Susana Olivera
Debe haber cumplido alrededor de setenta años. Tal vez, más…
o, tal vez, menos. Pero no muchos menos.
¿Cumplen años las fotos? ¿O permanecen fijas, inertes en el
tiempo? ¿O es que la vejez solo les trae un color sepia y les agrega un olor
particular: el olor a viejo?
Y encontré esa foto porque había decidido –y esta vez lo
hice– tirar papeles guardados desde hacía mucho. “Sin mirar lo que tiro”. Pero
¿una miradita? “Sí”. Muy rápida. Porque si me detenía más, empezaba a recordar.
Y es tanto el recuerdo en estos días solitarios, de encuentros virtuales, de
sed de abrazos apretaditos.
La foto: no muy grande, pero lo suficiente para ver a los
personajes, los tíos de mi madre. El tío Teótimo y la tía Tiburcia, caminando
del bracete por la plaza Sarmiento. Ellos vivían por esa zona. Por la calle
Laprida. Y si la memoria no me falla esa era la plaza que tenía una fuente que
se llenaba de agua a través de grifos: representaban patos de metal que
trabajaban como canillas: les salía un chorro de agua por el pico. Cada vez que
íbamos a visitar a los tíos nos acercábamos a la fuente y tratábamos de detener
el chorro con las manos y, por supuesto, nos empapábamos.
¿Era esa fuente la que tenía patos? ¿Era otra la plaza? Se
me confunden recuerdos tan antiguos.
Vuelvo a la foto. Los “TT”, les decíamos nosotros, los
chicos, a los tíos. Era una pareja “despareja”.
Él, pequeño, menudo, muy serio, de voz ronca. Se le marcaba
una línea vertical en el entrecejo lo que le hacía parecer malhumorado. Peinaba
su pelo muy pegado a la cabeza con fuertes dosis de gomina. No nos besaba, sino
que se inclinaba y chasqueaba la lengua. Y siempre, pero siempre, vestía un
traje marrón.
Ella era más alta que él, de pecho exuberante que disimulaba
con blusas con yabot y muchas puntillas. Tenía ojos grises como mi madre y una
sonrisa amplia. Era muy bonita. Usaba el pelo recogido en anchas trenzas grises
que le cruzaban toda la cabeza. Se decía, decían en la familia, que era una
peluca y yo había escuchado por ahí que la llamaban “la vieja de la peluca”.
No tenían hijos. Su casa estaba siempre impecable: pisos
brillantes, cada cosa en su lugar, estatuitas de porcelana y adornos que podían
romperse por todas partes.
Las visitas a casa de los “TT” eran siempre muy formales. No
solo que nos vestían como para una fiesta, sino que nos hacían miles de
recomendaciones: no pedir nada, no tocar nada, quedarse quietos en el lugar
donde nos llevaban, generalmente el comedor, y no recorrer la casa o los
patios.
Es que el tío Teótimo, que era ferroviario, hacía juguetes.
Y tentaban. Eran realmente maravillosos. Lo decían todos. Había hecho una
réplica exacta, con todas las piezas, de una locomotora a vapor con su
respectiva carbonera. Funcionaba a cuerda. Estaba fija en una mesa alta y tenía
una tapa de cristal. Las ruedas al girar hacían un ruido como si fuera un tren
en marcha y, además, de cuando en cuando, sonaba el silbato lo que te hacía
pensar que estabas en la estación de trenes.
Los chicos solo podíamos pararnos enfrente del juguete, pero
no tocarlo. Lo mismo pasaba con el submarino que el tío lo llevaba a un piletón
que tenían en el patio del fondo y que se sumergía.
Sí, podíamos tocar de a uno los autos a cuerda de la
colección, que representaban distintos modelos de la época. Tenían diferentes
tamaños: desde miniaturas hasta llegar a medio metro de largo.
Tío Teótimo nos permitía recibir el juguete que él enviaba
desde un extremo del patio, darle vuelta para regresárselo y entonces, cuando
se le acababa la cuerda, lo volvía a guardar en una caja. Solamente un chico
por vez podía tocar el auto. Tomábamos turnos.
No podíamos jugar entre nosotros. Solamente uno encaminaba
el auto hacia él, mientras los otros de pie junto al tío, mirábamos.
Siempre nos quedábamos con una sensación de “no es justo” o
“que se los guarde”.
En una oportunidad cuando tía Tiburcia nos llamó a tomar el
chocolate con la consabida tarta de manzanas con azúcar quemada, el tío
apresuradamente guardó los autos en sus respectivas cajas y los llevó hasta el
armario. Y mi hermano Carlos se quedó con él presenciando toda la ceremonia de
guardado y preguntando esto y lo otro. Larga charla, cargada de porqués como
saben ser las charlas infantiles.
Se terminó el juego, el chocolate y la visita. Regresamos a
casa en tranvía. Mi hermano me hacía señas extrañas. Pensé que eran las burlas
y bromas de costumbre… Pero, a escondidas, sacó del bolsillo un autito negro,
un Ford.
—Mamá te va a matar– le dije.
—¿Cómo se va a enterar que me lo traje si vos no le contás?
—Yo no digo nada, pero el tío se va a dar cuenta que fuiste
vos y va a llamar a mamá… ¿qué otros chicos lo visitan y ven los autitos?
—Se lo devuelvo la próxima vez que vayamos. Y no se va a dar
cuenta.
—Se va a dar cuenta. Vos sabés cómo los cuida. Además, ¿cómo
le vas a dar cuerda? No lo vas a poder hacer andar.
—¿Cómo que no? Acá tengo la cuerda.
Carlitos agregó “el auto nuevo” a sus juguetes: camioncitos,
playa de estacionamiento de varios pisos, autos rellenos con masilla para jugar
carreras con otros chicos en la plaza. Y jugó con “el auto nuevo” toda la
tarde. De cuando en cuando, me dirigía una mirada en parte cómplice, pero en
parte amenazadora.
Yo dudaba si contarle a mamá, pero decidí que lo que había
hecho mi hermano no era mi problema y que él tendría que solucionar sus cosas.
Llegó la hora de preparar la mesa, cortar el pan y ponerlo
en dos paneras, uno en cada extremo, preparar el “Trinaranjus” para nosotros,
acercar la sillita alta del bebé… La cena transcurrió como de costumbre: entre
peleas, risas y retos y el esperado “Basta ya” de papá, cuando de repente e
inesperadamente, como si fuera un tiro de cañón, sonó el teléfono…
¡Muy bueno Susana! sobre todo ese final. Me encantó!
ResponderEliminar