viernes, 27 de septiembre de 2019

Lucía


Mónica Mancini

A pesar de transitar por diversos ámbitos, con buenas relaciones y múltiples intereses, quizás por los cambios de provincia o por las particularidades de mi familia, no lograba encontrar a “la amiga”, aquella con quien compartir los secretos más osados, los momentos más felices. Nunca hasta entonces había tenido la oportunidad de gozar de una amistad plena, total. Había abandonado la niñez, la adolescencia y, si bien tenía muchas amistades, no lograba intimar con nadie hasta que apareció Lucía.
Jamás escuché la expresión “amistad a primera vista”, pero en verdad eso fue lo que sentí cuando la conocí. Ella apareció en mi trabajo aparentando mucha inseguridad, dispuesta a pagar el famoso derecho de piso, se manejaba con extrema prudencia y hablaba menos de lo necesario. Inmediatamente, después de nuestra primera charla decidí protegerla, darle un espacio en ese lugar. Ella sabía cómo hacerlo, porque había recorrido el mismo camino sorteando con éxito numerosos obstáculos.
Con el tiempo descubrimos que nos sentíamos muy bien trabajando, que disfrutábamos al hacer proyectos especiales, creativos. Juntas éramos mucho más que dos como dice el poeta. En breve incorporamos a nuestras familias y además del trabajo compartíamos salidas, festejos y hasta unas inolvidables vacaciones en las sierras.
Nuestras hijas y nuestros maridos también estrecharon lazos y compartían gustosos las iniciativas que emprendíamos acompañándonos en concretar diversas propuestas.
Yo quedé embarazada de mi segunda hija y a los tres meses Lucía dio con alegría la noticia de su nueva maternidad. Compartimos algo más. Armamos juntas los ajuares de nuestros bebés, íbamos al obstetra y comentábamos todas las particularidades que nuestra situación común nos provocaba.
Nació mi beba y ese verano me fui de vacaciones.
Lucía tuvo el bebé el día antes de que yo regresara. Cuando llegué de las sierras me enteré del nacimiento y tuve una extraña sensación, algo urgía dentro de mí que me obligaba a correr al lugar donde mi amiga estaba internada. Obedeciendo a mi intuición, sin siquiera abrir los bolsos y dejando a mi pequeña beba, recorrí con premura las calles que me separaban del sanatorio. Me dirigí sin dudarlo y sin perder tiempo a la habitación que me habían indicado y grande fue mi sorpresa cuando encontré a mi amiga sola, solísima en una habitación grande, blanca y fría. El bebé estaba en la cunita a su lado tan solo como ella… Sospechando que algo no estaba bien, me acerqué a la cama y consternada vi el rostro de mi amiga, inundado de alegría, de paz. Al interrogarla solo se sonreía y decía que la deje soñar… su cara y sus labios eran del mismo color lívidos ambos, al tocarla percibí que estaba helada y casi rígida, espantada levanté las sábanas y observé que un gran charco de sangre rondaba su cuerpo como atrapándola en un destino fatal.
Los hechos posteriores se sucedieron como cuando se observa una película con imágenes aceleradas. Correr, gritar, buscar ayuda. La presencia de los médicos no se hizo esperar, actuaban con rostros preocupados, profesionales, calmándome ya que no podía contener el llanto al presenciar como Lucía se iba, se alejaba.
Me hice cargo del bebé que ya reclamaba su alimento, yo podía amamantarlo, mientras Lucía luchaba por su vida. Se hicieron interminables los minutos que duró la intervención. Cuando los profesionales terminaron su trabajo, la trajeron a la habitación semidespierta, ella aún no era consciente de lo que había vivido. Inmediatamente le hicieron varias transfusiones de sangre y de a poco se fue recuperando.
Ese hecho nos unió aún más. Nuestras vidas se enlazaron de un modo definitivo. Fue entonces cuando encontré la respuesta a esa pulsión que me había sorprendido al tener el primer encuentro con mi amiga. Nuestros destinos debían unirse indefectiblemente, la vida debía seguir su curso.

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