Beatriz Perugini
Mis abuelos maternos fueron inmigrantes eslavos. Honestos y
nostálgicos. Como muchos de sus coterráneos se instalaron en la zona sur de
Rosario, comprando un terreno con gran esfuerzo en una zona poco beneficiada
con el paso del tiempo. Construyeron una vivienda humilde con techo y algunas
paredes de chapa que pintaban con una mezcla de cal cada año. El piso de
ladrillos y cemento era barrido varias veces al día. En el fondo de la casa
había árboles frutales, una pequeña huerta y un gallinero.
En el verano solía pasar días en ese lugar que para mí tenía
un encanto especial. Subir a los árboles y saborear naranjas, ciruelas,
mandarinas y nísperos. Hacer equilibrio entre las zanjas de la quinta para no
pisar los brotes de lechuga, acelga, tomates. Amasar con barro y hacer
comiditas con flores de azahares, amapolas y rayitos de sol emulando
condimentos.
¡Despertar con el cacareo de las gallinas era gozoso! Me
levantaba de un salto y corriendo, aún en camisón, llegaba al gallinero para
rescatar los primeros huevos. Tener uno de ellos en mi mano era como tener una
perla tibia. ¡El mejor de los regalos! Y volvía a la casa con esa alegría
inocente que sentimos de niños.
Había una sola situación que me incomodaba: la siesta.
Tendría por aquel entonces siete años. ¡No había chances de incumplimiento! Mi
abuela me acostaba a su lado y con un abanico trataba de refrescar el momento.
A veces se dormía antes que yo. Entonces, con movimientos suaves salía de la
cama y volvía al fondo de la casa. Hubo un momento que quedo guardado en mí
como una foto. Lo traigo al presente.
La enorme parra envuelve a la glorieta protegiendo el camino
de ladrillos que lleva a la huerta. Es una tarde soleada del mes de diciembre.
Ya no hay deberes que cumplir y los sueños juegan en mi cabeza. La antigua
escalera de madera apoyada en la cepa me invita a recoger un racimo de uvas,
que como faroles chinos cuelgan entre las hojas. Hojas palmeadas que se ladean
al paso de la brisa para permitir que el sol espíe mi rostro pícaro. Mi mirada
descubre el mejor racimo. Mi mano derecha se aferra a un zarcillo mientras la
otra corta el tallo que une las uvas con la vid.
El leve sonido del quiebre se convierte en un instante para
siempre. Mis sentidos se ponen a disposición del racimo.
La mirada intenta definir los colores, el olfato se endulza,
la boca se hace agua, ¡el tacto se aterciopela y el oído se agudiza ante la
posible llegada de la abuela, que no me permite comer uvas chinches a esa hora
y con tanto calor!
El lugar se vuelve mágico, el tiempo con sus sueños eterno,
¡la vida por delante y el mejor racimo de uvas imposible de contener en mis
manos!
Hubo un tiempo en que mi pequeña familia creció por años en
la pobreza. Pusimos mucho esfuerzo y nos aunamos para mejorar nuestras vidas.
Hoy nos encuentra en otro lugar. Fuimos amorosamente pobres. ¡En la sencillez
tuvimos las bases para los valores esenciales!
No hay comentarios:
Publicar un comentario