miércoles, 4 de diciembre de 2024

Del teléfono a manija al teléfono inteligente

 Raquel Arroyo

 

 En lo que respecta a la vida cotidiana creo que lo que más ha avanzado ha sido la comunicación. El teléfono siempre fue parte de nuestras vidas, antes y ahora, y ha sufrido unos cambios tan descomunales, que ni nosotros tenemos conciencia, porque fuimos acompañando esos cambios.

 El que está en los anaqueles más profundos de mi memoria es el teléfono a manija. Una caja de madera lustrosa atornillada a la pared, con una manivela a la derecha y una especie de tubo a la izquierda. El de mis recuerdos estaba en la cuadra de la panadería “La Marchegiana”, a la vuelta de mi casa. Ahí me mandaban a hacer alguna llamada a mis tías o abuelos para avisar algo. Yo era muy chiquita, tenía unos cinco o seis años, y doña Matilde me hacía pasar a la cuadra y me subía a un mostrador de madera para que desde ahí pudiera alcanzarlo. Descolgaba el tubo, le daba dos vueltas a la manivela y enseguida una voz me respondía: “operadora”; y ese era el momento de pedir la comunicación. Y en unos minutos, desde el otro lado, me respondía una voz familiar. Pasaba el recado de mi madre, me bajaba del mostrador, la panadera me daba una tortita negra y volvía a mi casa.

 El teléfono de la panadería siempre estaba disponible. Ahí llegaban los avisos a la madrugada de alguna descompensación de los abuelos. Y alguno de los panaderos llegaba a mi casa para avisar lo sucedido.

 Recuerdo el teléfono de mis tíos de calle Cochabamba (84476) y el de mis abuelos de calle Garay (87744), que a la muerte de ellos fue trasladado a la casa de la tía Cora, en calle Buenos Aires. En aquellas épocas tenían cinco dígitos. Mi primo, el inventor, había ideado una especie de auriculares con partes de otro teléfono y así podíamos escuchar entre dos las conversaciones. Nos entreteníamos haciendo bromas inocentes, buscando en la guía apellidos curiosos y llamando para hacer burlas.

 Durante mucho tiempo el único teléfono de mi barrio fue el de la panadería. Hasta que hubo la posibilidad de anotarse en Entel, en una especie de lista de espera, que podía llevar hasta veinte años. Mis padres se anotaron y a esperar... El segundo teléfono disponible, fue el de los “viejos”, mis vecinos/abuelos. Todos los vecinos iban a hablar ahí. Al lado del teléfono negro y lustroso había una latita en la cual se ponía el pago de la llamada, cotizado en un cartel pegado a la pared. Había también, una pizarra mágica y una libreta y birome atada a la repisa de madera, para que los eventuales “llamadores”, usaran en caso de necesitar hacer alguna anotación. Todavía recuerdo aquel número: 551378. Ya tenían seis dígitos.

 También usábamos el teléfono público. No había muchos, el más cercano nos quedaba a seis cuadras. Primero, funcionaban a monedas y, luego, vinieron los cospeles y más tarde las tarjetas. Pero en el tiempo de las monedas no existía emoción más grande que meter los dedos en el receptáculo donde las devolvía y encontrar alguna. Ha pasado alguna vez que golpeando un poquito el aparato empezaba a “escupir” monedas. Era una alegría tan grande como haber encontrado un tesoro, aunque la suma no alcanzaba ni para un chupetín.

 Un tiempo después llegó nuestro teléfono. La alegría de ese día todavía la recuerdo. Como ya habíamos sido notificados por carta, mi mamá se encargó de comprar una mesita para tal fin. De madera y rejillas de metal, con rueditas. Un espacio abajo para poner la guía, y al costado una estructura semicircular de metal, que estaba pensada para poner el tubo del teléfono. ¿A quién se le ocurriría descolgar el teléfono y dejar el tubo ahí? No sé... cosas de la época. La mesita estuvo varios días en el comedor esperando la llegada del aparato de Entel. Hasta que llegó. Nos tocó un número menos que a los vecinos: 551377. Nos acompañó hasta que se vendió la casa de los viejos.

 Y pasó a ser el teléfono más popular del barrio, todos venían a hablar, pero nosotros no cobrábamos las llamadas. Los vecinos dejaban nuestro número en sus trabajos, en las escuelas de sus hijos, a los familiares y hasta a sus novios... Y así estábamos, recibiendo llamadas todo el día y de todos lados. Hasta de Malvinas, en plena guerra, cuando nuestro vecino, el señor Ramsky llamó para hablar con su esposa.

