domingo, 29 de septiembre de 2019

Juglares

Emilia Inés Fabrega

Transcurría el año 1970 y estaba cursando el cuarto año de la escuela secundaria. La hermana Beatriz desarrollaba, como siempre lo hacía, de manera amena su clase de Literatura. Entre romance y romance, hizo alusión a la figura del juglar definiéndolo, en mi versión resumida, como aquel artista que recorría poblados ofreciendo su arte, que podían ser canciones o bailes.
Es muy probable que a alguna de mis compañeras haya logrado transportarla hasta algún paisaje lejano con un pintoresco personaje atrapado en el medioevo.
A mí, me acercó a mi realidad, a una persona perteneciente a mi vida y a mis afectos, mi abuelo paterno, del quien heredó su nombre mi padre y posteriormente derivó en el mío.
Recuerdo verlo salir de mi casa muy temprano generalmente con su saco marrón y su sombrero de fieltro. Recorría toda la calle hacia el oeste hasta llegar al almacén de ramos generales. En esa esquina se concentraban todas las actividades de su vida social.
Allí se recibían las jugadas de quinielas. Para tal fin, él confeccionaba una lista con números que generalmente correspondían a algún sueño de la noche anterior donde se depositaban todas las expectativas de lograr algún acierto.
En ese mismo lugar compraba una ración de galletas “Rosarinas” algo parecido a las que actualmente llaman galletas “María”, más común entre nosotros como “Vocación”.
Ya en la vereda daba riendas sueltas a su arte coplero. Siempre se reunía a su alrededor un grupo de gente que seguramente disfrutaba de ese improvisado y sencillo espectáculo.
La hermana Beatriz continuó con su exposición comentándonos que la temática de los cantares de los juglares era variada. Generalmente pertenecían a relatos de hechos reales. Así, podían ser temas alegres, de amores, de pasiones o tristes, de dramas o tragedias.
El repertorio de mi abuelo fue completo.
Nos contaba a mis hermanos y a mí (juego de cartas mediantes) de sus coplas alegres en su Andalucía natal, cuando siendo muy jóvenes medían sus energías en competencias que consistían en bailar sus danzas típicas hasta que quedara un vencedor. Podrían pasar días enteros.
Entre mis vivencias, recuerdo su canto de alegría luego de soplar sus noventa velitas esparcidas en una torta de varios pisos y acompañado por el cariño y respeto de mucha gente.
También recordaba sus canciones de dolor. Dolor de volver derrotado de una guerra, para la cual había sido reclutado y enviado sin demasiadas explicaciones, para luchar contra un pueblo cubano que se había levantado en armas. Un pueblo ilusionado con lograr su independencia, de recuperar su soberanía y su identidad.
Y las de las pérdidas irreparables…
Nunca faltaron las coplas esperanzadas. Como aquellas que acompañaron en su decisión de buscar paz y bienestar para él y su familia en nuevos horizontes.
Y las de siempre. Las que honraron la vida. Las mismas que compartió con quienes así lo quisieron, durante tantos días. 
El último, volvió a casa con sus noventa y tres años a cuestas; cargando toda su vida sobre su pronunciada delgadez, habiendo depositado sus últimos sueños y derramado generosamente sus últimos cantares… como un juglar.

1 comentario:

  1. ¡Que bello recuerdo! Es un canto a la vida sin lugar a dudas.
    Gracias por compartirlo.
    Un abrazo.

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