Mónica Martínez
El año que nevó en Rosario, yo era una adolescente
que transitaba feliz su escolaridad secundaria, en una escuela de barrio, de
hermanas, a la vuelta de mi casa. Precisamente, por eso, siempre llegaba tarde.
Digo que era feliz, porque me sentía cómoda en esa
escuela de niñas donde hice amigas, compinches, lazos que perduran hasta hoy;
tal es así, que una de mis compañeras es madrina de mi hija.
En esa época la situación era confusa, aunque
nosotras vivíamos, como todo adolescente, en su propia burbuja, muchas cosas
nos enterábamos por las profesoras. Una de ellas nos hacía llevar el diario una
vez por semana y leer y comentar alguna noticia; además, en mi casa siempre se
veían los noticieros y aunque una estuviera “papando moscas” algo terminaba
resonando en los oídos.
El año escolar había empezado con elecciones en el
país, cambios democráticos y comenzó a circular la idea de la formación de
centros de estudiantes para integrar una unión de estudiantes secundarios.
Las monjas, ni lerdas ni perezosas, o tal vez
pensando que la situación podía irse de las manos, decidieron elegir
representante por curso para integrar el famoso centro, sin demasiadas
discusiones. Así, de buenas a primera, terminé siendo delegada.
Todo transcurrió tranquilo, escasas reuniones,
ínfimos pedidos a las autoridades, hasta que en un momento del año otros
centros de estudiantes, que evidentemente tenían una participación más activa,
empezaron a movilizarse y a tomar sus escuelas solicitando algunos cambios, que
como coletazo de fines de los 60 llegaban recién ahora.
Nosotras no estábamos enteradas, obviamente, hasta
que una mañana los secundarios rosarinos decidieron no ir a clase, tomar sus
escuelas y algunos grupos marchar hacia las escuelas que estaban dictando clase,
y no en son de paz.
Nuevamente el accionar estratégico de las monjas
logró salvar la situación: desafectaron a las alumnas y nos pidieron a un
grupito que vivíamos cerca, entre ellas yo, que nos quedáramos. Cerraron todas
las puertas y la Madre Rafaela (nosotras les llamábamos madres a las hermanas
por su fundadora), que era la directora, con una sábana en mano nos llevó por
pasillos y pasadizos hasta desembocar en la segunda planta de la antigua
construcción sobre Avenida Pellegrini. Abrió unas puertas vidriadas,
hermosísimas, y salimos al balcón.
Recuerdo el sol de media mañana en mi cara, el aire
fresco, la avenida siempre tan transitada y la voz de la Madre Rafaela que nos
decía que tuviéramos la sábana y la atáramos bien a la reja del balcón. Nos
dijo que ella ya había hablado con los sacerdotes del Lasalle y los chicos de
cuarto año estaban llegando para ayudar. Hicimos caso, dejamos la sábana
puesta. Nos quedamos un rato y al mediodía nos dejaron retirar.
A la tarde
pasé por Pellegrini para ver el balcón, estaba la sábana atada y con letras muy
grandes decía “ESCUELA TOMADA”, seguramente escrito por la Madre Rafaela.
Volví a casa emocionada y le dije a mamá: “¿Viste? Nosotras
también tomamos la escuela”.
De la llegada de los chicos del Lasalle a la escuela
resultaron, con los años, la formación de varias familias de mis compañeras.
Ha pasado el tiempo, narras un despertar al nuevo modo de ser, donde el estudiante se puso los pantalones largos y salió a defender sus derechos aunque a veces son utilizados por políticos.
ResponderEliminarMuy evocador relato.
Un abrazo.