Teresita Giuliano
Mi mamá tuvo cuatro hijos, todos nacidos en su
casa, en su cama. En cada ocasión fue atendida por doña Rosa, la partera del
pueblo.
Doña Rosa era todo un personaje y su palabra
era ley. Había trabajado junto al doctor Silvestre Begnis, médico rural y
cirujano, (gobernador de Santa Fe en el año 1959) a quien la unía una estrecha
amistad y se refería a él de una manera campechana, de tal manera que en mi
familia solíamos aludir a Doña Rosa como la “che Silvestre”.
Ayudó a nacer a varias generaciones y se la
consideraba miembro de todas y cada una de las familias del pueblo.
Experta, autoritaria, carismática, sabihonda,
profundamente humana (y cómo no, con tal profesión), recibía el respeto de
grandes y chicos.
Era invitada de honor en bautismos, comuniones,
cumpleaños y casamientos.
Sus honorarios variaban de acuerdo a las
posibilidades de cada paciente. Generalmente cobraba en especie: huevos,
gallinas, embutidos, lechones, una carpetita tejida a mano o un pan casero… todo
recibía, el que podía le pagaba o le daba algo y el que no, le ofrecía sus
servicios para limpiarle el patio o pintarle la casa.
Todos sentían agradecimiento hacia doña Rosa, a
quien no le importaba el clima ni la distancia para atender a una parturienta.
Iba en sulky, en carro y hasta a caballo a los hogares de la zona rural.
Llegaba con su instrumental en un maletín,
dando órdenes a las mujeres de la casa, ocupando a los hombres y con palabras
de aliento para su paciente. Más de una vez era invitada a colaborar en la
elección del nombre del recién nacido y ella apelaba al santoral o a homónimos
familiares, ya que conocía el árbol genealógico de todos.
Una vez cumplida su tarea, dejaba indicaciones
y consejos a diestra y siniestra, que se observaban como palabra santa. Las
abuelas corrían al gallinero a matar la gallina, que convertirían en sopa para
que la nueva madre recupere energías y el flamante padre al almacén a comprar
cerveza de malta, que también debía tomar la parturienta para tener mucha y
buena leche para el bebé.
Mi madre solía contarme que con ella ninguna
podía sentirse floja, sabía qué decirles y dónde tocarlas para que apuraran “el
trámite”, sin demasiados aspavientos.
Recuerdo cuando nació mi hermano menor, mi
mamá en el dormitorio y nosotros esperando en la cocina, pared por medio. No
sentí ni un pequeño grito, ni una mínima queja. Con la adultez, recordando ese
momento, le pregunté a mamá si no había sentido necesidad de gritar o llorar… ¡estaba
pariendo!. Ella me respondió que no podía hacerlo, porque nosotros estábamos
muy cerca y que la presencia de doña Rosa y sus palabras la tranquilizaban.
Doña Rosa murió cuando era muy anciana,
manteniendo hasta el final de sus días su porte altivo y orgulloso.
Ya no hubo más parteras en el pueblo.
Felicitaciones Teresita! Me encantó tu relato. Cuánta sabiduría debería de albergar Da. Rosa. Cariños. Ana María.
ResponderEliminarYa lo creo Ana María!. Gracias.
EliminarCariños.
Teresita