Luis
Zandri
Cuando nací, el 20 de marzo de 1944, mi padre tenía
39 años. Tenía dos hermanas, Nelly de 12 años y Aurelia de 8. Es decir que yo
llegué a este mundo como peludo de regalo.
Esa brecha generacional y el carácter y la forma de
ser de mi padre, poco afecto a demostraciones de cariño, hizo que siempre
existiera una barrera invisible que me impedía comunicarme con él. Mi
interlocutora era mi madre, todo lo hablaba con ella y, por medio de ella
llegaba a él.
Mis hermanas no me tenían muy en cuenta, siempre
estaban en sus cosas. Yo, simplemente era el revoltoso, díscolo y travieso que
las molestaba y las interrumpía en sus ocupaciones con mis charlas, mis juegos
y, a veces a propósito, para fastidiarlas, cuando me hacían enojar.
Mi viejo
trabajaba en el ferrocarril Mitre, en las instalaciones ubicadas en el sector
de avenida Alberdi, Jorge Canning, Junín y avenida Caseros, y la playa de
maniobras cercana al Cruce Alberdi. Él se desempeñaba en las oficinas en tareas
administrativas. Escribía con lapicera con pluma y tinta, y tenía una letra
preciosa, casi caligráfica. En esa época, tomando las décadas del 40 y 50,
trabajar en el ferrocarril era un orgullo, ya que el transporte ferroviario
estaba en su apogeo y pagaban muy buenos sueldos.
Trabajaba de lunes a sábados de 7 a 14 horas. Los
sábados lo esperábamos ansiosamente, porque cuando salía del trabajo, se
dirigía a un almacén de avenida Alberdi entre Junín y Vélez Sársfield, llamado
Sabadotto, y traía queso, fiambres y dulces; y por ahí, algún juguetito para
mí, lo cual nos ponía muy contentos a todos, porque éramos una familia a la que
nunca le faltó nada, pero tampoco sobró, siempre vivimos con lo justo y
necesario. Claro, el único que trabajaba era mi padre y su sueldo no daba para
más. Mis hermanas comenzaron a trabajar cuando fueron mayores de edad.
Mi viejo tenía un bandoneón marca Luis XV. Era un
hermoso instrumento de mayor tamaño que los comunes. La caja era de madera
color negro con adornos nacarados, las varillas del fuelle niqueladas y las teclas
de nácar. Creo que había muy pocos en el país, y tal vez en el mundo, de esa
marca, ya que por su tamaño no era usado por los músicos profesionales. Mi
viejo había tocado en su juventud allá por los años 1920 hasta 1930 y pico en
la llamada “Guardia Vieja”.
Así que frecuentemente se sentaba en una silla de
paja, colocaba el atril con las partituras y tocaba tangos, valses, milongas,
pasodobles y, por ahí, alguna tarantela o alguna ranchera.
Teníamos un vecino, Federico Cardinali, que era
músico y daba clases de bandoneón, acordeón a piano y contrabajo. Un día se
pusieron de acuerdo entre ellos y decidieron que yo iba a estudiar bandoneón;
así que, sin comerla ni beberla, apareció el bandoneón sobre mis piernas cuando
tenía ocho años y me llegaba hasta el mentón. Entonces, comenzó mi relación con
la música, con la cual por varias razones no pude desarrollar una carrera
interesante, pero eso no importó para que toda mi vida siguiera ligado a ella,
aún hasta la actualidad encarando el estudio del piano. Siempre suelo decir que
soy el eterno estudiante y voy a morir estudiando algo.
También le gustaban los pájaros, de manera que tenía
15 o 20 jaulas y un jaulón, con cardenales, cardenales amarillos, jilgueros,
mixtos, chilenos, paraguayitos, cabecitas negras y canarios. Los cuidaba mucho,
todos los días les limpiaba las jaulitas, les cambiaba el agua y ponía semillas
de alpiste o mijo en los comederos. En primavera, a los canarios les agregaba a
la jaula una casillita para que hicieran su nido y se reprodujeran.
Nuestra casa tenía un patio en el fondo donde había
una enorme higuera, que daba gran cantidad de frutas todos los años. Yo era el
encargado de la cosecha, trepándome al árbol o subiendo al techo del galpón que
estaba debajo de él. Me entusiasmaba más recoger los higos que comerlos, ya que
no me gustaban mucho.
