Hugo Longhi
Dijo Gardel que veinte años no es nada. Y la sentencia
quedó firme. Abrazándome a esa jurisprudencia les confesaré que mis primeras
dos décadas de vida dejaron en claro el desorden conductual que me gobernaba.
Todavía no sabía qué quería hacer conmigo ni qué camino recorrer.
Alrededor de abril de 1981 había dejado atrás veintidós
almanaques, contaba con un trabajo seguro y un ingreso mensual que, si bien no
era excelente, me alcanzaba para mis juveniles necesidades. Y andaba
aprendiendo a ahorrar.
De pronto me propuse darme un lujo, un salto de
calidad, dirían los refinados redactores, y decidí tener auto. Bah, un autito y
usado, que apenas era a lo que podía aspirar.
Fue así como una mañana salí con un amigo, avezado en
estas cuestiones, a recorrer concesionarios en busca del móvil soñado. Tras
varios intentos frustrados, finalmente en un local que creo estaba en Urquiza y
Santiago encontré algo parecido a lo aspirado y que se ajustara a las
posibilidades de mi bolsillo. Ni pensar en un Renault 12 o Peugeot 504, los
coches de moda entre la clase media de la época.
Esta era una Renoleta blanca, forma callejera o
popular de referirse al Renault 4S, modelo 1973. Lucía impecable y con sus
neumáticos bien pintaditos de negro. Un poco porque estaba cansado de ir de
sitio en sitio y otro porque me impactó de verdad, le dije a mi amigo: “Es
este”. Y fue no más.
Siguió el desafío de aprender a conducir, tarea que
estuvo a cargo de un tío que además tenía buen conocimiento de mecánica, lo
cual me vendría muy bien en el futuro. El trámite de obtener el carné
habilitante fue eso, un trámite. Por entonces, yo vivía en Granadero Baigorria
y, por lo tanto, me dirigí a la Municipalidad.
Allí me hicieron rendir un examen teórico del cual
previamente me habían llegado bastantes datos que me facilitaron su aprobación.
Luego, para el práctico, un señor me dio instrucciones sobre las pruebas que
debería superar. Lo hizo en un tono severo que me intimidó un poco y, a la vez,
hicieron crecer mis dudas acerca de un resultado exitoso. Pero, de pronto, y
tras haber finalizado la catarata de consignas, el señor dijo: “Listo, ya
rendiste”. Creo que fueron unos cuantos segundos lo que duró mi incertidumbre
hasta que caí en que el tipo me estaba haciendo un gigantesco favor. Nunca supe
por qué lo hizo, seguramente tenía pocas ganas de trabajar. En fin, yo tomé los
papeles, las llaves del auto, me subí y comencé a disfrutar la vida al comando
de un volante.
Con esa Renoleta hice algunas recorridas
interesantes, la mayoría por los alrededores, pero también me llegué hasta
Santa Fe y Paraná. Alguna vez los semiejes, el punto flaco del vehículo, me
dejaron a pie u otra vez, regresando con toda mi familia de la capital de la Provincia,
fue mi impericia o inconsciencia lo que casi me complica la vida. En plena
autopista me di cuenta de que había olvidado cargar combustible y la aguja
golpeteaba incesante e impiadosa contra el borde izquierdo del relojito. Tenía
dos opciones: volver o arriesgarme hasta llegar a Coronda. Elegí lo segundo y a
duras penas arribé a la estación de servicio, la cual fue recibida como un
oasis en pleno Sahara. Mi noble cochecito no me falló.
Toda esta perorata es el prólogo de lo que quiero
realmente contar. Cierta ocasión organicé un viaje a Corrientes con tres
amigos. Uno de ellos era originario de Mercedes, en esa provincia, donde
pernoctaríamos. El trayecto de ida se desarrolló sin inconvenientes, muchos
mates, bromas y la excitación lógica de cuatro loquitos sin mayores
preocupaciones.
El periplo incluyó una visita al santuario del
Gauchito Gil y a partir de allí, al encarar la vuelta a Rosario, comenzaron los
inconvenientes. Dejo en claro que no le echo la culpa a la venerada figura
correntina.
