jueves, 27 de mayo de 2021

Mirarse al espejo (el fotógrafo del parque)

Daniel Jobbel

 

Un día alguien me dijo: “Al pasado hay que bajarle la persiana y vivir el ahora”. A todos nos agobia de vez en cuando el presente, nos sentimos prisioneros sin dirección, sin brújula en estos días; nos rendimos, nos debatimos entre mil opciones, cien mil deseos y trescientos pensamientos a la vez...

No hay historia muda. Por mucho que la quemen, por mucho que la rompan, por mucho que la mientan, la memoria humana se niega a callarse la boca. El tiempo que fue sigue latiendo, vivo, aunque se lo niegue o no se lo sepa.

Veo el pasado por el agujero de una cerradura. Viví cerquita de un gran parque con un suntuoso rosedal; de un lado un gran cementerio, El Salvador, y dos grandes avenidas cerca en una bella ciudad. Cuando era un pibito jugando a la guerra sin saber lo que era un conflicto bélico hasta Malvinas; recuerdo correr en karting con rulemanes; ir a las hamacas frente al club rojinegro. A esa calesita en El Palomar del parque Independencia en los años sesenta; o esas vueltas en el trencito, mezquinas, placenteras, pero vueltas al fin. ¿Y quién no se sacó unas fotos con el fotógrafo don Carlos con palomas comiendo en las manos? A eso quiero llegar.

Quienes vivíamos cerca, en el barrio, ¡quién no conocía al famoso fotógrafo!

Llegado de Italia, contaba mi abuelo, que jugaba a las bochas en Newell’s, entabló una amistad con Filippo, que se instaló con su equipo el mismo año de la inauguración del parque, en la esquina de Oroño y Pellegrini, donde funcionó originalmente el zoológico, para mudarse unos años después a la Montañita, luego de que los presos de “la redonda”, la cárcel de encausados, hicieran el Laguito.

Rasqueteando la memoria como si tuviera en mis manos una espátula, sacando capa tras capa de gastada pintura en una pared, hoy visualizo lo que mi abuelo sabía contar de aquel conocido fotógrafo y de don Carlos, que siguió el oficio de Filippo, su antecesor, y tenía sus secretos, quizás una vieja escuela y anécdota para cautivar a los visitantes de El Palomar.

Según se dice, había una paloma que cuando llegaba el fotógrafo con la máquina lo reconocía –contaba el nono–, porque el tipo traía maíz en los bolsillos. Le ponía la mano y se subía. A veces, le ponía un maíz en la boca y les decía a los chicos: “Ahora me va a dar un beso en la boca”. Asomaba el grano y la paloma se lo sacaba de la boca y los pibes se asombraban. Allí, la instantánea imagen quedaba guardada para quienes los miraban.

Don Carlos, nieto de Filippo, fue quién hizo mi primera foto como un retrato único, hoy en sepia. Y mi “nono” como le decía yo; orgulloso de ese gran evento...

¿Ese imborrable apetito de pibe travieso, curioso que fuimos, quién nos lo saca de la memoria? Pregunto. Cómo esa anécdota de don Carlos y Filippo.

Ahora, la realidad muchas veces es para volverse loco. Recuerdo lo que decía mi abuelo zapatero: "Lo que es hoy son los pasos de ayer”; pero no olviden lectores que, sea cual sea, si tienes una realidad y un presente, tienes un hilo pasado para agarrar y dejar que fluya al viento de un futuro mediato...

La memoria falla, distorsiona; sin embargo, poco olvida, y me vuelve a las empanadas de la abuela, aquel fotógrafo, el mate, el trompo; el juego de la botellita; los deberes en un cuaderno Rivadavia; un “Estanciero” en días de lluvia, esa payana, una buena mesa de truco y buen vino, o esa pelota Pulpito a rayas en ese picado interminable, el metegol. ¿Cómo olvidarme del metegol de hierro en La Nueva Aurora, el club de barrio? O de aquel barrilete en un rabo de nube, de las materias que te llevaste del secundario, los oficios, los empleos, compañeros, amigos del café; la universidad o esos viejos amores pasajeros y ese apoyo de familia. De ese pasado aprendimos.

Habría que hacer reflexionar a los que pretenden bajarle la persiana al pasado y decirles: “Somos lo que fuimos, lo que sentimos y lo que deseamos que sea.”. Pronto, ellos, pasajeros del presente imperfecto, cuando lleguen a nuestra edad se verán en el mismo espejo.

Claro, se sabe. En el Independencia quizás no esté más el fotógrafo, ni muchas otras cosas, pero quedó su esencia, su aureola, llamémosla así, su mística, su historia mínima y sensible. 

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