoy la avenida Juan Perón.
No puedo negar que siento emoción, tristeza, alegría al recordarlo, porque ellos eran seres irrepetibles y muy queribles.
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