La ruta provincial correntina estaba hecha pedazos,
literalmente tenía más pozos que pavimento. Esto hizo que tuviera que
esforzarme al máximo al mando del vehículo el cual por momentos se tornaba
incontrolable. Habrán sido unos eternos 70 kilómetros que no solo me agotaron demasiado,
sino que además retrasaron los tiempos previstos. A la ruta principal llegamos
de noche, que no era lo más conveniente para un chofer inexperto como yo.
No obstante, el resto del recorrido transcurrió sin
mayores problemas, crucé el Túnel Subfluvial y, a la salida, en la carretera
que lleva a Santa Fe, empezó a emerger un obstáculo diría que natural. A raíz
de las grandes inundaciones de campos en esa zona, los productores
agropecuarios soltaban el ganado bovino y este, huyendo de las amenazantes
aguas, se acercaba peligrosamente a la ruta.
Y, sí, sucedió lo que están imaginando. Comenzó una
suerte de juego electrónico para esquivar vacas y cuando había superado tres o
cuatro niveles, de pronto… ¡Pum!, hice blanco en una hermosa Hollando-Argentina,
que ni se mosqueó tras el frontal impacto. Siguió caminando como si apenas le
hubiese picado un mosquito.
De nuestra parte también tuvimos bastante suerte dado
que nadie salió herido, solo uno de mis amigos que venía durmiendo en el
asiento de atrás se despertó sobresaltado. Nosotros ni un rasguño, pero la Renoletita
dijo “hasta aquí llegué”.
Seguramente el cansancio de llevar horas y horas
manejando colaboró para que no lograra evitar al bicho. Faltaba poco para que aclarara,
pero la cuestión era que estábamos en el medio de la inexistencia y tratando de
que algún automovilista se conmoviera con la suerte de estos cuatro
inconscientes que gritaban a la vera del camino.
Finalmente, un Fiat 600 paró. Era un señor de unos
cuarenta años que accedió a enganchar la linga y arrastrarnos hasta la ciudad.
Un par de nosotros subió a su auto para indicarle más o menos donde dejarnos y
los otros dos, yo incluido, quedamos dentro de la abollada estructura.
Iba a buena velocidad, yo por las dudas con el pie en
el freno por cualquier cosa, y no fue mala la prevención dado que en un momento
el señor se detuvo abruptamente, sin motivo aparente. Lo vimos salir corriendo
a velocidad para el campo. ¿Qué había sucedido? Vio unos cuantos lechoncitos y
le pareció que podía capturar alguno, cuestión que no logró. A mi bronca,
frustración y agotamiento le tenía que añadir un insulto reprimido por este
gesto impensado. Bueno, no era momento para discutirle nada. Sin chanchitos a
bordo el señor continuó con el derrotero y nos dejó cerca de un taller mecánico
que, a esa hora, aún no había abierto.
Con el radiador reparado y el capot medianamente acomodado,
aunque no enderezado del todo, la fiel Renoleta blanca completó el
circuito de retorno a la espera de su restauración total.
A partir de ese momento se inició mi desamor por los rodados. La terminé vendiendo cuando me agarró otra locura, mucho más coherente, la de tener casa propia. Y ya no quise más autos, incluso dejé vencer la credencial. Al día de la fecha no hay arrepentimientos en mí por tal conducta.
Aquel impulso juvenil terminó siendo solo un amor de verano. Me acostumbré y acepté las difíciles condiciones de ser un ciudadano de a pie. Pero, al menos, ya no gasto en combustible, cochera, seguro, patente, peajes, multas o mecánico. Ah, eso sí, siempre dispuesto a subir al primer auto de quien ofrezca llevarme, en lo posible, sin vacas a la vista.
Este relato mi amigo Hugo es muy singular ya desde el título. Una experiencia de un viaje por nuestras maltratadas rutas y esa concecuencia de llevarse puesto una vaca. Muy bien relatado y pareciese que uno estuviera con ustedes . Maravilloso . Daniel J.
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