miércoles, 9 de septiembre de 2020

Esma

 Hugo Longhi

 

La sangre se le habrá quedado helada a más de uno con apenas leer el título. Escenario principalísimo de la etapa más negra y horrorosa de nuestra historia reciente. Y yo estuve allí.

Me apresuro a pasar el limpiaparabrisas antes de que nos equivoquemos de camino.

Transcurría el último cuatrimestre de 1974 y yo iba al colegio secundario, cursando el tercer año de lo que en aquella época se denominaba ciclo básico.

Una mañana apareció un señor vestido con uniforme de oficial de Marina. Nos comenzó a dar una charla en un tono muy amigable y simpático. Su discurso resaltaba las virtudes y ventajas que tendríamos si continuábamos nuestros estudios en la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma). Entre las ventajas habló de que “ganaríamos un sueldo”.

Obviamente para nuestra mentalidad adolescente sonó todo muy tentador y varios nos vimos seducidos al menos a discutir entre nosotros si nos convenía incorporarnos a la Marina de Guerra, nada menos. Pocos días después, ya persuadido, me dirigí, junto con otros compañeros, a la sede local de la Armada, que estaba en calle España casi Rioja. El trámite fue muy rápido y también allí recibimos tratamiento muy atento.

El plan establecía que el ingreso a la Esma sería a fines de enero del año siguiente. Vale la apostilla para indicar que nos encontrábamos en democracia.

En ese ínterin tuve que sortear ciertas disidencias familiares dado que, mientras mi papá estaba sumamente entusiasmado con el tema, tal vez porque entendía que los militares me irían a disciplinar adecuadamente, a mi mamá no le gustaba nada la idea pues perdería de vista a su hijo por mucho tiempo. Ya sabemos cómo son las madres. También hubo otros opinadores, pero finalmente la decisión fue “engancharme” a la Marina. Me iba a convertir en un “Anpa”, Aspirante Naval de Primer Año.

El 31 de enero de 1975, bien temprano, fue la fecha en que me subí al tren en Rosario Norte para dirigirme a Buenos Aires. Era la primera vez que me separaba de mi familia y no quise que nadie fuera a despedirme. En los días previos tuve que visitar al peluquero que le dio fin a la larga melena que lucía en aquel entonces.

Luego de arribar a Retiro, nos subieron a un colectivo de la Armada para, así, llegar a la Escuela cerca del mediodía. Era un día de sol y yo me sentía tranquilo ya que estaba con mis compañeros de colegio. Pero a partir de allí nos dividieron, nos dieron una enorme bolsa donde íbamos colocando diversos elementos que nos entregaban. Ropa, jarro, borceguíes y otros enseres más que mi memoria no registra ahora. La bolsa cada vez pesaba más y la debíamos cargar al hombro todo el tiempo.

Luego pasamos por el peluquero. Parece que mi corte no era lo suficientemente militar. Nos tomaron una foto para la ficha y acá viene lo peor, una vacuna que me dejó el brazo a la miseria; pero, según decían, me protegería contra todos los males.

A esta altura ya se habían terminado los gestos amables. Las caras sonrientes de Rosario se transformaron en gritos amenazantes y órdenes estrictas. Nos dieron de comer un sándwich de milanesa que debió haber sido hecho tres días antes y un huevo duro. La bebida siempre era agua de canilla.

Creo que fue en ese mismo momento en que decidí que mi estadía en ese lugar no iba a ser extensa, más bien estaba concluida; pero como era imposible renunciar, tuve que aceptar el régimen imperante. No tiene mucho sentido narrar lo que fueron mis jornadas allí: nada divertidas, aunque, revisándolas a la distancia, tampoco tan terribles.

En definitiva, tras varios intentos, logré la baja y el portón de Avenida del Libertador a la altura del 8209 se abrió para despedirme del mundo militar para siempre. Solo habían transcurrido veinticinco días.

El relato pega un enorme salto hasta el segundo semestre de 1982 cuando, ya finalizada la guerra de Malvinas, comienzan a conocerse las atrocidades cometidas en la Esma y que yo ignoraba. Veía imágenes en televisión y reconocía lugares. Hasta recordaba nombres de oficiales. No podía creer que yo hubiera estado allí, aunque un año antes del comienzo de esas operaciones. Absurdamente me sentía, en parte, responsable.

Adelanto aún más los almanaques y me ubico en el último cuatrimestre de 2015. Cuarenta años después de aquella juvenil aventura decido volver a ese lugar, ya modificado y convertido en Museo de las Islas Malvinas, Museo de la Memoria y Centro Cultural “Haroldo Conti”.

Me sumo a una recorrida grupal por el ex-casino de oficiales, sede de las torturas. El lugar es frío por naturaleza, casi no entra el sol en esas salas. Las explicaciones del guía le agregan más dramatismo al momento.

Luego, como para despejarme un poco, me invento una caminata por los caminos interiores. Hay sol como aquella mañana de 1975, pero ahora el aire está congelado. Visito mi cuadra, que era el pabellón donde dormía y a veces debía hacer guardia imaginaria. Habrá quien sepa qué es esto último. El salón comedor, la pileta, la canchita de futbol. Todo igual, pero tan distinto. ¿Serán las cuatro décadas transcurridas en mi vida?

También me llego hasta la enorme plaza de armas, que alguna vez me hicieron barrer con el cepillo de dientes, purgando un castigo. El mástil, semejando a uno de fragata, continúa allí, pero perdió su formato original. El silencio acompaña mis pasos.

Me río al buscar un banco de madera donde muy de tanto en tanto nos poníamos a descansar de tanto trajín. Ya no está más. Vaya a saber por qué.

Y me voy. Por el mismo portón, ya sin guardias, me encamino rumbo a la estación Rivadavia a tomar el tren que me acerque a Retiro. Creo que esa visita me sirvió para quitarme las absurdas angustias que se me instalaron cada vez que escuchaba nombrar a la Esma.

Nada tengo que ver con ese lugar. Le dediqué apenas veinticinco días de mi vida y fue antes del horror. Nunca más.

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