Patricia Bessone
Hay una historia que, de tanto escucharla, creo que
la recuerdo como la secuencia de una película.
Yo era una niña de tres años.
Vivía en un pequeño pueblo del sur de la provincia de
Santa Fe.
Era una tarde otoñal. Estábamos de visita en la casa
de una tía. Mi mamá tomaba mate con mi tía y yo jugaba en el patio con mi
primo.
La casa era antigua y, como toda casa antigua de esos
tiempos, tenía en el patio un aljibe o un pozo de agua, no sé qué sería
exactamente; o si había sido hecho para recolectar agua de lluvia o para
extraer agua de las napas subterráneas. Tenía una tapa de madera y, sobre ésta,
macetas con plantas.
Acababa de llegar a la casa un cachorrito simpático y
juguetón. Me divertía, pero me daba un poco de miedo que me anduviera
mordisqueando las piernas y saltando todo el tiempo. En un momento, cansada de
las demostraciones de afecto del perrito, me subí a la tapa del aljibe y mi
primo, también.
No fue una buena idea. La tapa, medio podrida, no
soportó nuestro peso y cayó; por supuesto, que conmigo y con las macetas. No
con mi primo, que saltó ágilmente.
Ante sus gritos, salieron las madres, corriendo
asustadas. Se asomaron y nada… Cinco metros de aire y el agua.
Desesperadas, fueron a la vereda, ya que desde el
patio se veía que había un empleado de la usina de electricidad subido a una
escalera, haciendo reparaciones.
Rápidamente regresaron todos.
Cuando se asomaron nuevamente, estaba yo agarradita a
un caño de la pared interna del aljibe, muy tranquila. El señor bajó por una
especie de escalera que había en ese pozo. Faltaba un ladrillo cada dos o tres,
eso permitía colocar el pie y descender.
Me socorrió él, pero me salvó mi calma.
Yo lo que sí recuerdo de este episodio es la
vergüenza que me dio irme de la casa de mi tía vestida con un pantaloncito y
una remera de mi primo, cuando yo había llegado con un lindo vestidito.
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