martes, 17 de junio de 2025

Taller


 Susana Dal Pastro

 


            Taller.

Mi palabra preferida.

Mucho más que una palabra, una vida

Taller de reparación de motores con sus herramientas, tanque de aceite donde se lavan partes y repuestos.

Taller de historias.

 Taller de Contame

 

Mi papá y mi tío lograron abrir su propio taller alrededor de 1930. Importaban motos inglesas, que vendían y reparaban. Algunas de esas motos habían sido adquiridas por la Policía Caminera de la Provincia estableciendo una sincera amistad con los integrantes de esa unidad.

Más adelante los hermanos compraron un amplio terrero enfrente de ese taller. Se trataba de una superficie con forma de “ele”, que unía las entradas y salidas por dos calles.

 Yo había nacido en 1947, unos meses antes de que mi papá partiera. Muchos proyectos quedaron inconclusos y fue necesario analizar el porvenir de las dos familias.

 Mientras tanto, yo crecía en el nuevo y amplio taller mecánico. En ese tiempo con mi mamá y mis hermanos compartíamos el espacio con tíos y primos.

Mi prima era la mayor de la nueva generación. Venía todos los días a verme y me hacía upa.

¿Me das un beso?

No.

¿Me querés?

No.

—Entonces te tiro al tanque de aceite.

Me aferraba a su cuello y ella, conmigo en brazos, atravesaba la puerta del patio que comunicaba con el taller y se paraba frente al tanque. Yo, temblando de miedo, espiaba ese abismo misterioso en el que se reflejaba un techo de chapas murmurantes. Esta escena se repetía todos los días; mi prima venía, saludaba, me alzaba y me preguntaba “¿me querés?” y vuelta a empezar.

Más adelante mi tío y primos continuaron con el antiguo taller de rectificación de motores y motos, y nosotros alquilamos nuestra parte para reparación de camiones y acoplados. Las dos familias vivimos siempre en una misma manzana de la zona que limita la República de la Sexta con el Abasto.

 Más tarde, alrededor del año 1965, se abrió un taller de reparación de Volkswagen y Peugeot, “Alemfran”, con mi hermano a la cabeza.

Motores, herramientas, aceite, vehículos entrando y saliendo.

A través de los años mucha gente pasó por el taller, por eso, siempre hubo alguna historia para escuchar o algo que agregar a lo que ya conocíamos.

 Decían que algunos, además de sus autos, también traían a rectificar sus vidas, cosa imposible la mayoría de las veces; sin embargo, después de desarmar y volver a armar los motores, había un nuevo impulso para continuar la marcha. El asado era un sacramento de práctica semanal para los amigos y clientes. El carbón encendiéndose, las rodajas de morcilla cruda y el vasito de vino atizaban el fogón. Los chistes, los versos y las canciones eran el aderezo para el taller de mi infancia. Claro que mi mamá, mi hermana y yo comíamos solas en la cocina de casa, pero igual escuchábamos.

 Los sábados a la tarde y los domingos, cuando todo era silencio, recorría el taller rincón por rincón; buscaba la máscara de soldador para mirar el sol y, aprovechando la soledad, me dedicaba a vestir con lápices de colores, biromes o lo que tuviera a mano a todas las atrevidas chicas de los almanaques. Me acercaba al tanque que, ahora, en vez de asustarme, me contaba las historias que latían en su fondo oscuro.

Cuando el “Rosariazo”, en septiembre de l969, ante el temor a ataques e incendios de vehículos, los vecinos se acercaron a nuestro taller sabiendo que encontrarían lugar para proteger sus máquinas familiares y deportivas. El karting de un amigo de mi hermano se escondió allí mucho tiempo, pero por otro motivo: su dueño pertenecía a los Testigos de Jehová y la esposa no tenía que saber que él participaba en carreras.

El tiempo siguió andando. Mi hermano se enfermó y también se nos fue.

El taller se cerró para siempre, pero la puerta a los recuerdos permanece; puerta que se abre en cada acontecimiento familiar.

Pasaron años hasta que volví a entrar a un taller mecánico; fue en Villa Gobernador Gálvez a finales de 1994, época en la que me había transformado en el chofer de la familia. Me pareció escuchar la voz del mecánico; algo me dijo, pero no entendí. Reaccioné y pedí disculpas. Le pregunté si me permitía ver el tanque de aceite. Sonó extraña mi pregunta, pero asintió amablemente. Me asomé a un inofensivo y calmo tanque de aceite como debe haber sido el de mi niñez.

Tierna y cálida emoción. 

Hace tanto. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario