Hugo Longhi
La sangre se le habrá quedado helada a más de uno con
apenas leer el título. Escenario principalísimo de la etapa más negra y
horrorosa de nuestra historia reciente. Y yo estuve allí.
Me apresuro a pasar el limpiaparabrisas antes de que nos
equivoquemos de camino.
Transcurría el último cuatrimestre de 1974 y yo iba al
colegio secundario, cursando el tercer año de lo que en aquella época se
denominaba ciclo básico.
Una mañana apareció un señor vestido con uniforme de
oficial de Marina. Nos comenzó a dar una charla en un tono muy amigable y
simpático. Su discurso resaltaba las virtudes y ventajas que tendríamos si
continuábamos nuestros estudios en la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma).
Entre las ventajas habló de que “ganaríamos un sueldo”.
Obviamente para nuestra mentalidad adolescente sonó
todo muy tentador y varios nos vimos seducidos al menos a discutir entre
nosotros si nos convenía incorporarnos a la Marina de Guerra, nada menos. Pocos
días después, ya persuadido, me dirigí, junto con otros compañeros, a la sede
local de la Armada, que estaba en calle España casi Rioja. El trámite fue muy
rápido y también allí recibimos tratamiento muy atento.
El plan establecía que el ingreso a la Esma sería a
fines de enero del año siguiente. Vale la apostilla para indicar que nos
encontrábamos en democracia.
En ese ínterin tuve que sortear ciertas disidencias
familiares dado que, mientras mi papá estaba sumamente entusiasmado con el
tema, tal vez porque entendía que los militares me irían a disciplinar
adecuadamente, a mi mamá no le gustaba nada la idea pues perdería de vista a su
hijo por mucho tiempo. Ya sabemos cómo son las madres. También hubo otros opinadores,
pero finalmente la decisión fue “engancharme” a la Marina. Me iba a convertir
en un “Anpa”, Aspirante Naval de Primer Año.
El 31 de enero de 1975, bien temprano, fue la fecha en
que me subí al tren en Rosario Norte para dirigirme a Buenos Aires. Era la
primera vez que me separaba de mi familia y no quise que nadie fuera a
despedirme. En los días previos tuve que visitar al peluquero que le dio fin a
la larga melena que lucía en aquel entonces.
Luego de arribar a Retiro, nos subieron a un colectivo
de la Armada para, así, llegar a la Escuela cerca del mediodía. Era un día de
sol y yo me sentía tranquilo ya que estaba con mis compañeros de colegio. Pero
a partir de allí nos dividieron, nos dieron una enorme bolsa donde íbamos
colocando diversos elementos que nos entregaban. Ropa, jarro, borceguíes y
otros enseres más que mi memoria no registra ahora. La bolsa cada vez pesaba
más y la debíamos cargar al hombro todo el tiempo.
Luego pasamos por el peluquero. Parece que mi corte no
era lo suficientemente militar. Nos tomaron una foto para la ficha y acá viene
lo peor, una vacuna que me dejó el brazo a la miseria; pero, según decían, me
protegería contra todos los males.
A esta altura ya se habían terminado los gestos
amables. Las caras sonrientes de Rosario se transformaron en gritos amenazantes
y órdenes estrictas. Nos dieron de comer un sándwich de milanesa que debió
haber sido hecho tres días antes y un huevo duro. La bebida siempre era agua de
canilla.
Creo que fue en ese mismo momento en que decidí que mi
estadía en ese lugar no iba a ser extensa, más bien estaba concluida; pero como
era imposible renunciar, tuve que aceptar el régimen imperante. No tiene mucho
sentido narrar lo que fueron mis jornadas allí: nada divertidas, aunque,
revisándolas a la distancia, tampoco tan terribles.
En definitiva, tras varios intentos, logré la baja y
el portón de Avenida del Libertador a la altura del 8209 se abrió para
despedirme del mundo militar para siempre. Solo habían transcurrido veinticinco
días.
El relato pega un enorme salto hasta el segundo
semestre de 1982 cuando, ya finalizada la guerra de Malvinas, comienzan a
conocerse las atrocidades cometidas en la Esma y que yo ignoraba. Veía imágenes
en televisión y reconocía lugares. Hasta recordaba nombres de oficiales. No
podía creer que yo hubiera estado allí, aunque un año antes del comienzo de
esas operaciones. Absurdamente me sentía, en parte, responsable.
Adelanto aún más los almanaques y me ubico en el
último cuatrimestre de 2015. Cuarenta años después de aquella juvenil aventura
decido volver a ese lugar, ya modificado y convertido en Museo de las Islas
Malvinas, Museo de la Memoria y Centro Cultural “Haroldo Conti”.
Me sumo a una recorrida grupal por el ex-casino de
oficiales, sede de las torturas. El lugar es frío por naturaleza, casi no entra
el sol en esas salas. Las explicaciones del guía le agregan más dramatismo al
momento.
Luego, como para despejarme un poco, me invento una
caminata por los caminos interiores. Hay sol como aquella mañana de 1975, pero
ahora el aire está congelado. Visito mi cuadra, que era el pabellón donde
dormía y a veces debía hacer guardia imaginaria. Habrá quien sepa qué es esto
último. El salón comedor, la pileta, la canchita de futbol. Todo igual, pero
tan distinto. ¿Serán las cuatro décadas transcurridas en mi vida?
También me llego hasta la enorme plaza de armas, que
alguna vez me hicieron barrer con el cepillo de dientes, purgando un castigo.
El mástil, semejando a uno de fragata, continúa allí, pero perdió su formato
original. El silencio acompaña mis pasos.
Me río al buscar un banco de madera donde muy de tanto
en tanto nos poníamos a descansar de tanto trajín. Ya no está más. Vaya a saber
por qué.
Y me voy. Por el mismo portón, ya sin guardias, me encamino rumbo a la estación Rivadavia a tomar el tren que me acerque a Retiro. Creo que esa visita me sirvió para quitarme las absurdas angustias que se me instalaron cada vez que escuchaba nombrar a la Esma.
Nada tengo que ver con ese lugar. Le dediqué apenas veinticinco días de mi vida y fue antes del horror. Nunca más.
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