Mónica Mancini
En los años
sesenta y setenta, en los que transcurrieron mi infancia y adolescencia
existían reglas, hábitos, usos y costumbres, que estaban instituidos y nadie se
atrevía a discutirlos o cuestionarlos; al menos, así era en mi hogar.
El tema horarios
era tal cual un cronograma de cualquier emprendimiento laboral. Almuerzo a las
12 en punto, ni un minuto más ni uno menos; cena a las 20 en invierno, en
verano se cometía la extravagancia de llegar hasta las 20.30. Con el desayuno y
la merienda se podía variar por las actividades de cada uno, que eran
distintas.
La recreación
estaba destinada a los jueves y a los domingos, eso se debía a que mi papá
tenía carnicería y esos eran los únicos días que no abría el negocio.
Los jueves por
la tarde íbamos al cine , actividad de la que el era muy fan y nos la
contagiaba. Demás está decir que sus favoritos eran los del wild west o,
como decíamos vulgarmente, “las de pistoleros”, que abundaban en esa época;
aunque también nos llevaba a ver los estrenos de Disney. Aún recuerdo mi llanto
desconsolado cuando el cazador mata a la mamá de Bambi. Eso lo acobardó un
poco, pero continuamos por años con esa rutina. Íbamos a los cines del centro
Radar, Gran Rex, Heraldo, Monumental, también a los de nuestro barrio, como
Mendoza, Roma Echesortu; y, si daban películas interesantes, nos llegábamos
hasta el Nilo, el Victoria, hasta a veces me llevaba al San Martín, donde casi
no iban chicas.
Los domingos, en
cambio, la actividad era mas en contacto con la naturaleza, aunque también una
rutina. Mientras en casa mi mamá amasaba y preparaba el estofado, menú fijo de
ese día, nosotros íbamos al parque Independencia, al laguito, dábamos una
vuelta en la lanchita a motor con un enorme copo de nieve pegajoso, que nos
apurábamos a terminar; y, entonces, con el palito hacíamos olitas en el agua. A
veces también nos subíamos a los juegos, pero papá no era muy amigo de los que
iban rápido, siempre prudencia al máximo. Era común que acote que ese paseo era
un gran esfuerzo que hacia por sus hijas, ya que, para un canalla como él,
ir al parque de la lepra era un deshonor.
Cuando llego el
tiempo de ir a los bailes de Carnaval, que eran a los únicos que nos permitían,
debíamos hacerlo con nuestra madre, generalmente al club del barrio que quedaba
a la vuelta y había horario estricto de regreso.
Cuando llegó el
tiempo de los novios, aun existía el “pedido de mano”. Se concretaba una cita,
donde la interesada no estaba presente y se formulaba un interrogatorio al
pobre muchacho, que supongo habrá tenido deseos de salir corriendo. Se
estipulaban días de visita y se aclaraba que en las salidas debía estar
acompañada por la hermanita, en este caso, la hermanita era una servidora. Mis
salidas con mi hermana y su novio, para mi eran una tortura, me aburría; además,
a ellos les molestaba y era evidente que preferían estar solos; no obstante, él
era amable conmigo e intentaba mantenerme callada. En nuestra primera salida al
cine, me compró ocho chocolates “Aero”, la segunda cuatro, la que siguió dos y
hasta el día de la fecha nunca más. Supongo que deseaba asegurarse de mi
discreción. Cuando la comprobó termino el chantaje.
Eran reglas, que
como todas lo mejor que tienen, más aun cuando es en la adolescencia, es
transgredirlas; así que nos hicimos expertas en crear trampas para esas
salidas, que nos favorecían mutuamente.
En repetidas
ocasiones intentábamos convencer a papá para mover algunas costumbres, pero era
imposible, la famosa respuesta “porque lo digo yo” era toda la fundamentación
que se nos daba ante los cuestionamientos.
La organización de una familia, sus reglas, sus costumbres en nuestra infancia eran bastante diferentes a lo que vemos hoy. No estoy segura si fue mejor o no. Creo que en el momento histórico y cultural en el que nosotros fuimos chicos nos ofrecieron lo que creían que era conveniente para nuestra formación y nuestro futuro.
Hay mucho más para contar de esos años, pero como siempre me decía mi papá: “Moni, de a poco, no te apures tanto”.
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