martes, 20 de octubre de 2015

Rosalía

Carmen Gastaldi

Pequeña, de estructura chica, tal vez por eso siempre usaba zapatos de tacos altos.
Vecina de mi casa de Pichincha, apenas pared de por medio y en el fondo por un tapial por el cual espiaban los gallineros de casa, unas rosas, un limonero y, perdido entre sus verdes, “Pedrito” el loro, que hablaba como un loro: “Carmencita a comer trrrr… trrrr”, “Rosalía, Rosalía, la papa de Pedrito”, y otra vez su trino de pájaro cantor de tangos.
Rosalía era su nombre y vivía rodeada de rosas. El frente de la casa constaba de un tapial, que en sus primeros 80 centímetrps, de abajo para arriba, era más ancho, luego quedaba hacia la calle como un borde para hacerse más delgado y terminar en unas pequeñas rejas, por donde las flores asomaban. Una bella puerta de hierro de dos hojas también coronada por rejas te introducía a un ancho pasillo de mosaicos blancos y negros, que sobre la izquierda y por varios metros, corría paralelo al hermoso jardín.
Casa “chorizo”, como decíamos, en la cual, una vez pasado el jardín, la primera habitación era el comedor, luego un amplio dormitorio, baño, cocina, cuartito y fondo pródigo en plantas, con un limonero y “Pedrito”.
Allí, vivían doña Juliana, su esposo don Nicanor y Rosalía. Todos españoles de las tierras vascas. El matrimonio no tenía hijos. Inmigrantes de la postguerra, llegaron a La Argentina para quedarse. Toda la familia quedó en España. Entre ellos, la hermana de Juliana con varios niños y en la época del racionamiento y así fue como Rosalía llegó a vivir con sus tíos a los que ella adoptó como padres y ellos la amaron como a una hija.
Casi amiga de mamá, ambas muy hábiles y dedicadas a las manualidades como tejer, bordar, coser, comenzaron a frecuentarse. El lugar era su casa, donde compartían tardes de chocolate, tecitos y labores. Yo, en el medio. Con mis cortos cinco añitos me atrevía a considerarla “mi amiga”. Me encantaba estar. Recuerdo el comedor, de muebles de madera, brillantes y oscuros como el piso, adornados por carpetitas, visillos y cortinas, todas amorosas, almidonadas, tejidas al crochet. Muchos cajones en los que yo podía curiosear con su permiso. La ventana daba al jardín siempre lleno de rosas, jazmines, helechos, madreselvas… Solo una puerta, la que comunicada por dentro con el dormitorio contiguo, esa puerta no me gustaba. Cada vez que intentaba espiar, abriendo apenas una hendija, una voz de mujer áspera y gastada, pero muy autoritaria, preguntaba: “¡¿Quién anda allí?! Cerraba con rapidez y tratando de no hacer ruido.
El rumor de unos tacones me anunciaba que Rosalía estaba cerca y eso me tranquilizaba. Sus tacos altos y gruesos, moda de la época, la anunciaban en todas partes, con su repiquetear rápido y seguro.
Una tarde de verano, muy calurosa, caminaba por el patio y al pasar por ese dormitorio la puerta estaba abierta. En una cama inmensa, toda blanca, rodeada de almohadones, alcancé a ver el rostro de la mujer. Anguloso, sin brillo, casi amarillo. Rodeaban sus ojos cerrados unos círculos profundos, pintados como con carbón. La frente despejada con el cabello tomado a la altura de las sienes, en dos trenzas interminables en las que se mezclaban los grises y algunos tonos de negro. Apenas se veían su cabeza y los hombros descarnados. Me quedé quieta, boquiabierta viéndola por primera vez. De pronto, abrió los ojos y, primero con sorpresa y luego con furia en la mirada, con su voz más áspera gritó: “¡Rosalía!”. Yo corrí hacia la puerta de calle, donde don Nicanor, sentado en una silla y pantalla en mano trataba de mitigar el calor. Me senté quietita en el umbral, a su lado, y otra vez: “¡Rosalía!”. El ya no la escuchaba…