La separación de nuestra casa con el vecino del
fondo estaba hecha con chapas, no había pared de ladrillos. En esa época, en
los barrios era muy común el uso de chapas o alambrados para dividir los
terrenos.
En la esquina
de mi casa, por Juan J. Paso estaba la fábrica de aceite “Santa Clara”, los
fabricantes de aceites “Cocinero” y “Patito” y al oeste, la calle paralela era
Corazzi (hoy avenida de la Travesía), que era de tierra y al costado pasaban
las vías del Ferrocarril Mitre, elevadas sobre un terraplén.
Entre la fábrica y las vías del ferrocarril había un
ramal de vías hasta donde llegaban los vagones cargados con bolsas de semillas
de girasol utilizadas para la elaboración del aceite. Por medio de una cinta
transportadora sinfín las introducían en la fábrica y, en su trayecto, un
operario las pinchaba con una herramienta similar a una larga cuchilla curvada,
para extraer muestras para su análisis. De manera que en los vagones vacíos y a
lo largo del trayecto de la cinta, en los pastos de alrededor quedaban gran
cantidad de semillas diseminadas. Eran nuestros terrenos de juego, así que
todos los días estábamos con los bolsillos llenos de semillas de girasol, las
cuales formaban parte de nuestra dieta.
Además, existían dos zanjones, uno al costado de la
calle Corazzi y otro más profundo del otro lado de las vías, en las cuales la
fábrica eliminaba las aguas servidas, y detrás del zanjón, a unos cinco metros
comenzaban los terrenos del aserradero Muzzio, que se prolongaban unos 200 metros
hacia el oeste por Juan J. Paso y, de allí, unos 150 metros al norte.
Todo eso hacía que en toda esa área proliferaran las
ratas y desde allí se venían a visitar las casas del vecindario, y a la mía en
particular, a comer los higos. Mi viejo era un crack con la gomera, tenía una
puntería infalible. Se sentaba en una sillita baja de paja con su arma y una
buena cantidad de piedras, que eran las municiones. A medida que iban
apareciendo, dirigiéndose hacia la higuera las iba liquidando: “Uno, dos, tres,
cuatro…”, contaba en voz alta las bajas del enemigo. Eran muchas y muy
difíciles de combatir. Poníamos veneno y tramperas por todos los lugares en que
solían andar y mi padre tenía que cuidar muy bien a los pájaros porque si no se
encontraba con alguna baja producida por esos bichos repugnantes y astutos.
Él era un buen asador. Era de los que pregonan que
el fuego hay que encenderlo temprano, con mucho tiempo para que una vez que estén
listas las brasas, ir haciendo el asadito despacio, con poco fuego. Así que
arrancaba de nueve a nueve treinta de la mañana para comer al mediodía,
generalmente los domingos.
Cerca de la parrilla tenía un galpón con un pequeño
banco carpintero y sus herramientas. Mientras hacía el asado o en ratos de
ocio, se entretenía haciendo juguetes u objetos decorativos, tenía alma de
artesano. Con cualquier material que tenía a mano armaba un autito, un
camioncito, un trencito, algún animalito como una tortuga, un pez o un pájaro;
en fin, según los materiales de que disponía pensaba que era lo que podía
hacer.
Era de carácter nervioso, irritable, muchas veces
reaccionaba mal con mi madre produciéndose constantes discusiones, era muy
porfiado, siempre pretendía tener razón y cuando hablaba, a veces se extendía
demasiado, se iba por las ramas. Lamentablemente, heredé algunas de esas
características. Con el tiempo y los años he ido poniendo atención para
evitarlo y pude modificar algo de esas manifestaciones negativas.
Él era hincha de Newell’s, no fanático, y desde
pequeño me llevó muchas veces a ver los partidos, de manera que yo les fui
tomando cariño a esos colores y también soy de “La Lepra”. Cuando tenía 13 años
fui a jugar al fútbol al club Lanús, en una filial que tenía aquí en Rosario, y
un señor que vivía a tres cuadra de mi casa era quien estaba encargado de la
misma junto a otro llamado Wacker. Participamos en la Sexta División de la
Asociación Rosarina y cuando nos tocó jugar contra Newell’s le hice un gol de
tiro libre desde unos 35 a 40 metros (aclaro que la pelota era número 4, un
poco más chica y liviana que la normal) y les ganamos 1 a 0. Al año siguiente,
estaba jugando en el club de mis amores por pedido del técnico rojinegro. Jugué
2 años en la Quinta División, un gran gustazo para mí y también para mi padre.
