José Mario Lombardo
Las historias,
los recuerdos, se manifiestan o se presentan de distintas maneras. Unas se
ofrecen al relato de improviso, como si hubiesen estado esperando el momento de
dar el presente. Otras se generan ante la visión de algo que las relaciona: un
árbol, una fruta, el vecino, una calle, la noche, una canción.
También suelen
aparecer cuando uno comienza a escribir sin una idea determinada, pero
obedeciendo al vago presentimiento de que algo saldrá a la luz, en alguna parte
de la página en blanco. Con el final, al concluir el relato sobre esa historia
que en realidad nunca termina, se intuye que no es la presentida. Que es otra.
Entonces uno
vuelve a insistir:
Frente a mi casa
había un paraíso. No era muy alto. La horqueta desde donde nacía su ramaje estaba
a poca altura, por eso sería que resultaba muy fácil trepar en él.
Trepar un árbol
es sentirse parte. Cuando uno se encuentra acaballado en una de sus ramas, sabe
que es algo árbol, algo pájaro, algo aire y en la altura, puede llegar a
percibir que desde allí la visión es otra, es la visión del árbol y del pájaro.
Ese paraíso fue testigo
de la construcción de la casa de mi infancia. Estoy trepado en su copa y el
árbol me cuenta aquello que una vez vio:
Vio como mi
padre con mi abuelo y mis tíos trazaron cimientos, levantaron muros de
ladrillos, colocaron aberturas, revocaron con cal y barro las paredes, techaron
con pendiente a un agua las habitaciones, instalaron agua y luz y festejaron en
el patio, con un asado, la culminación de la obra de todos:
Nuestra casa.
En la entrada, el
paraíso de la vereda, el cerco del frente y la palmera en el pequeño jardín, sombreaban
y definían el lugar de los juegos y de las reuniones. El corredor, cerrado con
una estera de tablillas de madera, permitía el acceso a la cocina y a las dos
habitaciones, y un pasillo lateral conducía hacia el patio trasero, por donde
se accedía al baño, a la bomba de agua y al gallinero.
Los cielorrasos
de la casa eran de tejuela de ladrillo. Esos cielorrasos se construían con un
entramado de tirantes y alfajías de madera y sobre esa especie de plataforma,
se acomodaban las tejuelas (las tejuelas son del mismo material que el ladrillo
común: moldeadas en barro ligado con bosta y cocidas en horno, como el
ladrillo). Una vez colocadas las tejuelas, solía aplicarse sobre ellas una capa
de tierra para absorber tanto la humedad de condensación del techo de chapa
como para aislar de las temperaturas extremas a los ambientes.
Los pisos de la
casa eran solados de baldosa calcárea. (La baldosa calcárea es la que conocemos
en los patios con pisos de dibujos moriscos y en las baldosas comunes que vemos
en las veredas).
La casa estaba
pintada con cal. La pintura se preparaba en tachos donde se mojaba la cal con
abundante agua para lograr hidratarla; luego, cuando se colaba el blanco
líquido que parecía leche, se le agregaba algún fijador, que solía ser clara de
huevo. Los colores se lograban agregando colorantes en polvo. Nuestra casa era
blanca. Toda blanca.
La cocina, lugar
de trabajo, de reunión, comedor diario y guarida de juegos en el invierno,
tenía un fogón, una mesada de cemento un aparador y una mesa de pino con sillas
de paja. Después, con el tiempo, colocaríamos una cocina a kerosene y varias
cosas más. Unos cuantos artefactos más.
Aquí vemos cómo el
árbol de la vereda, el paraíso, me llevó a mi casa: el otro paraíso.
Y así son las cosas, como sospechábamos al
principio, uno cree que la historia es esa, pero se encuentra con la otra.
Cuando termina el relato, cuando parece que ya es necesario poner el fin,
descubre que no es así, que el fogón se transformó en cocina, que vino la
estufa y se acabó el brasero, que no hay lechero pues tenemos el sachet, que no
viene el querosenero pero nos llega la factura del gas y en fin, que la
historia continúa y que nunca es la misma.
Pero siempre es la misma.
Tu lo has dicho, la historia continua como cuando compartía con ustedes esa sala disfrutando historias de compañeros que nos pintaban en letras imágenes de un pasado no tan lejano.
ResponderEliminarHoy vuelvo a leer y encuentro tu historia y veo que el no ha pasado.
Un abrazo amigo.
Luis A. Molina