Rosalía me explicó que ella era Juliana, su mamá. Que la vida no había sido muy buena con ella ya que la había privado de caminar, circunstancia que vivía como una vergüenza, como un castigo, y por eso permanecía en cama, encerrada en su habitación esperando. Nunca accedió a sentarse en una silla de ruedas…
Nunca más la vi, pero la seguí escuchando.
Así, entre sus flores, Nicanor, Juliana, Pedrito, sus zapatos de tacos altos y su pequeña amiga, así se sucedían los días en la vida de Rosalía, hasta que llegó Irma.
Vivía a dos casas, pero no cruzaban palabra, solo el saludo. Las dos con veintipico largos, casi solteronas para el barrio, comenzaron una amistad que, para mi pensamiento de niña de cinco o seis años, me incluía. A veces, cuando yo estaba, hablaban por lo bajo, así no podía escuchar, y como niña que era no me molestaba, ni me importaba. Solo quería estar con ellas. Me querían y yo también.
Primero, comenzaron a hacer los mandados juntas. Luego, se arriesgaron a ir al parque Norte, donde yo me colaba o, pensándolo bien, era el pretexto. A la estación de trenes, ahí cerquita… Y, así, en una de esas salidas conocieron a dos jóvenes, ambos amigos, de Buenos Aires, que cada quince días venían a Rosario por cuestiones de trabajo. Carlos y Abelardo. Al poco tiempo se pusieron de novias.
Irma y Carlos, pasados unos meses, se casaron y se fueron a vivir a Buenos Aires.
Abelardo, alto, buen mozo, siempre de traje, zapatos lustrados y sombrero. Rosalía, a pesar de sus tacos altos, apenas le llegaba al hombro, pero se amaban.
Pasaron los meses, unos años y, para tristeza de Rosalía no se hablaba de casamiento…
Una tarde soleada de invierno, cuando regresaba de la escuela, mamá me esperaba en la esquina con cara de preocupada. ¡Todos los vecino estaban en la calle y, frente a la casa de Rosalía, un cerco de policías no te dejaban acercar! No entendía nada y mamá no contestaba a mis preguntas. Sentí una gran congoja y empecé a llorar sin saber por qué. Nos quedamos afuera hasta que la Policía pidió que la gente se guardara en sus casas.
A la hora de la cena, al regreso de papá, mamá habló:
¿Sabés Salva, como esto de Rosalía y Abelardo no se resolvía, Irma averiguó su dirección en Buenos Aires y adiviná qué?
¿Qué?, respondió papá.
¡Abelardo es casado hace años y es papá de tres niños! Irma se comunicó con Rosalía y le contó toda la verdad. ¡Pobrecita!, con todo el dolor de su alma, le escribió una carta pidiéndole que no vuelva nunca más.
Pero esta tarde él vino. Cuando ella lo vio corrió y se encerró en su casa. Él, fuera de sí, la llamaba a los gritos. Sentimos los tacos de Rosalía corriendo y salimos justo cuando él se trepaba, prendido de las rejas y mientras ella corría le disparó tres tiros.
¡Quedé perpleja! No pude escuchar nada más. Solo pude pensar en el jardín, en las rosas que asomaban entre esas rejas, los helechos, las madreselvas, sus plantas, sí indudablemente ellas la cubrieron para evitar que él la matara…
Nos mudamos. Pasaron años, muchos. Nunca supe de Rosalía. Sí que no vivía más en la casa.
Hace un tiempo pasamos con el auto por la cuadra. Nos detuvimos y bajé.
Nada, nada queda. Solo el tapial como testigo. Y como dice un tango “solo telarañas que teje el yuyal, y el rosal tampoco existe…”.
Busqué y encontré en mi bolso un lápiz labial, rojo como sus rosas. En el tapial escribí “Rosalía”.


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