Lamentablemente, por la gran cantidad de jugadores que había y por los manejos
de los dirigentes, para favorecer a los apradrinados
por ellos no pude seguir avanzando, lo cual fue un sueño truncado para mí. Mi
viejo me acompañaba a todos los partidos.
En avenida Alberdi y José Ingenieros estaba el
Estadio Norte, regenteado por el señor Humberto Natale, donde los viernes y
sábados se realizaban festivales de boxeo. Mi viejo me llevaba frecuentemente,
junto a su amigo don Federico, mi maestro de música. En esa época era muy común
el uso del “don”. A mi padre todos le decían don Luis, y los parientes Luisito,
diminutivo que heredé.
Otros hobbies
de mi padre eran jugar a las bochas y a las cartas. En distintas épocas de su
vida lo hizo en uno u otro lugar. Un tiempo en el Club Industrial, de calle
French al 2100, entre Bahía Blanca y República Dominicana, o en el Club Leña y
Leña en bulevar Rondeau al 1800; y por último, y donde por más años concurrió
hasta que por la edad y razones de salud ya no lo pudo hacer, fue el Club
Náutico Sportivo Avellaneda, ubicado sobre la costa del río Paraná, desde Del
Valle Iberlucea hasta José Ingenieros.
A todos esos clubes yo lo acompañaba asiduamente. Me
entretenía viendo los partidos de bochas. Cuando íbamos a Náutico Avellaneda,
como las instalaciones eran muy amplias, recorría todo el club y muchas veces
me arrimaba a algún grupo de chicos y jugaba con ellos. A veces, antes o
después de jugar a las bochas, mi viejo se sentaba a una mesa con tres amigos o
conocidos del club y jugaban a los naipes: al truco o al mus.
Cuando cumplió 50 años se jubiló. Estaba tan feliz
de haberlo hecho, que a todos los conocidos o amigos que encontraba por la
calle lo comentaba diciéndole: “¡Felicitame, me jubilé!”. Eran otras épocas.
Un par de años después comenzó a trabajar con un
pariente que fabricaba cortinas enrollables metálicas para negocios o empresas
y lo hizo durante ocho años, hasta que dejó de hacerlo, porque se corría el
rumor de que a los jubilados que trabajaban les iban a quitar el sueldo.
Más o menos a los 60 años comenzó a tener mareos y
varias veces se cayó en el club o en la vía pública, síntomas que con los años
derivaron en el mal de Parkinson. Cuando comenzó con esos problemas, tenía un
amigo llamado Pino que frecuentemente lo traía a casa con su auto desde el club
y a veces también lo venía buscar para llevarlo. Más adelante, no recuerdo cuándo,
tuvo que abandonar sus salidas por su enfermedad y el temor a las caídas.
Cuando tenía 81 años, un día le pregunté: “¿Querés
ir al club?”. Lo llevé en mi auto y estaba muy feliz de reaparecer después de
varios años en un lugar tan querido por él. Se encontró con varios amigos y, en
un momento, se me ocurrió algo: jugar a las bochas con mi viejo. Se lo propuse
y aceptó. Fue un buen momento, porque no había nadie jugando en ninguna de las
tres canchas. Tomamos las bochas y comenzamos a realizar tiros de práctica
lanzando el bochín y luego tratando de arrimar las bochas lo más cerca posible
del mismo. Yo le alcanzaba las bochas para que él no se agachara tantas veces,
por las dudas de que no fuera a agarrarle un mareo y se cayera. Después,
apareció un señor con su nieto de unos 12 años y también se pusieron a
practicar en la cancha de al lado nuestro. Al rato, le digo a mi padre: “¿Querés
que les juguemos un partidito?”. Le pareció bien, así que se los propuse y
aceptaron. El hombre estaba seguro de que nos iban a ganar y deseaba lucirse
con su nieto, pero se llevó una gran sorpresa, mi viejo con sus 81 años no se
había olvidado de cómo se jugaba y todavía se las rebuscaba bastante bien; yo
puse mi granito de arena y ganamos nosotros, lo cual le dio una gran alegría y
a mí también por supuesto, por haber podido jugar, aunque sea una sola vez,
junto a mi viejo.
