jueves, 27 de mayo de 2021

La siesta

 

Beatriz Perugini

 

Mis abuelos maternos fueron inmigrantes eslavos. Honestos y nostálgicos. Como muchos de sus coterráneos se instalaron en la zona sur de Rosario, comprando un terreno con gran esfuerzo en una zona poco beneficiada con el paso del tiempo. Construyeron una vivienda humilde con techo y algunas paredes de chapa que pintaban con una mezcla de cal cada año. El piso de ladrillos y cemento era barrido varias veces al día. En el fondo de la casa había árboles frutales, una pequeña huerta y un gallinero.

En el verano solía pasar días en ese lugar que para mí tenía un encanto especial. Subir a los árboles y saborear naranjas, ciruelas, mandarinas y nísperos. Hacer equilibrio entre las zanjas de la quinta para no pisar los brotes de lechuga, acelga, tomates. Amasar con barro y hacer comiditas con flores de azahares, amapolas y rayitos de sol emulando condimentos.

¡Despertar con el cacareo de las gallinas era gozoso! Me levantaba de un salto y corriendo, aún en camisón, llegaba al gallinero para rescatar los primeros huevos. Tener uno de ellos en mi mano era como tener una perla tibia. ¡El mejor de los regalos! Y volvía a la casa con esa alegría inocente que sentimos de niños.

Había una sola situación que me incomodaba: la siesta. Tendría por aquel entonces siete años. ¡No había chances de incumplimiento! Mi abuela me acostaba a su lado y con un abanico trataba de refrescar el momento. A veces se dormía antes que yo. Entonces, con movimientos suaves salía de la cama y volvía al fondo de la casa. Hubo un momento que quedo guardado en mí como una foto. Lo traigo al presente.

La enorme parra envuelve a la glorieta protegiendo el camino de ladrillos que lleva a la huerta. Es una tarde soleada del mes de diciembre. Ya no hay deberes que cumplir y los sueños juegan en mi cabeza. La antigua escalera de madera apoyada en la cepa me invita a recoger un racimo de uvas, que como faroles chinos cuelgan entre las hojas. Hojas palmeadas que se ladean al paso de la brisa para permitir que el sol espíe mi rostro pícaro. Mi mirada descubre el mejor racimo. Mi mano derecha se aferra a un zarcillo mientras la otra corta el tallo que une las uvas con la vid.

El leve sonido del quiebre se convierte en un instante para siempre. Mis sentidos se ponen a disposición del racimo.

La mirada intenta definir los colores, el olfato se endulza, la boca se hace agua, ¡el tacto se aterciopela y el oído se agudiza ante la posible llegada de la abuela, que no me permite comer uvas chinches a esa hora y con tanto calor!

El lugar se vuelve mágico, el tiempo con sus sueños eterno, ¡la vida por delante y el mejor racimo de uvas imposible de contener en mis manos!

Hubo un tiempo en que mi pequeña familia creció por años en la pobreza. Pusimos mucho esfuerzo y nos aunamos para mejorar nuestras vidas. Hoy nos encuentra en otro lugar. Fuimos amorosamente pobres. ¡En la sencillez tuvimos las bases para los valores esenciales!

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