 Teníamos al lado del teléfono un talonario de nota de venta, donde anotábamos los pedidos que hacían las droguerías al laboratorio donde trabajaba mi padre. Y al que atendía le tocaba anotar el pedido. El teléfono fue testigo de las interminables conversaciones de mi hermana con su novio, hasta que el grito de mi madre llamándola a comer la sacaba de su letargo amoroso. Las largas charlas de mi mamá con las tías, las acercaba y mantenía al tanto de cada cuestión familiar. Cuando me mudé con mi familia a cincuenta metros de la casa de mis padres, un amigo que trabajaba en Entel, nos hizo una conexión clandestina llevando el cable en altura de una casa a la otra. Y así compartíamos el teléfono. Espero que esto no tenga que ver con la corrupción que hubo en Entel ni haya influido en su posterior desguace...

 Mi hermana, ya casada y viviendo en otro barrio, también consiguió que le instalaran el suyo, el 572728, que todavía tiene, porque ella es así de conservadora. Fue un alivio para ella tener su teléfono, porque ya no tuvo que ir más a hablar de su vecino, que había hecho de su aparato un emprendimiento. Había cola en la calle para hablar. Él se sentaba al lado del teléfono y, mientras escuchaba la conversación, con un reloj controlaba los minutos. Terminada la llamada, multiplicaba el costo del pulso por los minutos hablados y cobraba lo correspondiente. A la vez que gritaba hacia la puerta de calle: “¡El que sigue!”. Fue el precursor de los locutorios.

 Ya, más adelante en el tiempo, los teléfonos cambiaron de color, los había grises. Y yo tuve el mío, porque ya con Telecom el asunto era más ágil. El número era 4531807, ya tenían siete dígitos. Seis personas y un teléfono en la casa, era bastante conflictivo. Con hijos adolescentes que querían hablar con novios y novias y amigos. ¡Y ni hablar de la factura! Hubo que implementar el candado. Pero solo fue posible mientras existieron los teléfonos a disco. Con los botones sólo se podía apelar a la buena voluntad de cada integrante de la familia. Y así fue corriendo la historia de nuestras vidas a la par del teléfono. El teléfono fue:

Mi papá, llamando dos o tres veces durante el día para ver si todo estaba bien y si al perro se lo había llevado la perrera.

Mi hijo, hablando horas con su novia de turno, aunque recién llegaba de verla.

Mi hija, buscando y encontrando en el teléfono apoyo y contención de sus compañeras durante su tratamiento por anorexia. Yo buscando el sostén de las madres de esas chicas con quienes que nos abrazábamos a través de la llamada.

Mi otra hija, ya casada, llamándome para decirme que su bebé le había dicho “mamá” o para pedirme que vaya porque su hijito tenía fiebre.

Esa amiga inoportuna que llamaba en el momento menos indicado, para contarte sus problemas.

La maestra de mi hijo menor, avisándome que se había caído por andar trepándose.

Aquellas llamadas sospechosas, que después confirmarían traiciones.

Mi herramienta de trabajo en mis épocas de telefonista y operadora.

El instrumento mediador de aquella llamada que nunca hubiéramos querido recibir y también el intermediario de aquella otra llamada que nos cambió la vida. 

Desde aquel teléfono a manija hasta este celular que tengo en mis manos y que se ha transformado en una prolongación de mi cuerpo, ha pasado mucha historia, mucha vida. Ahora el teléfono ya no es más el medio para hacer una llamada. Hoy mi celular es mi cámara de fotos, mi alarma, mi almanaque, mi agenda, mi reloj, mi calculadora. Es mi asistente que me recuerda cada cumpleaños para no quedar mal con nadie. Es mi lista del supermercado, mi entrada al recital, es el turno con el médico. Es el termómetro, la máquina de escribir, el boleto de colectivo. Es la radio y el tocadiscos. Es el libro y la película. Es el noticiero y el banco. Es mi billetera, mi álbum de fotos, mi documento, mis recuerdos. Es el que a la noche me reta porque no caminé lo suficiente. Es la receta y el certificado de vacuna. Es el pronóstico del tiempo, son mis amigos que están ahí adentro. Este instrumento de dolor y de placer es el que me permite estar cerca de los que están lejos y alejarme de los que están cerca. Es mi block de notas, donde anoto esa idea que surge de repente y que termina siendo un relato como éste. 

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