El 11 de agosto de 1983 falleció mi madre, cuando él
tenía 78 años. Vivió durante 3 años solo, enfrente de mi casa. Mi hermana
mayor, Nelly, se ocupaba de su ropa y de sus medicamentos. Tres años más tarde,
después de una inundación que afectó nuestros hogares, mi hermana decidió
llevarlo a vivir con ella, porque su casa había quedado con mucha humedad una
vez que se retiró el agua y, además, para brindarle mejor atención por su
estado de salud. Siete años después la situación se le hizo insostenible, mi
viejo había empeorado y ella se estaba enfermando. Llegó un momento que se
sintió desbordada y eso le produjo desequilibrios psíquicos, por lo que luego
de varias charlas y debates con sus hijas y conmigo, decidimos llevarlo a un
geriátrico.
Mi hermana iba todos los días a verlo y, como
siempre, se ocupaba de su ropa y sus medicamentos. Yo lo hacía un par de veces
en la semana y todos los domingos por las tardes, en las que me quedaba varias
horas charlando con él y un compañero de habitación llamado Armando. Era un
hombre de unos 45 años, de Buenos Aires. Todo un personaje, una persona muy
pulcra, de buen vestir y siempre bien peinado, había sido vendedor de Max
Factor, una importante empresa de perfumería y cosméticos y también había sido
artista de teatro. Había trabajado con José Marrone y su esposa Juanita
Martínez. Tenía un voluminoso álbum con las fotografías de su trayectoria que
avalaban sus relatos. Era muy nervioso y a menudo protestaba en contra de la
encargada y las mucamas del geriátrico, porque lo molestaban haciéndole bromas.
Eran muy dicharacheras y pícaras; pero, asimismo, lo acompañaban a cobrar su
sueldo, que era muy bueno, a comprar ropa o calzado, o a algún paseo que quería
realizar; claro que él las gratificaba con buenas propinas.
Con el tiempo, llegamos a ser amigos y lo invité a
venir a mi casa a compartir un almuerzo con mi familia. En esas tardes de
domingo manteníamos largos diálogos con mi viejo, diálogos que durante nuestra
vida no habíamos tenido, ya sea por los 39 años que nos separaban o por el
carácter de mi padre y su manera de ser, había existido una barrera entre
nosotros, que impedía nuestro acercamiento.
De manera que
en el transcurso de los siete años que él estuvo en ese lugar, comenzó a
soltarse y a relatarme cosas y hechos de su vida que yo desconocía; y yo, por
mi parte, pude hacer lo mismo con él. A pesar de su edad y del Parkinson que lo
afectaba desde hacía muchos años, su mente estaba lúcida y, a veces, me repetía
cosas que ya me había dicho, pero las contaba exactamente igual, sin cambiar
una sola palabra. Algo muy risueño que siempre decía, era que había tenido 144
novias; se ve que mi viejo, en todas las correrías en que anduvo en sus años de
músico, a todas las mujeres que se cruzaron en su camino circunstancialmente,
las consideraba sus novias.
De manera que
en sus últimos años de vida fue cuando pude acercarme más a él, a su corazón y
a sus pensamientos, lo cual fue gratificante para mí, porque ese es el último y
vívido recuerdo que guardo de mi padre.
Dáas atrás cuando estaba escribiendo la llamé por
teléfono a mi hermana para que me confirmara la fecha de fallecimiento de mi
viejo, porque no la recordaba exactamente y me dijo que tenía todo anotado. Al
día siguiente, me dio los datos y se llevó una sorpresa porque encontró entre
los papeles guardados una poesía escrita por mi padre dedicada a su madre, o
sea a mi abuela, a la cual no llegué a conocer. Se llamaba Rosa, por lo que
supongo que la escribió en el mes de agosto, y dice así:
“Año 1926, Clase del 1905
Mi querida madrecita
desde esta prisión te escribo
donde me encuentro cautivo
y con nostalgia infinita.
Para decirte, no te aflijas,
y menos que te cause llanto,
Al no encontrarme en tus mantos,
Lleno de luz y armonía,
pues quiero que sea alegría
en el día de tu santo.
No te aflijas madre buena,
Que ya se ha de terminar
El servicio militar,
Que tanto y tanto me apena,
Y entonces estas cadenas
que me tienen postrado,
sean de un golpe cortadas
como una opresión maldita,
y entonces ¡Sí, madrecita!,
he de estar siempre a tu lado”.
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