Emilia Inés Fabrega
Transcurría el año
1970 y estaba cursando el cuarto año de la escuela secundaria. La hermana
Beatriz desarrollaba, como siempre lo hacía, de manera amena su clase de Literatura.
Entre romance y romance, hizo alusión a la figura del juglar definiéndolo, en
mi versión resumida, como aquel artista que recorría poblados ofreciendo su
arte, que podían ser canciones o bailes.
Es muy probable
que a alguna de mis compañeras haya logrado transportarla hasta algún paisaje
lejano con un pintoresco personaje atrapado en el medioevo.
A mí, me acercó a
mi realidad, a una persona perteneciente a mi vida y a mis afectos, mi abuelo
paterno, del quien heredó su nombre mi padre y posteriormente derivó en el mío.
Recuerdo verlo
salir de mi casa muy temprano generalmente con su saco marrón y su sombrero de
fieltro. Recorría toda la calle hacia el oeste hasta llegar al almacén de ramos
generales. En esa esquina se concentraban todas las actividades de su vida
social.
Allí se recibían
las jugadas de quinielas. Para tal fin, él confeccionaba una lista con números
que generalmente correspondían a algún sueño de la noche anterior donde se
depositaban todas las expectativas de lograr algún acierto.
En ese mismo lugar
compraba una ración de galletas “Rosarinas” algo parecido a las que actualmente
llaman galletas “María”, más común entre nosotros como “Vocación”.
Ya en la vereda
daba riendas sueltas a su arte coplero. Siempre se reunía a su alrededor un
grupo de gente que seguramente disfrutaba de ese improvisado y sencillo
espectáculo.
La hermana Beatriz
continuó con su exposición comentándonos que la temática de los cantares de los
juglares era variada. Generalmente pertenecían a relatos de hechos reales. Así,
podían ser temas alegres, de amores, de pasiones o tristes, de dramas o
tragedias.
El repertorio de
mi abuelo fue completo.
Nos contaba a mis
hermanos y a mí (juego de cartas mediantes) de sus coplas alegres en su
Andalucía natal, cuando siendo muy jóvenes medían sus energías en competencias
que consistían en bailar sus danzas típicas hasta que quedara un vencedor.
Podrían pasar días enteros.
Entre mis vivencias,
recuerdo su canto de alegría luego de soplar sus noventa velitas esparcidas en
una torta de varios pisos y acompañado por el cariño y respeto de mucha gente.
También recordaba
sus canciones de dolor. Dolor de volver derrotado de una guerra, para la cual
había sido reclutado y enviado sin demasiadas explicaciones, para luchar contra
un pueblo cubano que se había levantado en armas. Un pueblo ilusionado con
lograr su independencia, de recuperar su soberanía y su identidad.
Y las de las
pérdidas irreparables…
Nunca faltaron las
coplas esperanzadas. Como aquellas que acompañaron en su decisión de buscar paz
y bienestar para él y su familia en nuevos horizontes.
Y las de siempre.
Las que honraron la vida. Las mismas que compartió con quienes así lo
quisieron, durante tantos días.
El
último, volvió a casa con sus noventa y tres años a cuestas; cargando toda su
vida sobre su pronunciada delgadez, habiendo depositado sus últimos sueños y
derramado generosamente sus últimos cantares… como un juglar.